En ARTÍCULOS

“Por Su Espíritu que mora en vosotros”—Rom. 8:11.
A fin de comprender el cambio que ocurrió por primera vez en Pentecostés, se debe distinguir entre las diversas formas mediante las cuales el Espíritu Santo entra en relación con la criatura. Nosotros confesamos, tal como la Iglesia cristiana, que el Espíritu Santo es Dios verdadero y eterno, y por lo tanto es omnipresente; de ello se desprende que ninguna criatura, piedra o animal, hombre o ángel, es excluido de Su Presencia.

Con referencia a Su omnisciencia y omnipresencia, David canta: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; Y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba Y habitare en el extremo del mar, Aun allí me guiará tu mano, Y me asirá tu diestra.” Estas palabras establecen, con total certeza, que la omnipresencia pertenece al Espíritu Santo; que no existe un lugar o punto, ni en el cielo ni en el infierno, en el este ni en el oeste, del cual Él sea excluido.

Para el tema en cuestión, esta simple consideración es de vital importancia, pues de ella se desprende que nunca se podrá decir que el Espíritu Santo se hubiera trasladado de un lugar a otro; que hubiera estado en medio de Israel, pero no entre las naciones; que hubiera estado presente después del día de Pentecostés, en lugares donde Él no estaba antes. Todas estas representaciones se oponen directamente a la realidad de Su omnipresencia, eternidad, e inmutabilidad. El Omnipresente no puede ir de un lugar a otro, porque no puede entrar donde Él ya existe. Y suponer que Él es omnipresente en un momento y no en otro, se encuentra en total desacuerdo con Su eterna Divinidad. El testimonio de Juan el Bautista, “Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él,” y el de San Lucas, “el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso,” no puede, por tanto, entenderse como si el Espíritu Santo hubiera llegado a un lugar donde Él no se encontraba antes, porque eso resultaría imposible.
Sin embargo—y esta es la primera característica que arrojará luz sobre el asunto—la descripción de omnipresencia por parte de David se aplica a la presencia local en el espacio, pero no al mundo de los espíritus.

Nosotros no sabemos lo que son los espíritus, ni tampoco lo que es nuestro propio espíritu. En el cuerpo, se puede distinguir entre los nervios y la sangre, entre los huesos y los músculos, y sabemos algo sobre sus funciones en el organismo; pero qué es lo que forma parte en la existencia de un espíritu, cómo se mueve y funciona, no lo sabemos. Sólo sabemos que existe, se mueve, y opera de una forma totalmente diferente de la del cuerpo. Cuando un hermano muere, nadie abre una puerta o ventana para que el alma salga, porque sabemos que ni techo, ni pared, pueden obstruir su vuelo en dirección al cielo. En nuestras oraciones, susurramos como para no ser oídos, y aun así creemos que el hombre Cristo Jesús escucha cada palabra. La rapidez de un pensamiento supera a la de la electricidad. En una palabra, las limitaciones del mundo material parecen desaparecer en el reino de los espíritus.

Incluso el funcionamiento del espíritu sobre la materia es extraordinario. El promedio de peso de un adulto es de aproximadamente 80 kgs. Se requiere de tres o cuatro hombres para poder llevar un cadáver de ese peso a la parte superior de un edificio alto; sin embargo, cuando el hombre estaba vivo, su espíritu tenía el poder para hacer que este peso subiera y bajara por esos tramos de escaleras con facilidad y rapidez. Pero, dónde el espíritu se apodera del cuerpo, cómo lo mueve, y de dónde obtiene esa velocidad, constituye un perfecto misterio para nosotros. Sin embargo, esto demuestra que el espíritu está sujeto a leyes totalmente diferentes de aquellas que rigen la materia.

Hacemos hincapié en la palabra ley. De acuerdo con la analogía de la fe, deben existir leyes que rijan al mundo espiritual, tal como existen las que rigen al mundo natural; pero debido a nuestras limitaciones, no podemos conocerlas. Pero en el cielo las conoceremos, junto a todas las glorias y los detalles del mundo espiritual, tal como nuestros médicos conocen los nervios y los tejidos del cuerpo.

Sin embargo, esto es lo que sabemos: que aquello que se aplica a la materia, no por ello se aplica al espíritu. La omnipresencia de Dios hace referencia a todo espacio, pero no a todo espíritu. Del hecho de que Dios sea omnipresente no se desprende que Él también habite en el espíritu de Satanás. Por lo tanto, es evidente que el Espíritu Santo puede ser omnipresente sin morar en cada alma humana; y que Él puede descender sin cambiar de lugar y, sin embargo, entrar en un alma que hasta entonces no se encontraba ocupada por Él; y que Él estaba presente en medio de Israel y en medio de los gentiles, y aun así se manifestó entre los primeros y no entre los últimos. De esto se deduce que, en el mundo espiritual, Él puede ir a donde antes no estaba; que Él estuvo en medio de Israel, no habiendo estado entre ellos antes; y que entonces, Se manifestó entre ellos de una forma distinta y menos poderosa que en el día de Pentecostés y previamente a él.

El Espíritu Santo parece actuar sobre un ser humano de una manera dual, desde fuera, o desde dentro. La diferencia es similar a la que se presenta en el tratamiento que realizan en el cuerpo humano el médico y el cirujano: el primero actúa sobre él mediante medicamentos ingeridos hacia el interior; el último, mediante incisiones y la administración de medicamentos de forma externa. Una comparación muy defectuosa, de hecho, pero que puede ilustrar ligeramente la doble operación del Espíritu Santo sobre las almas de los hombres. En un principio, sólo se descubre una aplicación externa de ciertos dones. En Sansón, Él otorga una enorme fuerza física. Aholiab y Bezaleel son dotados de talento artístico para construir el tabernáculo. Josué es enriquecido con ingenio militar. Estas operaciones no tocaban el centro del alma, y no eran para salvación, sino que eran únicamente externas. Se convierten en más duraderas cuando asumen un carácter oficial, como en Saúl; aunque en él encontramos la mejor evidencia del hecho de que ellas fueran sólo imparticiones externas y temporales. Estas operaciones asumen un carácter superior cuando reciben el sello profético; aunque el ejemplo de Balaam nos demuestra que ni aun así atraviesan al centro del alma, sino que sólo afectan al hombre en lo externo.


Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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