En ARTÍCULOS

“Y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios.”—1 Cor. 7:40.

Hemos visto que el apostolado tiene una importancia extraordinaria, ocupando una posición única. Esta posición tiene dos partes: una temporal, con referencia al establecimiento de las primeras iglesias; y otra permanente, con relación a las iglesias a lo largo de todas las edades.

La primera debe ser necesariamente temporal, porque lo que ya se ha hecho no se puede repetir. Un árbol puede ser plantado sólo una vez; un organismo puede nacer sólo una vez; la fundación de una Iglesia puede ocurrir sólo una vez. Sin embargo, esta fundación no fue sin previa preparación. Por el contrario, Dios ha tenido una Iglesia en el mundo desde el principio. Incluso, esa Iglesia era una iglesia mundial. Pero cayó en idolatría; y la única iglesia pequeña que quedó, en medio de un pueblo casi desconocido, fue la Iglesia en Israel. Para que esta iglesia particular pudiera convertirse otra vez en una iglesia mundial, dos cosas fueron necesarias:

En primer lugar, que la Iglesia de Israel dejara de lado su nacionalidad.

En segundo lugar, que la Iglesia de Cristo apareciera en medio del mundo pagano, para que ambas pudieran manifestarse como la Iglesia Cristiana.

Con estas dos cosas, la labor apostólica queda prácticamente completa. En San Pablo se unen ambas. Ningún apóstol trabajó para quitarle a la Iglesia de Israel su vestimenta judía con tanto celo como él, y ningún apóstol fue tan prolífero en establecer nuevas iglesias en todas partes del mundo de la manera que él lo fue.

No obstante, el apostolado tenía un llamado mucho más amplio y alto, no sólo para con la gente de esos días, sino también para la Iglesia a lo largo de todas las edades. Ellos fueron ordenados para la tarea de ser apóstoles: dar a las iglesias formas definidas de gobierno, para así determinar su carácter; y darles la documentación escrita de la revelación de Cristo Jesús, para asegurar su pureza y perpetuidad.

Esto es evidente al observar el carácter de su trabajo: porque no sólo establecieron iglesias, sino que también les dieron ordenanzas. San Pablo les escribe a los corintios: “En cuanto a la ofrenda para los santos, haced vosotros también de la manera que ordené en las iglesias de Galacia.” (1 Cor. 16:1) Ellos eran conscientes, por tanto, de tener el poder, de estar dotados de autoridad: “Esto ordeno en todas las iglesias,” dice el mismo apóstol (1 Cor. 7:17). Esta orden no es como la de los directorios de nuestras iglesias que tienen poder para hacer reglas; o como cuando el ministro anuncia algunas regulaciones desde el púlpito en nombre del consejo. No, los apóstoles ejercían una autoridad en virtud de un poder que poseían conscientemente en sí mismos, independientemente de una iglesia o de un concilio particular. Pues San Pablo, después de haber dado ordenanzas en cuanto al matrimonio, escribe: “Y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios” (1 Cor. 7:40). Por tanto, el poder y la autoridad para mandar, para ordenar y para juzgar en las iglesias, no derivaban de la Iglesia, ni de un concilio, ni del apostolado, sino directamente del Espíritu Santo. Esto es cierto incluso en cuanto al poder para juzgar; pues San Pablo, en el caso de una persona que cometía incesto en la iglesia de Corinto, juzgó que tal individuo debía ser entregado a Satanás. La ejecución de tal sentencia la dejó en manos de los ancianos de la iglesia, pero la había determinado en virtud de su autoridad apostólica—1 Cor. 5:5.

En esta conexión, cabe destacar que San Pablo era consciente de una doble corriente que fluía a través de su palabra:

(1) aquella de la tradición, tocante a las cosas ordenadas por el Señor Jesús durante Su ministerio; y

(2) aquella del Espíritu Santo, tocante las cosas que debían ser dispuestas por el apostolado.

Por eso escribe: “En cuanto a las vírgenes no tengo mandamiento del Señor; mas doy mi parecer, como quien ha alcanzado misericordia del Señor para ser fiel” (1 Cor. 7:25). Y otra vez dice: “Pero a los que están unidos en matrimonio, mando, no yo, sino el Señor: Que la mujer no se separe del marido” (versículo 10). Y en el versículo 12 dice: “Y a los demás yo digo, no el Señor.”

Muchos han quedado con la impresión de que San Pablo quería decir: “Lo que el Señor ordenó, aquello se debe cumplir; pero las cosas que yo he ordenado son menos importantes y en ningún caso obligatorias”; pero esto es una perspectiva que destruye la autoridad de la palabra apostólica y que, por tanto, debe ser rechazada. El apóstol no tiene la más mínima intención de poner en riesgo su autoridad; porque habiendo entregado el mensaje, expresamente añade: “Y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios”; (1 Cor. 7:40) lo cual, en conexión al mandamiento del Señor, no puede significar nada distinto a: “Aquello que yo he ordenado tiene la misma autoridad que las palabras del propio Señor”;— una declaración ya contenida en la palabra: “He alcanzado misericordia para ser fiel,” es decir, en mi trabajo de establecer una normativa para las iglesias.

Por medio de estas ordenanzas, los apóstoles no sólo dieron a las iglesias de aquellos días una forma definida de vida, sino que también prepararon el canal que debía determinar el curso futuro de la vida de la Iglesia. Esto lo hicieron de dos maneras:

En primer lugar, en parte por medio de las marcas que dejaron en la vida de las iglesias, las cuales nunca fueron totalmente borradas.

En segundo lugar, también en parte y más particularmente al dejarnos por escrito la imagen de esa Iglesia, y al sellar las características principales de estas ordenanzas en sus epístolas apostólicas.

Estas dos influencias— aquella directa a la vida de las iglesias, y aquella de las Escrituras apostólicas—, se han encargado de cuidar que la imagen de la Iglesia no se pierda, y de que, en donde existe el peligro de que se pierda, sea totalmente restaurada por la gracia de Dios.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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