Un tercer atributo inherente en el nombre con que Dios se presentó a Moisés («YO SOY EL QUE SOY») es su calidad de Eterno, Perpetuo, que nunca termina. Es difícil encontrar una sola palabra que englobe este atributo, pero se trata sencillamente de que Dios es, siempre ha sido y siempre será, y que es siempre el mismo en su Ser Eterno. Encontramos este atributo de Dios en toda la Biblia. Abraham llamó a Jehová el «Dios Eterno» (Gn. 21:33). Moisés escribió: «Señor, tú nos has sido refugio de generación en generación. Antes que naciesen los montes, y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios» (Sal. 90:1-2). El libro de Apocalipsis nos describe a Dios como «el Alfa y la Omega, principio y fin» (Ap. 1:8; 21:6; 22:13). Los seres delante del trono decían: «Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir» (Ap. 4:8).
El hecho de que Dios sea eterno tiene dos consecuencias para nosotros. La primera es que podemos confiar que Él permanecerá como se nos revela. La palabra utilizada para describir esta propiedad es inmutabilidad, que significa la propiedad de no cambiar. «Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación» (Stg. 1:17).
Los atributos de Dios no cambian. Entonces, no tenemos por qué temer a que el Dios que alguna vez nos amó en Cristo de alguna manera cambie su parecer y deje de amarnos en el futuro. Dios siempre amará a su pueblo. De igual modo, no podemos pensar que quizás modifique su actitud hacia el pecado, y que comience a calificar de «permisible» algo que antes estaba prohibido. El pecado siempre será pecado ya que se lo define como cualquier transgresión o no conformidad a la ley de Dios, que no cambia. Dios siempre será Santo, Sabio, lleno de gracia, Justo y todo lo demás que Él se revela ser. Nada de lo que hagamos podrá cambiar al Dios eterno.
Los consejos de Dios y su Voluntad también son inmutables. Él hace lo que de antemano se ha propuesto realizar y su Voluntad nunca varía. Algunos pueden señalar ciertos versículos de la Biblia que nos dicen que Dios se arrepintió de alguna acción -como en Génesis 6:6, «Y se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra». En este ejemplo, lo que se usa es una palabra humana para explicar la profunda insatisfacción que Dios sentía por las actividades humanas. Más claro resultan versículos tales como el de Números 23:19 («Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta. El dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?»), el de la Samuel 15:29 («el que es la Gloria de Israel no mentirá, ni se arrepentirá, porque no es hombre para se arrepienta»), el de Romanos 11:29 («Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios»), o el del Salmo 33:11 («El consejo de Jehová permanecerá para siempre; los pensamientos de su corazón por todas las generaciones»).
Estas afirmaciones son fuente de gran consuelo para el pueblo de Dios. Si Dios fuera como nosotros, no podríamos confiar en Él. Él cambiaría, y como resultado, su voluntad y sus promesas cambiarían. No podríamos depender de Él. Pero Dios no es como nosotros. Él no cambia. En consecuencia, sus propósitos permanecen fijos de generación en generación. Pink nos dice que «Aquí tenemos entonces una roca donde afirmar nuestros pies, mientras que un torrente poderoso arrasa con todo a nuestro alrededor. El carácter permanente de Dios está garantizando el cumplimiento de sus promesas».
Una segunda consecuencia de la inmutabilidad de Dios es que Él es ineludible. Si fuera un mero ser humano y, Él o lo que Él está realizando, no nos gustara, podríamos ignorarlo, sabiendo que siempre estaría presente la posibilidad de que cambiara de parecer, se fuera a otro lado o se muriera. Pero Dios no cambia de parecer. Dios no se va para otro lado. Dios no morirá. Como consecuencia, no lo podemos eludir. Incluso si lo ignoramos ahora, tendremos que encararlo en el porvenir. Si lo rechazamos ahora, eventualmente tendremos que enfrentarnos con un Ser que rechazamos y entonces vamos a experimentar su eterno rechazo.
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Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice