Nuestros escritos son los más ricos y maduros productos de la mente; y la mente del Espíritu Santo obtuvo su más rica, completa y perfecta expresión cuando Su significado fue puesto en forma documental. Por lo tanto, la labor literaria de los apóstoles merece cuidadosa atención. En cada una de las actividades que Pedro y Pablo realizaron— predicar el Evangelio, sanar enfermos, juzgar a los rebeldes y establecer iglesias, entregando ordenanzas—, llevaron a cabo una obra gloriosa. Aun así, la importancia de la labor de San Pablo al escribir, por ejemplo, la Epístola a los Romanos, es tan superior al valor de la predicación y de la sanación, que no puede haber comparación entre las dos. Cuando escribió esa carta, que impresa en un folleto común y corriente no tendrá más de dos páginas, él hizo la obra más grande de su vida.
El rango de influencia de esta carta ha sido tremenda. Por medio de este pequeño libro San Pablo se transformó en un personaje histórico. Sabemos, claro está, que muchos teólogos de nuestro tiempo invierten este orden y dicen: “Estos apóstoles eran hombres profundamente espirituales; vivieron cerca del Señor y pudieron conocer en profundidad la mente de Cristo; trabajaron y predicaron, y ocasionalmente escribieron alguna que otra carta, algunas de las cuales han llegado hasta nosotros; sin embargo, estos escritos no tuvieron mayor importancia para ellos”; y en contra de toda esta falsa representación protestamos con todas nuestras fuerzas. No, estos hombres no eran excelentes personalidades que escribieron cartas con sus propias manos de las que no tuvieron la menor importancia en sus vidas. Por el contrario, la labor epistolar fue la obra más importante de toda su vida; cartas pequeñas en tamaño, pero ricas en contenido; aparentemente de menos valor, pero en realidad, en virtud de su profunda y extendida influencia, de una importancia mucho mayor. Y ya que los apóstoles no pueden ser considerados unos tarados que con suerte sabían algo del futuro de la Iglesia y de lo que estaban haciendo, afirmamos que un hombre como San Pablo, al terminar su Epístola a los Romanos, era consciente del hecho de que su obra ocuparía un lugar prominente dentro de sus labores apostólicas.
Aunque se acepte que el apóstol era inconsciente de esto, no altera el hecho. Hoy, cuando todas las iglesias fundadas hace XX siglos han pasado, y que la iglesia de Roma apenas puede ser reconocida; cuando aquellos que por medio de su maravilloso poder fueron sanados o salvados se han convertido en polvo, y que no queda ni un recuerdo de estas labores; hoy esta herencia epistolar aún gobierna la Iglesia de Cristo. No podemos imaginar cuál sería la condición de la Iglesia sin las epístolas de San Pablo, si perdiéramos la herencia del gran apóstol que ha llegado a nosotros por medio de nuestros padres. ¿Qué es lo que controla nuestra confesión de fe sino las verdades desarrolladas por él? ¿Qué es lo que gobierna nuestras vidas si no los ideales que él puso en alto? Podemos decir con toda seguridad que nuestra Iglesia sin las epístolas paulinas tendría una forma y apariencia completamente diferente.
Siendo esto así, también tenemos justificación para decir que la síntesis de la verdad cristiana en las epístolas apostólicas es la más importante de todas sus labores. En vez de llamarlas “letras muertas,” confesamos que en ellas la actividad de los apóstoles alcanzó su cenit. No obstante, siendo nuestra presente preocupación la obra particular del Espíritu Santo en el apostolado, y no el apostolado en sí, consideraremos a continuación la siguiente pregunta: ¿Cuál es la naturaleza de esta obra?
Nuestra alternativa está entre la teoría del proceso mecánico y la del proceso natural.
Quienes apoyan la primera dicen: “Nada puede ser más simple que la obra del Espíritu Santo en los apóstoles. Ellos sólo tuvieron que sentarse, tomar pluma y tinta, y escribir según se les dictaba.” Quienes abogan por el proceso natural dicen: “Los apóstoles habían entrado profundamente en la mente de Cristo; eran más santos, más puros, y más piadosos que los demás; y por lo tanto ellos estaban cualificados para ser los instrumentos del Espíritu Santo el cual, después de todo, le da vida a todo hijo de Dios.” Estos son los puntos de vista extremos.
Por un lado, la obra del Espíritu Santo es considerada como un elemento ajeno introducido a la vida de la Iglesia y a la de los apóstoles. Cualquier escolar capaz de escribir un dictado podría haber escrito la Epístola a los Romanos igual de bien que San Pablo. La diferencia obvia de estilo y forma de presentación entre sus epístolas y las de San Juan no surge de la diferencia de sus personalidades, sino del hecho que el Espíritu Santo a propósito adoptó el estilo y la forma de hablar de Su escriba elegido— sea San Pablo o San Juan—.
El otro extremo considera que la personalidad de los apóstoles da cuenta de todo; por tanto, hablar de una obra del Espíritu Santo es simplemente repetir un término religioso. Según esta posición, la influencia de la relación personal tuvo un efecto pedagógico en Sus discípulos, la cual dejó una marca tan fuerte de Su vida en ellos que pudieron entender Su Persona y Sus objetivos mucho mejor que otros. Por tanto, siendo las mentes mejor desarrolladas del círculo cristiano en ese entonces, adoptaron en sus escritos una cierta autoridad apostólica.
Además de estos dos extremos, debemos mencionar la perspectiva de ciertos teólogos que cambian este proceso natural en uno sobrenatural— pero, aun así, desarrollado por el mismo individuo—. Ellos reconocen junto con nosotros que existe una obra del Espíritu Santo, a la cual llaman regeneración, y que a ella a menudo se le suma el don de la iluminación. Y basado en esto arguyen: “Entre los regenerados hay algunos en los cuales esta obra divina es solamente superficial, mientras que en otros Él opera con más profundidad. En los primeros, el don de la iluminación no está desarrollado; en los últimos, el don toma más realce; y a esta clase pertenecían los apóstoles, quienes fueron partícipes de este don en el grado más alto. Debido a estos dos dones, la obra del Espíritu Santo llegó a tal claridad y transparencia en ellos que, al hablar o escribir acerca de las cosas del Reino de Dios, casi invariablemente tocaron la nota exacta, eligieron la palabra exacta, y continuaron en la dirección correcta. De ahí procede el poder de sus escritos, y la autoridad casi obligatoria de su palabra.”
En contra de estos tres oponentes queremos presentar el punto de vista de los mejores teólogos de la Iglesia cristiana, los cuales, a pesar de entender completamente los efectos de la regeneración e iluminación en los apóstoles, sostienen que a partir de esto, la autoridad infalible de los apóstoles no puede ser explicada; y que la autoridad de su palabra es reconocida sólo por la confesión incondicional de que estas operaciones de gracia fueron los medios usados por el Espíritu Santo en el momento de entregar Su propio testimonio, por medio de los apóstoles, a través de formas documentales para la Iglesia de todos los tiempos.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper