La razón más importante para creer que la Biblia es la Palabra de Dios escrita y, por ende, la única autoridad para los cristianos en cuanto a su fe y su conducta, es la enseñanza de Jesucristo. En la actualidad es común que algunos contrapongan la autoridad de la Biblia de forma desfavorable con la autoridad de Cristo. Pero dicha contraposición no tiene justificación. Jesús se identificó de tal forma a Sí mismo con la Escritura e interpretó su ministerio a la luz de la Escritura que es imposible debilitar la autoridad de una sin debilitar concomitantemente la autoridad del otro.
Jesús tenía en muy alta estima al Antiguo Testamento como lo atestigua, en primer lugar, el hecho de que siempre apelaba a él como la autoridad infalible. Cuando fue tentado por el diablo en el desierto, Jesús respondió tres veces con citas de Deuteronomio (Mt. 4:1-11). A la pregunta de los Saduceos sobre el casamiento en el cielo y la realidad de la resurrección (Luc. 20:27-40), primero les reprendió por no conocer las Escrituras ni el poder de Dios y luego citó directamente Éxodo 3:6, «Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob». En muchas otras ocasiones Jesús apeló a la Escritura para sustentar sus acciones, como cuando defendió la limpieza del templo (Mr. 11:15-17) o con referencia a su sumisión frente a la cruz (Mt. 26:53-54). Enseñó que «la Escritura no puede ser quebrantada» (Jn. 10:35). Declaró «que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido» (Mt. 5:18).
Con respecto a Mateo 5:18 debemos hacer una consideración adicional. Es evidente, incluso cuando leemos la frase después de un espacio de unos dos mil años, que la expresión «ni una jota ni una tilde» era una expresión que se refería a las partes más diminutas de la ley mosaica. La jota era la letra más pequeña del alfabeto hebreo, la letra que podríamos transliterar como una i o una y. En el hebreo escrito se parecía a una coma, aunque se escribía casi encima de las letras y no en la parte inferior. La tilde era lo que podríamos llamar a esas virgulillas que se proyectan de letras y que sirven para diferenciar un tipo de letra romano de uno moderno. En muchas Biblias el Salmo 119 se divide en veintidós secciones, cada una comenzando con una letra distinta del alfabeto hebreo. Si la Biblia que uno está usando ha sido bien impresa, el lector puede ver lo que es una tilde comparando la letra hebrea delante del versículo 9 con la letra hebrea delante del versículo 81. La primera letra es una beth. La segunda es una kaph. La única diferencia es la virgulilla. Esta misma característica es la que distingue a daleth de resh, y vau de zayin. De acuerdo con Jesús, entonces, ni una «i» ni una «virgulilla» de la ley se perderían hasta tanto no se cumpliera toda la ley.
¿Qué es lo que le da a la Ley tal carácter de permanencia? Obviamente no se trata de nada de origen humano, porque todas las cosas humanas pasan. La única base para la calidad indestructible de la ley es que realmente es divina. No perecerá porque es la Palabra del Dios verdadero, vivo y eterno. Esa es la parte medular de la enseñanza de Cristo.
En segundo lugar, Jesús contempló su vida como la consumación de la Escritura. Conscientemente se sujetó a ella. Comenzó su ministerio con una cita de Isaías 61:1-2.
«El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor» (Luc. 4:18-19). Cuando acabó de leer, enrolló el libro y dijo: «Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros» (vs.21). Jesús afirmaba ser el Mesías, Aquel de quien había escrito Isaías. Estaba identificando su futuro ministerio con las pautas de la Escritura.
Más adelante en su ministerio nos encontramos con los discípulos de Juan el Bautista que se acercan a Jesús con la pregunta de Juan: «¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?» (Mt. 11:3). Jesús les respondió con una segunda referencia a esta sección de la profecía de Isaías. Les dijo, en efecto: «No tomeis mi palabra sobre lo que yo digo sobre mí. Mirad lo que Isaías predijo sobre el Mesías. Y entonces ved si lo estoy cumpliendo». Jesús desafió a las personas a que evaluaran su ministerio a la luz de la palabra de Dios.
El evangelio de Juan nos muestra a Jesús hablando con los gobernantes judíos sobre la autoridad, y el punto crítico de lo que dice tiene que ver con la Escritura. Les dice que nadie podrá creer en Él si no ha creído primero en lo que escribió Moisés, porque Moisés escribió sobre Él. «Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí… No penséis que yo voy a acusaros delante del Padre; hay quien os acusa, Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Porque si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?» (Jn. 5:39, 45-47).
Al final de su vida, cuando Jesús cuelga de la cruz, otra vez está pensando en la Escritura. Dice «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (una cita del Salmo 22:1).
Dice que tiene sed. Le dan un hisopo mojado en vinagre para que el Salmo 69:21 se cumpla. Tres días más tarde, luego de la resurrección, está camino a Emaús con dos de sus discípulos, regañándolos por no haber usado la Escritura para entender la necesidad de su sufrimiento. Les dice: «¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de Él decían» (Luc. 24:25-27).
Basado en estos y muchos otros pasajes no cabe duda que Jesús tenía en muy alta estima al Antiguo Testamento y siempre se sometía a él como la revelación con autoridad. Enseñó que las Escrituras daban testimonio de Él, del mismo modo que Él daba testimonio de ellas. Como eran las palabras de Dios, Jesús las consideraba totalmente fiables, en su conjunto y hasta en los más pequeños detalles.
Jesús también suscribió el Nuevo Testamento, aunque de manera diferente al Antiguo Testamento (porque, por supuesto, el Nuevo Testamento aún no había sido escrito). Pero Él previo que el Nuevo Testamento había de ser escrito y entonces eligió a los apóstoles para que fueran los depositarios de la nueva revelación.
Había dos requisitos para un apóstol, como se señala en Hechos 1:21-26 y en otros pasajes. Primero, el apóstol debía ser alguien que hubiera conocido a Jesús durante los días de su ministerio en esta tierra y que hubiera sido testigo de su resurrección en particular (vs. 21-22). El apostolado de Pablo estaba en tela de juicio en este punto, ya que se convirtió al cristianismo después de la ascensión y por lo tanto nunca lo conoció en la carne. Pero Pablo cita su visión de Cristo resucitado en el camino a Damasco como prueba de haber cumplido con este requisito. «¿No soy yo apóstol?… ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro?» (1 Co. 9:1).
El segundo requisito era que Jesús debía haber elegido al apóstol para esa tarea y ese papel exclusivo. Como parte de esto les prometió un otorgamiento único del Espíritu Santo para que pudieran recordar, comprender y registrar las verdades concernientes a su ministerio. «Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn. 14:26). De manera similar, «Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, Él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrá de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber» (Jn. 16:12-14).
¿Cumplieron los apóstoles con la comisión? Sí, lo hicieron. El Nuevo Testamento es el resultado. Y aún más, la iglesia primitiva reconoció su papel. Porque llegado el momento de decidir oficialmente cuáles serían los libros a incluirse en el canon del Nuevo Testamento, el factor decisivo fue percibido como siendo si habían sido o no escritos por los apóstoles o si tenían el respaldo apostólico. La Iglesia no creó el canon. Si así lo hubiera hecho el canon estaría por encima de las Escrituras. En cambio, la Iglesia se sujetó a las Escrituras como a una autoridad superior.
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Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice