En BOLETÍN SEMANAL

En cuanto al Nuevo Testamento, está todo él lleno de innumerables testimonios; por tanto, procuraré más bien entresacar algunos, que no amontonarlos todos. Y aunque los apóstoles hayan hablado de Él después de haberse mostrado en carne como Mediador, sin embargo, todo cuanto yo cite viene a propósito para probar su eterna divinidad.

En cuanto a lo primero hay que advertir que cuanto había sido antes dicho del Dios eterno, los apóstoles enseñan que, o se ha cumplido ya en Cristo, o se cumplirá después. Porque cuando Isaías profetiza que el Señor de los ejércitos sería a los judíos y a los israelitas piedra de escándalo, y piedra en que tropezasen (ls. 8:14), san Pablo afirma que esto se cumplió en Cristo, de quien muestra por el mismo texto que Cristo fue aquel Señor de los ejércitos (Rom. 9:29). Del mismo modo en otro lugar, dice: «Todos compareceremos ante el tribunal de Cristo. Porque escrito está: … ante mí se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios» (Rom. 14:10-1l); y puesto que Dios, por Isaías (1s.45:23), dice esto de sí mismo y Cristo muestra con los hechos que esto se cumple en Él, se deduce por lo mismo que Él es Aquel Dios, cuya gloria no se puede comunicar a otro. Igualmente, lo que el Apóstol cita del salmo en su carta a los efesios conviene sólo a Dios: «Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad» (Ef.4:8). Porque quiere dar a entender que este ascender había sido tan sólo figurado cuando Dios mostró su poder dando una notable victoria a David contra los infieles, pero que mucho más perfecta y plenamente se manifestó en Cristo. Y de acuerdo con esto san Juan atestigua que fue la gloria del Hijo la que Isaías había visto en su visión, aunque el profeta dice que la Majestad de Dios fue lo que se le reveló (Jn. 1:14; Is. 6:l).

Además, los testimonios que el Apóstol en la carta a los Hebreos atribuye al Hijo, evidentemente no pueden convenir más que a Dios: «Tú, Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos». «Adórenle todos los ángeles de Dios» (Heb. 1: 6,10). Y cuando él aplica estos testimonios a Cristo, no los aplica sino en su sentido propio, porque todo cuanto allí se profetizó se cumplió solamente en Jesucristo. Pues Él fue el que levantándose se apiadó de Sión; Él quien tomó posesión de todas las gentes y naciones extendiendo su Reino por doquier.

¿Y por qué san Juan iba a dudar en atribuir la Majestad de Dios a Cristo, cuando él mismo había dicho antes que el Verbo había estado siempre con Dios? (Jn. 1:14). ¿Por qué iba a querer san Pablo sentar a Cristo en el tribunal de Dios, habiendo antes dado tan clarísimo testimonio de su divinidad, cuando dijo que era Dios bendito para siempre? (2 Cor. 5:10; Rom. 9:5). Y para que veamos cómo el Apóstol está plenamente de acuerdo consigo mismo, en otro lugar dice que «Dios fue manifestado en carne» (1 Tim. 3:16). Si Él es el Dios que debe ser alabado para siempre, se sigue luego que, como dice en otro lugar, es Aquel a quien sólo se debe toda gloria y honra (1 Tim. 1:17). Y esto no lo disimula, sino que lo dice con toda claridad: “siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo» (Flp. 2:6-7).

Y para que los impíos no murmurasen diciendo que era un Dios hecho de prisa, san Juan continúa: «Este es el verdadero Dios, y la vida eterna» (1 Jn. 5:20). Aunque nos debe ser más que suficiente ver que es llamado Dios, y principalmente por boca de san Pablo, el cual claramente afirma que no hay muchos dioses, sino uno sólo; dice así: «Pues aunque haya algunos que se llamen dioses, sea en el cielo, o en la tierra.. . para nosotros, sin embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas» (1 Cor.8:5-6). Cuando oímos por boca de este mismo apóstol que «Dios fue manifestado en carne» (1 Tim. 3:16), y que con su sangre adquirió la Iglesia, ¿por qué nos imaginamos un segundo Dios al cual él no conoce? Y no hay duda de que los fieles entendieron esto de esta manera. Tomás, confesando que Él era su Dios y Señor, declara que es Aquel único y solo Dios a quien siempre había adorado (Jn. 20:28).

La divinidad de Jesucristo mostrada por sus obras

Igualmente, si juzgamos su divinidad por las obras que en la Escritura se le atribuyen, ella aparecerá mucho más claramente. Porque cuando dijo que “desde el principio hasta ahora obraba juntamente con el Padre” (Jn. 5:17), los judíos, bien que por otro lado eran muy torpes, sintieron que con estas palabras se atribuía a sí la potencia divina. Y por esta causa, como relata san Juan, procuraban con mayor diligencia que antes matarlo; porque no solamente quebrantaba el sábado, sino que además decía que Dios era su Padre, haciéndose igual a Dios (Jn. 5:18).

¿Cuál, pues, no será nuestra torpeza, si no entendemos plenamente su divinidad? Ciertamente que regir el mundo con su providencia y poder y gobernarlo todo conforme a su voluntad, según dice el Apóstol que es propio de Él (Heb. 1:3), no lo puede hacer más que el Creador. Y no solamente le pertenece el gobernar el mundo, como al Padre, sino también todos los otros oficios que no pueden ser comunicados a las criaturas El Señor anuncia por el profeta: «Yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo» (ls.43:25). Como los judíos, según esta sentencia, pensasen que Jesucristo hacía injuria a la honra de Dios, oyéndole decir que perdonaba los pecados, Él no solamente afirmó con su Palabra que poseía esta autoridad, de perdonar los pecados, sino que además la confirmó con un milagro (Mt.9:6). Vemos, pues, que Jesucristo, no solamente tiene el ministerio de perdonar los pecados, sino también la autoridad, la cual dice Dios que nadie más que Él mismo puede tener. ¿Pues qué? ¿No es propio y exclusivo de Dios entender y penetrar los secretos pensamientos de los corazones de los hombres? (Mt.9:4). También esto lo ha tenido Jesucristo; de donde se concluye su divinidad.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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