La Escritura enseña que fuera de Cristo somos objeto de su ira pero que en Cristo nos hacemos objeto de su amor
Aunque este modo de hablar sea debido al deseo de Dios de acomodarse a nosotros, sin embargo es muy verdad. Porque Dios, que es la suma de la justicia, no puede amar la iniquidad que ve en todos nosotros. Hay, pues, en nosotros materia y motivo para ser objeto de ira por parte de Dios. Por tanto, según la corrupción de nuestra naturaleza, y atendiendo asimismo a nuestra vida depravada, estamos realmente en desgracia ante Dios y sometidos a su ira, y hemos nacido para ser condenados al infierno. Mas como el Señor no quiere destruir en nosotros lo que es suyo propio, aún encuentra en nosotros algo que amar según su gran bondad. Porque por más pecadores que seamos por culpa nuestra, no dejamos de ser criaturas suyas; y por más que nos hayamos buscado la muerte, Él nos había creado para que viviésemos. Por eso se siente movido por el puro y gratuito amor que nos tiene, a admitirnos en su gracia y favor.
Desde luego existe una perpetua e irreconciliable enemistad entre la justicia y la maldad, en virtud de la cual, mientras permanecemos pecadores no nos puede Dios recibir en modo alguno. Por eso para suprimir todo motivo de diferencia y reconciliarnos enteramente con Él, poniendo delante la expiación que Jesucristo logró con su muerte, borra y destruye cuanta maldad hay en nosotros, para que aparezcamos justos y santos en su acatamiento en vez de manchados e impuros como antes. Por tanto es muy verdad que Dios Padre previene y anticipa con su amor la reconciliación que hace con nosotros en Cristo; o más bien, nos reconcilia con Él, porque nos ha amado primero (I Jn.4:19). Mas como hasta que Jesucristo nos socorre con su muerte, permanece en nosotros la iniquidad, que merece la indignación de Dios, y es maldita y condenada ante Él, no podemos lograr una firme y perfecta unión con Dios hasta que Cristo no nos une a Él. Realmente, si queremos tener entera seguridad de que Dios está aplacado y nos es propicio y favorable, es preciso que pongamos nuestros ojos y entendimientos solamente en Cristo; puesto que por Él solo, y por nadie más, alcanzamos que nuestros pecados no nos sean imputados, imputación que lleva consigo la ira de Dios.
Por esta causa dice san Pablo que el amor con que Dios nos amó antes de que el mundo fuese creado, se fundamenta en Cristo (Ef. 1:4).
Esta doctrina es clara y concuerda con la Escritura, y concilia muy bien los diversos lugares en los que se dice que Dios ha demostrado el amor que nos tiene en que entregó a su Hijo Unigénito para que muriese (Jn. 3:16); y que, sin embargo, era enemigo nuestro antes de que por la muerte de Jesucristo fuésemos reconciliados con Él (Rom. 5:10).
Testimonio de san Agustin. Mas, para que lo que decimos tenga mayor autoridad entre los que desean la aprobación de los doctores antiguos, alegaré solamente un pasaje de san Agustín, en el que enseña esto mismo.
«Incomprensible», dice, «e inmutable es el amor de Dios. Porque no comenzó a amarnos cuando fuimos reconciliados con Él por la sangre de su Hijo, sino que nos amó ya antes de la creación del mundo, a fin de que fuésemos sus hijos en unión con su Unigénito, incluso antes de que fuésemos algo. Respecto a que fuimos reconciliados por la muerte de Jesucristo, no se debe de entender como si Jesucristo nos hubiese reconciliado con el Padre para que éste nos comenzase a amar, porque antes nos odiase; sino que fuimos reconciliados con quien ya antes nos amaba, aunque por causa de nuestro pecado estaba enemistado con nosotros. El Apóstol es testigo de si afirmo la verdad o no: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom.5:8). Así que ya nos amaba cuando éramos enemigos suyos y vivíamos mal. Por tanto, de una admirable y divina manera, aun cuando nos aborrecía, ya nos amaba. Porque Él nos aborrecía en cuanto éramos como Él no nos había hecho, mas como la maldad no había deshecho del todo su obra, sabía muy bien aborrecer en nosotros lo que nosotros habíamos hecho, y a la vez amar lo que Él había hecho.» Tales son las palabras de san Agustín.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino