“Yo en ellos, y Tú en mí.”—Juan 17:23
La unión de los creyentes con el Mediador es, entre todas las materias de la fe, la más tierna, invisible, imperceptible a los sentidos, e insondable; escapa a toda visión interior; rehúsa ser dividida o ser representada de cualquier forma objetiva; en el sentido más completo de la palabra, es mística—unio mystica, como lo llamó Calvino, siguiendo el ejemplo de la Iglesia primitiva.
Aun así, no obstante cuan misteriosa sea, ningún hombre está en libertad de interpretarla de acuerdo a sus propias nociones; de hecho, es necesaria una fuerte vigilancia para que no se efectúe un contrabando injurioso al interior del santuario divino, bajo una apariencia piadosa de este místico amor. Hemos, por lo tanto, alzado nuestra voz contra las falsas representaciones de las sectas místicas anteriores y la de los teóricos éticos del tiempo presente. Expliquemos primero las enseñanzas éticas sobre este punto.
Sus creencias parten de la antítesis existente entre Dios y el hombre. Dios es el Creador; el hombre, una criatura. Dios es infinito; el hombre es finito. Dios habita en lo eterno; el hombre habita en lo temporal. Dios es santo; el hombre es impío, etc. Mientras existan todos estos contrastes, así enseñan ellos, no puede haber unidad, no puede haber reconciliación, no puede haber armonía. Así como la filosofía panteísta acostumbraba a hablar de tres etapas sobre las cuales fluye el curso de la vida: primero, aquella de la proposición (tesis), luego aquella del contraste (antítesis), y finalmente, aquella de la reconciliación, combinación (síntesis)—de igual modo los éticos, enseñan que entre Dios y el hombre, existen estas tres: tesis, antítesis y síntesis.
En el primer lugar, está Dios. Ésta es la tesis, la proposición. Opuesto a esta tesis en Dios, la antítesis, el contraste, aparece en el hombre. Esta tesis y antítesis encuentran su reconciliación, síntesis, en el Mediador, quien es a la vez finito e infinito, quien carga con nuestra culpa, santo, temporal y eterno.
Es sólo recientemente que citamos la siguiente oración del pequeño libro del profesor Gunnings, “El Mediador entre Dios y el Hombre” (Pág. 28): “Jesucristo es el Mediador equidistante entre los judíos y los gentiles; y también entre todas las cosas que necesiten mediación y reconciliación; y entre Dios y el hombre, espíritu y cuerpo, cielo y tierra, tiempo y eternidad.”
Esta representación contiene el error fundamental de la teología ética. Ella interfiere con los límites que Dios ha establecido. Los borra. Provoca que finalmente todos los contrastes desaparezcan y, por este mismo hecho, se convierta, sin quererlo, en el instrumento divulgador del panteísmo de la escuela filosófica. Sin entender este sistema, uno puede enamorarse fuertemente de él. Este fermento panteísta está fuertemente asentado en nuestro corazón pecaminoso. Las aguas del panteísmo son dulces, su sabor religioso es peculiarmente agradable. Hay una intoxicación espiritual en este vaso; y una vez embriagado, el alma pierde su deseo por la sobria claridad de la divina Palabra. Para escapar de los embrujadores encantos panteístas, uno necesita la estimulación de una experiencia amarga. Una vez despierta, el alma se alarma ante el temible peligro a la cual la sirena lo expone.
No, el contraste entre Dios y el hombre no debe cesar; el contraste entre el cielo y la tierra no se puede colocar sobre la misma línea que la de los judíos y gentiles; el contraste entre lo finito e infinito no debe ser borrado por el Mediador. El tiempo y la eternidad no se deben establecer como idénticos. Deben ser traídos para la reconciliación por el pecador. Eso es todo y nada más. “Poner al alcance la reconciliación” es la obra asignada al Mediador y eso solamente. Y esa reconciliación no es entre el tiempo y la eternidad, el infinito y lo finito, sino exclusivamente entre una criatura pecaminosa y el Santo Creador. Es una reconciliación que no podría haber ocurrido si el hombre no hubiera caído; es necesaria solamente por su caída; una reconciliación no esencial al ser de Cristo, sino Suya per accidents, vale decir, por algo independiente de Su ser.
Y ya que la esencia de la verdadera santidad se basa no en la remoción de los límites y contrastes establecidos divinamente, sino en la profunda reverencia por la misma; y en este terreno, la criatura diferenciada del Creador, no se puede sentir a sí misma como uno con Él, sino absolutamente distinta de Él, queda en claro que este error de los éticos afecta la esencia de la santidad.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper