En ARTÍCULOS

“He aquí yo derramaré mi Espíritu sobre vosotros.”— Prov. 1: 23.
Abordamos la obra especial del Espíritu Santo en la Re-creación. Hemos visto que el Espíritu Santo desempeñó una parte en la creación de todas las cosas, particularmente en la creación del hombre, y muy particularmente al dotarlo de dones y talentos; también, que Su obra creadora afecta al sostenimiento de las “cosas,” del “hombre,” y de los “talentos,” a través de la providencia de Dios; y que en esta doble serie de actividad triple, la obra del Espíritu está íntimamente conectada con aquella del Padre y aquella del Hijo, de manera que toda cosa, todo hombre, todo talento, brota del Padre, recibe disposición en su respectiva naturaleza y ser a través del Hijo, y recibe la chispa de la vida por el Espíritu Santo.

El viejo himno, “Veni, Creator Spiritus,” y la antigua confesión del Espíritu Santo como el “Vivificans” concuerdan con esto perfectamente. Porque lo último significa aquella Persona en la Trinidad que imparte la chispa de la vida; y lo primero significa, “Viendo que las cosas que han de vivir y que vivirán están listas, ven Espíritu Santo y avívalas.” Siempre está el mismo pensamiento profundo: el Padre permanece fuera de la criatura; el Hijo la toca externamente; por el Espíritu Santo la vida divina toca directamente a su ser interior. Sin embargo, no se entienda que estamos diciendo que Dios entra en contacto con la criatura sólo en la regeneración de Sus hijos, pues eso sería falso. A los cristianos en Atenas, San Pablo dice “En Él vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser.” Y nuevamente, “Porque de Su descendencia somos” (Hechos 27:28).

Sin mencionar las plantas o animales, no existe en la tierra vida, energía, ley, átomo o elemento sin que el Dios Todopoderoso y Omnipresente avive y soporte esa vida en cada momento, haciendo que esa energía trabaje, y haga cumplir esa ley. Supongamos que por un instante Dios dejara de sostener y animar la vida, estas fuerzas, y esa ley; en ese mismo instante dejarían de ser. La energía que procede de Dios debe, por lo tanto, tocar a la criatura en el centro de su ser, desde donde toda su existencia debe brotar. De ahí que no hay sol, luna, ni estrella, ni material, planta, o animal, y, en mucho mayor sentido, no hay hombre, habilidad, don, o talento, si Dios no los toca y los sostiene a todos.

Es este acto de entrar en contacto directo con cada criatura, animada o inanimada, orgánica o inorgánica, racional o irracional, que, de acuerdo a la profunda concepción de la Palabra de Dios, no es realizado por el Padre, ni por el Hijo, sino por el Espíritu Santo.  Y esto pone la obra del Espíritu Santo en una luz bastante diferente de aquella en la cual por muchos años la Iglesia la ha mirado.

La impresión general es que Su obra se refiere a la vida de gracia solamente, y está confinada a la regeneración y santificación. Esto, de cierta forma, se debe a la bien sabida división del Credo Apostólico por el Catecismo de Heidelberg, pregunta 29, “¿Cómo se dividen estos artículos?” que se responde: “En tres partes—de Dios el Padre y nuestra creación. De Dios el Hijo y nuestra redención, y de Dios el Espíritu Santo y nuestra santificación.” Y esto, también lo ha declarado en su “Thesaurus” Altho Ursinus, uno de los autores de este catecismo: “Todas las tres Personas crean, redimen y santifican. Pero en estas operaciones observan este orden—que el Padre crea de Sí mismo mediante el Hijo; el Hijo crea mediante el Padre; y el Espíritu Santo mediante ambos.”

Pero como la profunda percepción del misterio de la adorable Trinidad se perdió gradualmente, y el énfasis del púlpito sobre ella se volvió tanto escaso como superficial, el error sabeliano naturalmente se volvió a introducir lentamente en la Iglesia, a saber, que había tres períodos sucesivos en las actividades de las Personas divinas: primero, el del Padre sólo, creando el mundo y sosteniendo el orden natural de las cosas. Esto fue seguido por un período de actividad por parte del Hijo, cuando la naturaleza se había desnaturalizado y el hombre caído se había vuelto un tema de redención. Finalmente, vino el del Espíritu Santo regenerando y santificando a los redimidos sobre la base de la obra de Cristo.

De acuerdo a esta visión, en la niñez, cuando comer, beber y jugar ocupaba todo nuestro tiempo, teníamos que ver con el Padre. Más adelante, cuando la convicción del pecado se nos presentó, sentimos la necesidad del Hijo. Y no es sino hasta que la vida de santidad comenzara en nosotros que el Espíritu Santo empezó a fijarse en nosotros. De ahí que mientras el Padre forjaba, el Hijo y el Espíritu Santo estaban inactivos; cuando el Hijo desarrolló Su obra, el Padre y el Espíritu Santo estaban inactivos; y ahora como el Espíritu Santo solo realiza Su trabajo, el Padre y el Hijo están ociosos.

