​El punto clave es que la experiencia de enfrentarse con el Dios Santo es muy amenazante. Los adoradores son atraídos por el Santo, pero al mismo tiempo son aterrorizados por Él. La energía avasallante y maravillosa del Santo amenaza con destruir al adorador.

La santidad de Dios es otro atributo que vuelve a Dios indeseable y hasta amenazador. Ya hemos señalado que a los hombres no les gusta la Soberanía de Dios porque amenaza su propio deseo de soberanía. Un Dios Soberano no es un Dios deseable. Esta reacción negativa es aún más evidente con respecto a la santidad de Dios.

Nos será de mucha ayuda el análisis detallado de la idea de la santidad que realizó el teólogo alemán Rudolf Otto. Otto escribió un libro, llamado «Das Heilige» en alemán, «The Idea of the Holy» en inglés, donde busca comprender la naturaleza específica, no racional o suprarracional, de la experiencia religiosa, desde una perspectiva fenomenológica. Al elemento supranacional Otto lo denomina lo «santo» o lo «tremendo». Hay mucha diferencia entre lo santo y lo tremendo (como conceptos abstractos) de las religiones no cristianas y el Santo (como un ser personal) de la religión judía o cristiana. Pero hasta cierto punto, este análisis puede resultar útil, porque servirá para mostrar cómo los hombres y las mujeres consideran al Dios verdadero como algo amenazante.

En su análisis, Otto distingue tres elementos en el Santo. El primer elemento es su carácter de tremendo, queriendo decir «eso que profundamente nos maravilla». La palabra tremendo la usamos para referirnos a algo que es «extraordinariamente malo» o «terrible», pero aquí la idea es algo distinta. Lo tremendo en el Santo es aquello que maravilla tanto hasta el punto de que produce temor y temblor en el adorador. El segundo elemento es su carácter de avasallante. Un poder supremo y majestuoso engendra un sentimiento de impotencia e insignificancia en el adorador. El elemento final es la energía, que Otto usa para referirse al elemento dinámico presente en el encuentro.

El punto clave es que la experiencia de enfrentarse con el Santo es muy amenazante. Los adoradores son atraídos por el Santo, pero al mismo tiempo son aterrorizados por Él. La energía avasallante y maravillosa del Santo amenaza con destruir al adorador.

Debemos notar que también encontramos este mismo fenómeno en la Biblia; aunque la Biblia luego lo explica, algo que los no cristianos no hacen. El relato de Job nos puede servir de ejemplo. Job había sufrido la pérdida de sus propiedades, su familia y su salud. Cuando sus amigos se acercaron para convencerlo de que su pérdida debía ser consecuencia de algún pecado, conocido u oculto, Job firmemente se defendió de sus acusaciones. Y lo hizo correctamente, porque Job estaba sufriendo a pesar de ser un hombre recto. «¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?» (Job 1:8). Es obvio que, si alguien había que se podría haber parado frente a la santidad de Dios, esa persona era Job. Sin embargo, hacia el final del libro, cuando Dios se le acerca con una serie de preguntas y afirmaciones para enseñar algo sobre su verdadera majestad frente a su siervo Job, que tanto había sufrido, Job se queda casi sin palabras y en un estado de pequeñez. Le contestó a Dios: «He aquí que yo soy vil; ¿qué te responderé?… Por tanto, me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (Job 40:4; 42:6).

Vemos este mismo fenómeno en Isaías que tuvo una visión del Señor «sentado sobre un trono alto y sublime». Escuchó las alabanzas de los serafines; pero el efecto sobre Isaías en lugar de ser un sentimiento de orgullo y satisfacción, por haber sido elegido para tener esta visión, fue en realidad devastador. Isaías contestó: «¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Is. 6:5). Isaías se contempló a sí mismo destruido y muerto. Sólo cuando un carbón encendido del altar tocó sus labios pudo volver a ponerse en pie y contestar afirmativamente al llamamiento de Dios para su servicio.

Habacuc también tuvo una visión de Dios. Estaba abatido por la impiedad que había en el mundo que lo rodeaba y se preguntaba cómo los impíos podían triunfar sobre aquellos que eran más justos. El profeta luego entró en su atalaya y esperó la respuesta de Dios. Cuando Dios le contestó, Habacuc fue invadido por el temor, «Oí, y se conmovieron mis entrañas; a la voz temblaron mis labios; pudrición entró en mis huesos, y dentro de mí me estremecí» (Hab. 3:16). Habacuc era un profeta. A pesar de ello, presentarse ante Dios fue una experiencia estremecedora.

De manera similar, aunque la gloria de Dios estaba velada en la persona de Jesucristo, de vez en cuando los que fueron sus discípulos pudieron percibir quién era, aunque sólo lo pudieron atisbar, y su reacción fue similar a éstas. Así, cuando Pedro reconoció la gloria de Dios después de la pesca milagrosa en Galilea, le dijo: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (Lc. 5:8).

Cuando el apóstol Juan recibió la revelación de la gloria de Cristo, al ver al Señor de pie en medio de los siete candeleros de oro cayó «como muerto a sus pies» y se levantó sólo después de que el Señor lo había tocado y le había encomendado que escribiera el libro del Apocalipsis. Juan sólo se pudo parar frente al Señor después de haber experimentado algo similar a una resurrección.

Esto es lo que significa estar cara a cara con el Santo. No se trata de una experiencia placentera. Es excesivamente amenazante, porque el Santo no puede coexistir en el mismo espacio que lo impuro. Dios tiene que destruir lo impuro, lo que no es santo, y expurgar el pecado. Además, si esto es cierto en el caso de las mejores personas, como lo fueron aquellas que Dios escogió para ser sus profetas y a quien llamó «justos», ¿no será todavía más cierto con respecto a los que son antagónicos a Dios? Para ellos la experiencia es avasallante. Como reacción, se resisten, intentan tratarlo con liviandad o huyen de Dios. Tozer ha escrito: «El choque moral que hemos sufrido al romper con la voluntad celestial nos ha dejado con un trauma permanente que afecta todos los rincones de nuestra naturaleza». Es cierto. Como consecuencia, los hombres no se acercan a Dios, y lo que debería ser su mayor gozo les resulta aborrecible.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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