1ª Cor. 10:13 «No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir.»
Quinto Artículo de la Doctrina: De la perseverancia de los Santos.
No es la perseverancia del hombre, sino la perseverancia de Dios la que se nos asegura en las Escrituras. No es la fidelidad del hombre la cosa asegurada, sino la fidelidad de Dios. No es la inmutabilidad del hombre, sino la inmutabilidad de Dios.
El Quinto Artículo de la Doctrina, en su art. VIII, pone de relieve que los creyentes: «…consiguen todo esto no por sus méritos o fuerzas, sino de la misericordia gratuita de Dios, de tal manera que ni caen del todo de la fe y de la gracia, ni permanecen hasta el fin en la caída o se pierden. Lo cual, por lo que de ellos depende, no sólo podría ocurrir fácilmente, sino que realmente ocurriría. Pero por lo que respecta a Dios, no puede suceder de ninguna manera, por cuanto ni Su consejo puede ser alterado, ni rota Su promesa, ni revocada la vocación conforme a Su propósito, ni invalidado el mérito de Cristo, así como la intercesión y la protección del mismo, ni eliminada o destruida la confirmación del Espíritu Santo».
Una vez que comprendemos que Dios es el autor y consumador de nuestra redención, y que Él determinó el número y la identidad de los elegidos antes de la fundación del mundo, y que Él mismo obra el Nuevo Nacimiento en nosotros, y que Él lleva a cabo nuestro arrepentimiento y nuestra conversión, es imposible creer cualquier otra cosa que esta: Que cuando Dios ha hecho de nosotros una nueva creación, no permitirá que esta nueva creación sea destruida.
El propio Señor testificó esta verdad en la gran Oración Sacerdotal registrada en el capítulo 17 del Evangelio según Juan. En aquel tiempo, Jesús oró: «Padre Santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre… cuando estaba con ellos en el mundo, yo los guardé en tu nombre; …y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición, para que la Escritura se cumpliese» (vs. 11-12)
En esta oración, aprendemos ciertas verdades importantes. Primera: Dios ha dado a Cristo un número definido de personas. No intentamos hacer ningún cálculo de su número, ya que tal número solo es conocido por Dios. Estos son llamados elegidos, hijos de Dios, nacidos de nuevo, creyentes, ovejas y varias otras designaciones. Jesús se refirió a ellos como «los míos», ya que dijo: «Yo conozco a los míos y los míos me conocen.» Poco antes de la gran oración, Jesús había dicho: «No ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, ya que ellos son míos. Y todas las cosas mías son tuyas, y las tuyas son mías y yo soy glorificado en ellos» (Juan 17:9-10).
Segunda, Jesús afirma que ninguno de los tales se ha perdido y por tanto, que ninguno perecerá. En el capítulo 10 de Juan (vs.28-29), Jesús ya había indicado este hecho. Hablando de Sus ovejas, dijo: «Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.»
Tercera, Jesús declara que no han perecido, porque Él las ha guardado. El Malvado, el Tentador, ha buscado la forma de arrancarlas de Su mano, y busca continuamente a través de todas las edades arrancarlas de las manos de Cristo, pero el Tentador no puede triunfar, porque el Padre que es mayor que todos no permitirá que sean arrancadas. Habiendo discernido esta verdad procedente de la Palabra de Dios, nos preguntamos: ¿Por qué nuestros antepasados en la fe escogieron llamar a esta verdad la «perseverancia de los santos»? Nos ayudará a ello la comprensión de las palabras una a una.
El término «santo» era el favorito de Pablo, el apóstol lo utilizaba habitualmente como una forma de saludo, en sus epístolas que empiezan así: «A los santos en Roma; a los santos en Corinto; a los santos en Éfeso; a los santos en Filipos». Pablo también relata en el libro de los Hechos que él encarceló, antes de su conversión, a muchos de los «santos».
Leemos también, que muchos de los «santos» salieron de sus tumbas después de la resurrección de Cristo al tercer día.
Pero, ¿qué es un santo? Nuestro uso común del término, es escasamente correcto. Decimos de un hombre: «Es un santo». O de una mujer: «Es una santa». Y utilizando este término, nos referimos a alguna persona que ha dado una especial evidencia de santidad. Pero Pablo no restringe el uso del término «santo», ni lo hace nuestro moderno diccionario tampoco. El diccionario define a un santo como a alguien que es «una persona piadosa o pura, alguien que está regenerado y santificado o que ha emprendido su santificación».
Es preciso que no hagamos que el término signifique demasiado mucho o demasiado poco. Un santo es una persona regenerada; es decir, que ha nacido de nuevo. El mero hecho de que uno pueda asistir a un servicio ocasional de la iglesia, no significa que sea santo. El mero hecho de poder convertirse en un miembro de la iglesia visible en cierta ocasión determinada, no sirve, en sí mismo, para hacer que una persona se convierta en santa. El simple hecho de que uno pueda llamarse cristiano, tampoco sirve para hacerle un santo. Un santo es una persona que ha sido regenerada; ha nacido de nuevo. Dios ha producido en él un milagro y ha hecho de él una nueva criatura en Jesucristo nuestro Señor. «Y esta es la regeneración tal altamente celebrada en la Escritura y denominada una nueva creación: Una resurrección de la muerte; un vivir de nuevo que Dios ha producido en nosotros sin nuestra ayuda» (Tercero y Cuarto Títulos de la Doctrina, art. XII).
Pero hay más todavía. Según el diccionario, un santo no es solamente la persona que ha nacido de nuevo, sino que está «santificado o experimentando la santificación». Ahora bien, el diccionario es un tanto vago en este punto. Ninguno de nosotros está jamás completamente santificado en esta vida. Todos estamos experimentando el proceso de la santificación. Por tal motivo, queremos decir que todos los que son verdaderamente hijos de Dios, están creciendo diariamente, desarrollándose apartados del pecado y creciendo espiritualmente a la semejanza con Cristo.
Esta es la manifestación externa del nuevo nacimiento. Cuando vemos que nuestra conducta se hace más pura a diario; cuando los pecados que una vez cometimos ya no se cometen más; cuando nuestra palabra y nuestros pensamientos se van apartando del mundo y se vuelven más y más hacia Dios; cuando existe un deseo creciente dentro de nosotros de hacer la voluntad de Dios; cuando vemos estas cosas en nosotros, entonces sabemos que Dios ha implantado una nueva vida en nuestro interior, y que esa nueva vida crece.
Al mismo tiempo, esta definición se aplica a todo hijo de Dios. No meramente a unos pocos, ni a aquellos que fueron mártires, no sólo a aquellos que están sirviendo en el campo misionero, sino a todos los hombres, mujeres y niños que verdaderamente hayan nacido de nuevo en el Reino de Dios.
Y ahora, el término perseverancia. El diccionario establece que «perseverar es actuar con resolución a despecho de la oposición». Difícilmente podría construirse una mejor definición de la vida del cristiano: Actuar resueltamente a pesar de la oposición, a pesar de la oposición de la naturaleza pecaminosa que existe dentro de nosotros, a pesar de la oposición del mundo que nos rodea, a despecho de la oposición de las malicias espirituales que reinan en las altas esferas, a pesar de la oposición de Satán y de las huestes de los demonios, a pesar de la oposición de los poderes y principados de las tinieblas, a pesar de todo esto, el cristiano persevera; continúa resueltamente en su nueva vida y en la fe que una vez por todas fue dada a los santos y en la adoración y el servicio de Dios. Esta es la perseverancia de los santos.
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Extracto del libro: “La fe más profunda” escrito por Gordon Girod