Pero como esta visión de Dios es totalmente insostenible, Sabellius, que la desarrolló filosóficamente, llegó a la conclusión que Padre, Hijo, y Espíritu Santo eran después de todo sólo una Persona; la cual primero forjó la creación como Padre; luego, después de transformase en el Hijo, forjó nuestra redención; y ahora, como Espíritu Santo, perfecciona nuestra santificación. Y sin embargo, por inadmisible que sea esta visión, es más reverente y temerosa de Dios que las crudas superficialidades de las actuales opiniones que confinan las operaciones del Espíritu enteramente a los elegidos, comenzando sólo en su regeneración.

Los sermones sobre la creación se referían, al pasar, al movimiento del Espíritu Santo sobre la faz de las aguas, y Su presencia ante Bezaleel y Aholiab es tratada en la clase de catequesis; pero ambos no están conectados, y al oyente nunca se le hace entender qué tuvo que ver el Autor de nuestra regeneración con el movimiento sobre las aguas; si fueron meramente hechos aislados. La regeneración fue la obra principal del Espíritu Santo.

Nuestros teólogos reformados siempre nos han advertido sobre tales representaciones que son sólo el resultado de hacer del hombre el punto de partida en la contemplación de cosas divinas. Siempre hicieron de Dios mismo el punto de partida, y no estuvieron satisfechos hasta que la obra del Espíritu Santo fuera claramente observada en todas sus etapas, a través de los tiempos, y en el corazón de toda criatura. Sin esto el Espíritu Santo no podría ser Dios, el objeto de su adoración. Sentían que un tratamiento así de superficial llevaría a una negación de Su personalidad, reduciéndolo a una mera fuerza.

De ahí que no hemos escatimado ningún dolor, ni omitido detalle alguno, con el objeto, por la gracia de Dios, de exponer ante la Iglesia dos pensamientos distintos, a saber:

Primero, La obra del Espíritu Santo no está confinada únicamente a los elegidos, y no comienza con su regeneración; sino que toca a cada criatura, animada e inanimada, y comienza Sus operaciones sobre los elegidos en el momento mismo de su origen.

Segundo, La obra correcta del Espíritu Santo en cada criatura consiste en el avivamiento y sostenimiento de la vida con referencia a su ser y talentos, y, en su sentido más elevado, con referencia a la vida eterna, que es su salvación.

De esta forma hemos retomado el verdadero punto de vista necesario para considerar la obra del Espíritu Santo en la re-creación. Porque así aparece:

Primero, que esta obra de re-creación no se efectúa sobre el hombre caído independientemente de su creación original; sino que el Espíritu Santo, quien en la regeneración enciende la chispa de la vida eterna, ya ha encendido y sostenido la chispa de la vida natural. Y, nuevamente, que el Espíritu Santo, que imparte al hombre renacido desde lo alto, dones necesarios para la santificación y para su llamado a la nueva esfera de vida, lo ha dotado en su primera creación con dones y talentos naturales.  De aquí sigue la fructífera confesión de la unidad de la vida del hombre antes y después del nuevo nacimiento que corta toda forma de Metodismo desde la raíz, y que caracteriza a la doctrina de las iglesias Reformadas.

Segundo, es evidente que la obra del Espíritu Santo mantiene el mismo carácter en la creación y la re-creación. Si reconocemos que Él aviva la vida en aquello que es creado por el Padre y por el Hijo, ¿qué hace Él en la re-creación sino una vez más avivar la vida en aquel que es llamado por el Padre y redimido por el Hijo? Por otra parte, si la obra del Espíritu es Dios tocando el ser de la criatura por medio de Él, ¿qué es la re-creación sino el Espíritu entrando en el corazón del hombre, haciéndolo Su templo, reconfortándolo, animándolo y santificándolo? De esta forma siguiendo a la Sagrada Escritura y a los teólogos superiores, alcanzamos una confesión que mantiene la unidad de la obra del Espíritu, y lo hace unir orgánicamente la vida natural y la espiritual, el reino de la naturaleza y aquel de gracia.

Por supuesto Su obra en lo último sobrepasa aquella en lo primero:

– Primero, como es Su trabajo tocar el ser interior de la criatura, mientras más tierno y natural sea el contacto, más gloriosa será la obra. De ahí que aparece más hermoso en el hombre que en el animal; y más brillante en el hombre espiritual que en el natural, dado que el contacto con el primero es más íntimo, la hermandad más dulce, la unión completa.

– Segundo, dado que la creación está tan lejana detrás de nosotros y que la re-creación nos toca personalmente y diariamente, la Palabra de Dios dirige más atención a lo último, reclamando para ello más prominencia en nuestra confesión. Sin embargo, por diferentes que sean las mediciones de operación y energía, el Espíritu Santo permanece en la creación y en la re-creación como el Único Trabajador omnipotente de toda vida y avivamiento, y es, por lo tanto, digno de toda alabanza y adoración.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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