En BOLETÍN SEMANAL

A fin de no hablar de esto infundadamente, definamos el pecado original. No quiero pasar revista a todas las definiciones propuestas por los escritores; me limitaré a exponer una, que me parece muy conforme a la verdad. El pecado original es una corrupción y perversión hereditarias de nuestra naturaleza, difundidas en todas las partes del alma; lo cual primeramente nos hace culpables de la ira de Dios, y, además, produce en nosotros lo que la Escritura denomina «obras de la carne». Y esto es precisamente lo que san Pablo tantas veces llama «pecado». Las obras que de él proceden, como son los adulterios, fornicaciones, hurtos, odios, muertes, glotonerías (Gál. 5:19), las llama por esta razón frutos de pecado; aunque todas estas obras son comúnmente llamadas pecado en toda la Escritura, como indica el mismo san Pablo.

1º. Somos culpables ante Dios:

Es menester, pues, que consideremos estas dos cosas por separado: a saber, que de tal manera estamos corrompidos en todas las partes de nuestra naturaleza, que por esta corrupción somos con justo título reos de condenación ante los ojos de Dios, a quien sólo le puede agradar la justicia, la inocencia y la pureza. Y no hemos de pensar que la causa de esta obligación es únicamente la falta de otro, como si nosotros tuviéramos que pagar por el pecado de Adán, sin haber tenido en ello parte alguna. Pues, al decir que por el pecado de Adán nos hacemos reos ante el juicio de Dios, no queremos decir que seamos inocentes, y que padecemos la culpa de su pecado sin haber merecido castigo alguno, sino que, porque con su trasgresión hemos quedado todos revestidos de maldición, él nos ha hecho ser reos. No entendamos que solamente nos ha hecho culpables de la pena, sin habernos comunicado su pecado, porque, en realidad, el pecado que de Adán procede reside en nosotros, y con toda justicia se debe dar el castigo. Por lo cual san Agustín, aunque muchas veces lo llama pecado ajeno para demostrar más claramente que lo tenemos por herencia, sin embargo, afirma que nos es propio a cada uno de nosotros. Y el mismo Apóstol clarísimamente testifica que la muerte se apoderó de todos los hombres «porque todos han pecado» (Rom. 5:12).

Por esta razón los mismos niños vienen ya del seno materno envueltos en esta condenación, a la que están sometidos, no por el pecado ajeno, sino por el suyo propio. Porque, si bien no han producido aún los frutos de su maldad, sin embargo, tienen ya en sí la simiente; y lo que es más, toda su naturaleza no es más que germen de pecado, por lo cual no puede por menos que ser odiosa y abominable a Dios. De donde se sigue que Dios con toda justicia la considera como pecado, porque si no hubiese culpa, no estaríamos sujetos a condenación.

2º. Nosotros producimos las «obras de la carne».

El otro punto que tenemos que considerar es que esta perversión jamás cesa en nosotros, sino que de continuo engendra en nosotros nuevos frutos, a saber, aquellas obras de la carne de las que poco antes hemos hablado, del mismo modo que un horno encendido echa sin cesar llamas y chispas, o un manantial produce agua. Por lo cual los que han definido el pecado original como una «carencia de la justicia original» que deberíamos tener, aunque con estas palabras han expresado la plenitud de su sustancia, no han expuesto, sin embargo, suficientemente su fuerza y actividad. Porque nuestra naturaleza no solamente está vacía y falta del bien, sino que además es también fértil y fructífera en toda clase de mal, sin que pueda permanecer ociosa.

Los que la llaman «concupiscencia» no han usado un término muy fuera de propósito siempre que añadan – a lo cual muchos de ellos se resisten – que todo cuanto hay en el hombre, sea el entendimiento, la voluntad, el alma o la carne, todo está mancillado y saturado por esta concupiscencia; o bien, para decirlo más brevemente, que todo el hombre no es en sí mismo más que concupiscencia.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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