No veo cómo los judíos podrán interpretar lo que se lee en la Escritura con tanta frecuencia, en la cual vemos que el Nombre Jehová es atribuido a un Ángel. Dícese que un Ángel se apareció a los patriarcas del Antiguo Testamento (Jue. 6:11). El mismo Ángel se atribuye el Nombre del Dios eterno. Si alguno responde que esto se dice por respeto a la persona que el Ángel representa, no resuelve la dificultad. Porque un siervo no permitiría jamás que se le ofreciesen sacrificios para quitar la honra que se debe a Dios; en cambio el Ángel, después de haberse negado a probar el pan, manda que se ofrezca sacrificio a Jehová, y luego prueba realmente que Él es el mismo Jehová (Jue. 13:16). Y así Manoa y su mujer comprenden por esta señal que no solamente vieron al Ángel, sino también a Dios, por lo cual exclaman: «Moriremos, porque a Dios hemos visto» (Jue. 13:22). Y cuando la mujer responde: «Si Jehová nos quisiera matar, no aceptaría de nuestras manos el holocausto y la ofrenda (Jue. 13:23) ciertamente confiesa que es Dios Aquel que antes fue llamado Ángel. Y lo que es más, la misma respuesta del Ángel quita toda duda: «¿Por qué me preguntas por mi Nombre, que es admirable?” (Ibid. v. 18).
Por ello es abominable la impiedad de Servet cuando se atreve a decir que jamás se manifestó Dios a Abraham ni a los otros patriarcas, sino que en vez de a Él, adoraron a un ángel. Pero muy bien y prudentemente los doctores antiguos interpretaron que este Ángel principal fue el Verbo eterno de Dios, el cual desde entonces comenzaba a ejercer el oficio de Mediador. Porque, si bien el Hijo de Dios no se había revestido aún de carne humana, sin embargo, descendió, como un tercero, para acercarse con más familiaridad a los fieles. Y así, a esta comunicación le dio el nombre de Ángel, conservando, sin embargo, lo que era suyo, a saber, ser el Dios de gloria inefable.
Lo mismo quiere decir Oseas, quien después de haber contado la lucha de Jacob con el Ángel, dice: «Mas Jehová es Dios de los ejércitos; Jehová es su Nombre» (Os. 12,5). Servet gruñe otra vez diciendo que esto fue porque Dios había tomado la forma de un ángel. Como si el profeta no confirmase lo que antes había dicho Moisés: «¿Por qué me preguntas por mi nombre?”. Y la confesión del santo patriarca aclara suficientemente que no había sido un ángel creado, sino Aquel en quien plenamente residía la divinidad, cuando dice: «Vi a Dios cara a cara» (Gn.32:29-30). En lo cual conviene con lo que dice san Pablo: que Cristo fue el guía del pueblo en el desierto (1 Cor. 10:4). Porque aunque no había llegado la hora de humillarse y someterse, no obstante, aquel Verbo eterno dio ya entonces muestra del oficio que le estaba destinado. Igualmente, si se considera sin pasión alguna el capítulo segundo de Zacarías, el Ángel que envía al otro ángel es en seguida llamado Dios de los ejércitos y se le atribuye sumo poder.
Omito citar infinitos testimonios, que plenamente aseguran nuestra fe, aunque los judíos no se conmuevan gran cosa con ellos. Cuando se dice en Isaías: «He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará» (ls.25:9), todas las personas sensatas ven que aquí claramente se habla del Redentor, que debía levantarse para librar a su pueblo. Y el que repita dos veces lo mismo con palabras de tanto peso, no deja opción para aplicar esto a Cristo. Y aún más claro es el testimonio de Malaquias, en el que promete que el Dominador, que entonces se esperaba, vendría a su templo (Mal. 3:l). Es de todos conocido que el templo de Jerusalem jamás fue dedicado a nadie más que a Aquel que es Único y Supremo Dios; y sin embargo el profeta concede su posesión a Cristo; de donde se sigue que Él es el mismo Dios a quien siempre adoraron los judíos.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino