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“He aquí, yo derramaré mi Espíritu sobre vosotros, y os haré saber mis palabras.”—Prov. 1:23.

Hasta ahora, la discusión se ha limitado a la obra del Espíritu Santo en la iglesia como un todo. Ahora consideraremos Su obra en las personas

Hay una diferencia entre la iglesia como un todo y sus miembros como individuos. Está el cuerpo de Cristo, por un lado, y los miembros que constituyen partes del cuerpo. Y el carácter de la obra del Espíritu Santo en uno, es necesariamente diferente al del otro.

La Iglesia, que nace por el deleite divino, es completa en la eterna perspectiva y propósito de Dios, y la elección soberana ha determinado su curso completo.

El mismo Dios que ha contado el número de cabellos de nuestras cabezas, también ha contado los miembros del Cuerpo de Cristo. De la misma manera que todo nacimiento está ordenado de antemano, cada nuevo nacimiento espiritual en la iglesia está divinamente predestinado.

El origen y despertar de la vida eterna vienen del cielo; no de la criatura, sino del Creador, y se basan en Su libre y Soberana elección. Y así permanece, no es una mera decisión, sino un acto divino, igualmente decisivo, que lleva a cabo y realiza por completo la decisión. Esta es la omnipotencia espiritual de Dios. No es como el hombre, que experimenta; Él es Dios, quien jamás niega la obra de Sus manos, y persiste en llevar a cabo, irresistiblemente, todo lo que le deleita. Por tanto, sus decretos se convierten en historia; y la Iglesia, que ha sido establecida por la voluntad de Dios, debe nacer, incrementar y perfeccionarse de acuerdo al consejo de Dios a través de las edades; y ya que Su consejo es indestructible, las puertas del infierno no prevalecerán en contra de la Iglesia. Esta es la base de la seguridad y consolación de los santos. No tienen otra base de confianza. Adquieren la plena convicción con la cual profetizan en contra de todo lo visible por el hecho de que Dios es Dios, y por ser Dios, todo lo que a Él le place, permanece.

En la obra de la gracia, no hay rastro de casualidad o fatalidad; Dios ha determinado no sólo su fin, sin decidir la forma en la cual se llevaría a cabo, sino que, en Su consejo, ha preparado cada medio para llevar a cabo Su decisión. Y en Su consejo, se revelan formas que el ojo humano no puede seguir ni comprender. La omnipotencia divina se adapta a la naturaleza de la criatura. Causa el crecimiento de sus cedros del Líbano, y que aumenten los toros de Basán; pero alimenta y fortalece a cada uno de acuerdo a su propia naturaleza. El cedro no come pasto, y los toros no escarban en la tierra en busca de su alimento.

El decreto divino determina que por medio de sus raíces el árbol absorba los líquidos del suelo, y que por la boca el toro ingiera su comida y la transforme en sangre. Y Él honra Sus propios decretos al proveer alimento en el suelo para uno y pasto en el campo para el otro.

El mismo principio prevalece en el Reino de la Gracia. Dios ha dado, al hombre como sujeto del Reino, y al mundo moral que le pertenece, un organismo distinto al del buey, cedro, viento o arroyo. Los movimientos de este último, son plenamente mecánicos; el arroyo debe descender por la montaña. Actúa en forma distinta sobre los toros y los árboles; y aun de otra manera en los seres humanos. En el ser humano, las fuerzas químicas funcionan mecánicamente y son distintas a las del toro y del cedro. Y aparte de estas, hay fuerzas morales en el hombre que Dios también opera de acuerdo a su naturaleza.

Sobre este argumento, nuestros padres consideraron que la idea fanática de que en la obra de gracia el hombre fuera un mero bloque de materia, era indigna frente a Dios; no porque le atribuyera algo al hombre, sino porque muestra a un Dios que niega Su propia obra y decretos. Al crear un toro o un árbol o una piedra, cada uno distinto del otro, dándoles una naturaleza propia, no puede violar esta condición, sino adaptarse a ella. Luego, todas Sus operaciones espirituales están sujetas a las disposiciones del decreto divino del hombre como un ser espiritual; y esta particularidad hace de la obra de la gracia una obra extraordinariamente hermosa, gloriosa y adorable.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper 

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