Después de haber visto que la tiranía del pecado, tras someter al primer hombre, no solamente consiguió el dominio sobre todo el género humano, sino que domina totalmente en el alma de cada hombre en particular, debemos considerar ahora si, después de haber caído en este cautiverio, hemos perdido toda la libertad que teníamos, o si queda aún en nosotros algún indicio de la misma, y hasta dónde alcanza. Pero para lograr más fácilmente la verdad de esta cuestión, debemos poner un blanco en el cual concentrar todas nuestras disputas. Ahora bien, el mejor medio para no errar es considerar los peligros que hay por una y por otra parte. Pues cuando el hombre es privado de toda rectitud, luego toma de ello ocasión para la indolencia; porque cuando se dice al hombre que por sí mismo no puede hacer bien alguno, deja de aplicarse para conseguirlo, como si fuera algo que ya no tiene nada que ver con él. Y al contrario, no se le puede atribuir el menor mérito del mundo, porque al momento despoja a Dios de su propio honor y se infla de vana confianza y temeridad. Por tanto, para no caer en tales inconvenientes, hay que usar de tal moderación que el hombre, al enseñarle que no hay en él bien alguno y que está cercado por todas partes de miseria y necesidad, comprenda, sin embargo, que ha de tender al bien de que está privado y a la libertad de la que se halla despojado, y que se despierte realmente de su torpeza más que si le hiciesen comprender que tenía la mayor virtud y poder para conseguirlo.
Hay que glorificar a Dios con la humildad. No hay quien no vea cuán necesario es lo segundo, o sea, despertar al hombre de su negligencia y torpeza. En cuanto a lo primero – demostrarle su miseria -, hay muchos que lo dudan más de lo que debieran. Porque, si concedemos que no hay que quitar al hombre nada que sea suyo, también es evidente que es necesario despojarle de la gloria falsa y vana. Porque, si no le fue lícito al hombre gloriarse de si mismo ni cuando estaba adornado, por la liberalidad de Dios, de dones y gracias tan excelentes, ¿hasta qué punto no debería ahora ser humillado, cuando por su ingratitud se ve rebajado a una extrema ignominia, al perder la excelencia que entonces tenía?
En cuanto a aquel momento en que el hombre fue colocado en la cumbre de su honra, la Escritura todo lo que le permite atribuirse es decir que fue creado a la imagen de Dios, con lo cual da a entender que era rico y bienaventurado, no por sus propios bienes, sino por la participación que tenía de Dios. ¿Qué le queda pues, ahora, sino al verse privado y despojado de toda gloria, reconocer a Dios, a cuya liberalidad no pudo ser agradecido cuando estaba enriquecido con todos los dones de su gracia? Y ya que no le glorificó reconociendo los dones que de Él recibió, que al menos ahora le glorifique confesando su propia indigencia. Además no nos es menos útil el que se nos prive de toda alabanza de sabiduría y virtud, que es necesaria para mantener la gloria de Dios. De suerte que los que nos atribuyen más de lo que es nuestro, no solamente cometen un sacrilegio, quitando a Dios lo que es suyo, sino que también nos arruinan y destruyen a nosotros mismos. Porque, ¿qué otra cosa hacen cuando nos inducen a caminar con nuestras propias fuerzas, sino encumbrarnos en una caña, la cual al quebrarse da en seguida con nosotros en tierra? Y aun excesiva honra se tributa a nuestras fuerzas, comparándolas con una caña, porque no es más que humo todo cuanto los hombres vanos imaginan y dicen de ellas. Por ello, no sin motivo repite tantas veces san Agustín esta sentencia: que los que defienden el libre arbitrio más bien lo echan por tierra, ya que no lo confirman.
Ha sido necesario hacer esta introducción, a causa de ciertos hombres, los cuales de ninguna manera pueden sufrir que la potencia del hombre sea confundida y destruida, para establecer en él la de Dios, por lo cual juzgan que esta disputa no solamente es inútil, sino muy peligrosa. Sin embargo, a nosotros nos parece muy provechosa, y uno de los fundamentos de nuestra religión.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino