“… y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”.- Gn. 1: 2
¿Cuál es, en general, la obra del Espíritu Santo, a diferencia de la del Padre y la del Hijo? No se trata de que cada creyente necesite conocer estas diferencias en todos sus detalles. La existencia de fe no depende de distinciones intelectuales. El interrogante principal no es si podemos distinguir la obra del Padre de la del Hijo y de la del Espíritu Santo, sino, si hemos experimentado sus misericordiosas acciones. Lo que decide es el fondo del asunto, no su nombre.
¿Entonces debemos dar poco valor a una comprensión clara de las cosas sagradas? ¿La consideraremos superflua y calificaremos sus grandes asuntos como sutilezas? De ninguna manera. La mente humana investiga cada sección de la vida. Los científicos consideran un honor el pasar sus vidas en el análisis de las más pequeñas plantas e insectos, describiendo cada detalle, nombrando cada miembro del organismo seccionado. Su trabajo nunca es llamado “una sutileza”, sino que es distinguido como “investigación científica”. Y con razón, ya que sin diferenciación no puede haber comprensión, y sin comprensión no puede haber un conocimiento minucioso del tema. ¿Por qué, entonces, calificar este mismo deseo como no rentable, cuando en vez de dirigir la atención a la criatura, se hace al Señor Dios, nuestro Creador?
¿Puede existir algún objeto más digno de diligencia mental que el Dios eterno? ¿Es correcto y adecuado, insistir en la distinción correcta en cualquier otro ámbito de conocimiento y, sin embargo, en relación con el conocimiento de Dios, estar satisfechos con generalidades y puntos de vista confusos? ¿Es que acaso Dios no nos ha invitado a compartir el conocimiento intelectual de Su Ser? ¿Acaso no nos ha dado Su Palabra? ¿Y no es la Palabra la que ilumina los misterios de Su Ser, Sus atributos, Sus perfecciones, Sus virtudes, y el modo de Su existencia? Si se aspirara a penetrar en las cosas demasiado elevadas para nosotros, o a desvelar lo no revelado, la reverencia nos exigiría resistir tal audacia. Pero dado que buscamos, en el temor de Dios, escuchar a las Escrituras y recibir el conocimiento que ofrecen sobre las cosas profundas de Dios, no puede haber espacio para la objeción. Más bien, se diría a quienes desaprueban tal esfuerzo: “sabéis distinguir el aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos no podéis!”
De ahí que la pregunta relativa a la obra del Espíritu Santo, a diferencia de la del Padre y la del Hijo, es muy legítima y necesaria.
Es lamentable que muchos de los hijos de Dios hayan confundido los conceptos en este sentido. Ellos no pueden distinguir las obras del Padre y las del Hijo y las del Espíritu Santo. Incluso en la oración utilizan indistintamente los Nombres divinos. Aun a pesar de que el Espíritu Santo es llamado explícitamente el Consolador, buscan recibir consuelo principalmente del Padre o del Hijo, incapaces de decir por qué y en qué sentido el Espíritu Santo es especialmente llamado Consolador.
Ya la Iglesia primitiva sintió la necesidad de hacer distinciones claras y exactas en esta materia; y los grandes pensadores y filósofos cristianos que Dios entregó a la Iglesia, especialmente los Padres Orientales, gastaron sus mejores esfuerzos principalmente en este tema. Ellos vieron muy claramente que, a menos que la Iglesia aprendiera a distinguir las obras del Padre, Hijo y Espíritu Santo, su confesión de la Santísima Trinidad sería vacía. Obligados, no por amor a las sutilezas, sino por la necesidad de la Iglesia, se comprometieron a estudiar estas distinciones. Y Dios permitió que los herejes afligieran a Su Iglesia, a fin de despertar la mente a través del conflicto, y guiarla así a buscar la Palabra de Dios.
Por lo tanto, no somos pioneros en la exploración de un nuevo campo. La redacción de estos artículos sólo puede impresionar a aquellos que son ignorantes de los tesoros históricos de la Iglesia. Simplemente proponemos hacer que la luz, que por tantos Siglos arrojó sus claros y reconfortantes rayos sobre la Iglesia, vuelva a entrar por las ventanas y, en consecuencia, mediante un mayor conocimiento, aumente su fuerza interior.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper