En BOLETÍN SEMANAL

En cuanto a las cosas pasadas y que ya han acontecido, necia y perversamente consideran la clara y manifiesta providencia de Dios. Si de ella, dicen, depende cuanto acontece en el mundo, entonces ni los hurtos, ni los adulterios, ni los homicidios se cometen sin que intervenga la voluntad de Dios. ¿Por qué causa, dicen, es castigado el ladrón, que ha robado a quien Dios quiso castigar con la pobreza? ¿Por qué se ha de castigar al homicida que ha matado a quien Dios quiso privar de la vida? Si todos éstos sirven a la voluntad de Dios, ¿por qué son castigados?

Yo respondo que no sirven a la voluntad de Dios. Pues no podemos decir que quien obra con mala intención sirve a Dios, porque solamente obedece a sus propios malos deseos. Quien obedece a Dios es el que sabiendo cuál es su voluntad, procura poner por obra lo que le manda.

¿Y dónde nos lo enseña, sino mediante su Palabra? Por lo tanto, en nuestros asuntos debemos poner los ojos en la voluntad de Dios, que Él nos ha revelado en su Palabra. Dios solamente pide de nosotros lo que nos ha mandado. Si cometemos algo contra lo que nos está mandado, eso no es obediencia, sino contumacia y transgresión. Mas replican que no lo haríamos si Él no quisiese. Confieso que es así, pero pregunto: ¿cometemos el mal con el propósito de agradarle? No; Él no nos manda tal cosa; no obstante, nosotros vamos tras el mal, sin preocuparnos de lo que Él quiere, sino que arrebatados de tal manera por la furia de nuestro apetito, que deliberadamente nos esforzamos por llevarle la contraria. De esta manera, al obrar mal servimos a su justa ordenación, porque Él conforme a su infinita sabiduría sabe usar malos instrumentos para obrar bien.

Dios se sirve de los pecados como instrumentos. Mas consideremos cuán inadecuada y necia es la argumentación de éstos. Quieren que los que cometen el pecado no sean castigados, porque no lo cometen sin que Dios lo ordene así. Pues yo digo aún más: que los ladrones, homicidas y demás malhechores son instrumentos de la providencia de Dios, de los cuales se sirve el Señor para ejecutar los designios que en sí mismo determinó; pero niego que por ello puedan tener excusa alguna. Porque, ¿cómo podrán mezclar a Dios en su propia maldad o encubrir su pecado con la justicia divina? Ninguna de estas cosas les es posible, y su propia conciencia les convence de ello de tal manera que no pueden considerarse limpios. No pueden echar a Dios la culpa, porque en sí mismos hallan todo el mal. Sin embargo, dirá alguno, Él obra por medio de ellos. ¿De dónde, pregunto yo, le viene el hedor al cuerpo muerto después de que los rayos del sol lo han corrompido y abierto? Todos ven que ello se debe a los rayos del sol; sin embargo, nadie dirá por esto que los rayos hieden. De la misma manera, si la materia del mal y la culpa reside en el hombre malo, ¿por qué hemos de pensar que se le pega a Dios suciedad alguna, porque Él conforme a su voluntad se sirve de un hombre malo? Por lo tanto, desechemos esta petulancia y desvergüenza, que desde lejos puede clamar contra la justicia de Dios, pero no la puede tocar.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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