Para completar el cuadro del que habla el Credo Apostólico, tenemos al Cristo viniendo del cielo para «juzgar a los vivos y los muertos». Hoy en día hay cierta resistencia para hablar del juicio, como ya lo señalamos cuando hablamos de la ira de Dios. Se considera al juicio como algo innoble. Es posible hablar sobre el amor, la gracia, la misericordia, el cuidado, la compasión, y el poder de Dios. Es posible decir que Él es la solución a cualquier problema que tengamos, que Él está allí para cualquier emergencia. Pero hablar de Dios como un Dios de juicio y de Jesucristo como el Juez resulta tan ofensivo para nuestra cultura que muchos prefieren pasar esta doctrina por alto.
¿Cómo es posible que obviemos el hecho de que el Dios del universo, tan santo y tan grandioso, un día ha de juzgar el pecado? Si no fuera cierto que Dios tiene que juzgar el pecado, sería una mancha sobre el Nombre de Dios. No podríamos hablar de un Dios santo, un Dios justo, un Dios soberano, si el pecado fuera a quedar indefinidamente sin castigo, como aparentemente sucede por un tiempo en este mundo. El pecado tiene sus propios mecanismos, autodestructivos. Pero si hemos de ser sinceros, debemos admitir que con frecuencia las personas buenas también sufren, y los que hacen el mal permanecen impunes. Si bien los que hacen el mal a veces son castigados, nadie puede sostener que todo el mal es castigado adecuadamente y que todo el bien es recompensado adecuadamente en este mundo. Por lo que si no hay un juicio final en donde las iniquidades de esta vida sean corregidas, entonces no hay justicia en Dios. No hay justicia en ningún lado.
Pero, de acuerdo con las enseñanzas de la Biblia, sí que hay justicia y sí que habrá un juicio. Cuando comenzamos a hablar sobre la justicia de Dios, en un sentido nos deberíamos retirar horrorizados. No se trata sólo de recompensar esa buena obra que nosotros creemos que hemos realizado, o de juzgar esa mala acción en particular. De lo que se trata es que según la Leyde Dios «no hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Ro. 3:10-12). Cuando hablamos sobre el juicio de Dios, entonces, estamos hablando sobre el juicio que con justicia cae sobre cada uno de nosotros. ¿Qué podemos hacer, entonces? ¿Cómo podremos estar delante de Cristo en ese juicio?
En el libro de Hechos tenemos un hermoso cuadro de cómo el cristiano puede estar delante de Dios. Es el cuadro de cómo el que ha creído en Cristo le encontrará no como Juez sino como Redentor —y este es un milagro de milagros—. El cuadro surge a partir del relato de la muerte de Esteban, una persona común que había predicado en Jerusalén con tanto poder que las autoridades le odiaban y le apedrearon hasta matarlo. Antes de morir, sin embargo, Dios le permitió tener una visión del Cristo celestial. Vio a Jesús, sentado al lado de Dios esperándolo para recibirlo en gloria, y no sentado sobre el Trono del juicio a la diestra de Dios. Su testimonio fue: «He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios» (Hch. 7:56). Y cuando murió repitió las mismas palabras del Señor: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (vs. 59) y «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (vs. 60).
Quiero resumir esta sección diciendo que Jesús es la fuente en donde encontramos todo bien espiritual. Como escribió Calvino:
Si buscamos la fuerza, está en su poder; si buscamos la pureza, en su concepción; si buscamos la dulzura, la vemos en su nacimiento. Porque por su nacimiento Él se hizo como nosotros en todo sentido (He 2:17) para que pudiera sentir nuestro dolor (comparar con Heb 5:2). Si buscas la Redención, descansa en su pasión; si el perdón, en su condenación; si la remisión de la maldición, en su cruz (Gá. 3:13); si la satisfacción, en su sacrificio; si la purificación, en su sangre; si la reconciliación, en su descenso al Hades; si la mortificación de la carne; en su tumba; si la novedad de vida, en su resurrección; si la inmortalidad, también en la resurrección; si la herencia del Reino celestial, en su entrada en el cielo; si la protección, si la seguridad o si la abundancia de bendiciones, en su Reino; si la expectativa tranquila del juicio, en el poder que le ha sido dado para juzgar.
Cuando consideramos la persona y la obra de Cristo es una necedad buscar las bendiciones espirituales en cualquier otro lado. Lo único sabio es confiar solamente en Él.
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Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice