En BOLETÍN SEMANAL

La Fe Reformada declara que Dios no es gobernado por nada que el hombre pueda desear, querer, esperar o temer, sino por Su propia buena voluntad. Nosotros nos unimos al salmista (115:3), diciendo: «Nuestro Dios está en los cielos; Él ha hecho lo que le ha placido.»

Esta doctrina es repulsiva no solamente para el mundo, sino (y esto es significativo) para muchos que profesan ser hijos de Dios. Particularmente se resienten de sus consecuencias en cuanto al tema de la salvación. Declaran que el hombre, y sólo el hombre, tiene que determinar si ha de ser salvado.

Cuán fácilmente se apartan de la Palabra de Dios, los que declaran: «Porque como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere» (Juan 5:21). Rehúsan creer que no es la voluntad del hombre, sino la voluntad de Dios la que determina la cuestión de la salvación. No creen que Dios «hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Efesios 1:11).

«Los que murmuran ante la libre gracia de la elección y la justa severidad de la reprobación contestamos con el apóstol: “Quién eres tú para que alterques con Dios? (Romanos 9:20); y citamos el lenguaje de nuestro Salvador: “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?” (Mateo 20:15). En consecuencia, con santa adoración de estos misterios, nosotros exclamamos en las palabras del apóstol: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a El primero para que le fuese recompensado? Porque de Él, y por Él, para Él, son todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos 11:33-36)» (Primer Título de la Doctrina, art. XVIII).

Después, la Fe Reformada declara una tercera «terrible verdad». La Fe Reformada declara que Cristo murió para salvar a Su Pueblo de sus pecados. Esto es precisamente lo que el ángel Gabriel dijo: «Le pondrás por nombre Jesús, ya que Él salvará a su pueblo de sus pecados.» Tomemos nota del énfasis. El ángel Gabriel no dice que Él salvará a todo el pueblo de su pecado. Por el contrario, Gabriel dijo que Él salvaría a Su pueblo de sus pecados (Mateo 1:21).

Jesús declaró la misma verdad, cuando dijo de Sí mismo: «Entrego mi vida por las ovejas» (Juan 10:15). Pero el mundo no está poblado solamente por ovejas. El mundo ni siquiera estuvo primariamente poblado con las ovejas. Por el contrario, sabemos que en el día del juicio toda la raza humana será dividida en dos grandes bandos, el uno formado por las «ovejas», y el otro constituido por las «cabras». Y Jesús dijo: «Yo doy mi vida por las ovejas.»

Sabemos que todos los hombres no se salvan, sin embargo, el arminiano nos dice que Cristo murió por todos los hombres. Si todos no van a ser salvos, ello significaría que la muerte de Cristo no salva verdaderamente. Sólo podría significar que Cristo «no llevó plenamente en su propio cuerpo nuestro pecado». Sólo podría significar que Cristo no pagó verdaderamente todo el precio del pecado.

¿Por qué es esto así? Porque si Cristo pagó el precio del pecado, entonces ya no estamos más bajo la condenación de Dios. Esto es lo que Pablo dijo: «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Romanos 8:1). Dios no exige un doble precio por el pecado, ya no hay más precio que tenga que ser pagado. Yo soy libre. Y ya no estoy más bajo la condenación de Dios.

«La muerte del Hijo de Dios es el único y más perfecto sacrificio y satisfacción por el pecado; es de infinito valor, abundantemente suficiente para expiar los pecados de todo el mundo.» Esto tenemos que mantenerlo como lo hace la Palabra de Dios, pero nuevamente, tenemos que comprenderlo en la luz de la totalidad de la Palabra, la cual también aclara que «éste fue el soberano designio y la más graciosa voluntad y propósito de Dios Padre, que la completa y salvadora eficacia de la preciosa muerte de su Hijo se extendiera a todos los elegidos», y solamente a ellos, ya que se otorga «sobre ellos solamente el don de la fe justificante» (Segundo Título de la Doctrina, arts. III y VIII).

Esta es, en consecuencia, la tercera «terrible verdad» expresada por la Fe Reformada: Que Cristo no murió en vano; que Su sangre salva verdaderamente; que Su muerte pagó realmente el precio del pecado; que Su muerte fue una muerte perfecta; y que Su sacrificio fue un perfecto sacrificio, y que el precio del pecado fue pagado de una vez y para siempre.

La cuarta «terrible verdad» que queda declarada por la Fe Reformada, es que el hombre puede ser salvado solamente por la acción del Espíritu Santo. Creemos que solamente el Espíritu Santo puede obrar tal milagro en el corazón humano, por el cual somos nacidos de nuevo. Y esto es precisamente lo que dijo Jesús, ya que en el Evangelio según Juan leemos: «Es el Espíritu el que da vida… Nadie puede venir a mí si no le ha sido dado del Padre» (Juan 6:63-65).

Tal vez has oído numerosos sermones acerca del texto tan conocido, tomado de la conversación de Jesús con Nicodemo. Jesús dijo: «Tenéis que nacer de nuevo.» Jesús también declaró a Nicodemo: «El que no nace de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Juan 3:3-8). Pero, ¿cómo se produce el nuevo nacimiento? ¿Cómo un hombre puede nacer de nuevo por obra del Espíritu? He aquí de nuevo la Palabra de Dios: «Los cuales no han sido engendrados de sangre ni de voluntad de carne ni de voluntad de varón sino de Dios» (Juan 1:13). ¡No de voluntad de hombre! Para muchos estas palabras se han convertido en una piedra de tropiezo. ¡No de la voluntad del hombre! Estas palabras aplastan el orgullo humano hasta el suelo. Entierran el egotismo humano en el polvo.

No fue mi voluntad la que hizo que fuera salvo, sino la voluntad de Dios. «Vosotros no me habéis elegido» dijo Jesús, «sino que yo os elegí a vosotros». O como Juan dice en su Epístola: «Nosotros le amamos a El porque El nos amó primero».

Como dice la Confesión de Fe Reformada proclamada en Dort: «Los creyentes no pueden comprender de una manera perfecta en esta vida el modo cómo se realiza esta acción; mientras tanto, se dan por contentos con saber y sentir que por medio de esta gracia de Dios creen con el corazón y aman a su Salvador» (Tercero y Cuarto Títulos de la Doctrina).

«Si yo he venido a la convicción de mis pecados, es porque el Espíritu Santo me llevó a tal convicción. Si yo he sido conducido a arrepentirme de mis pecados, es el Espíritu Santo quien me ha inclinado al arrepentimiento. Si tengo fe dentro de mi corazón, es porque el Espíritu Santo ha puesto esa fe dentro de mi corazón. Por tanto, no puedo tener orgullo. No puedo jactarme del hecho de que yo conozco mi pecado y me arrepiento; sólo el Espíritu Santo podría hacerme conocer tal pecado y concederme la gracia necesaria para el arrepentimiento» (Juan 16:7-11). «No puedo enorgullecerme de mi fe, porque si hay fe en mi corazón para creer en la persona y en la obra de Jesucristo, es el don de Dios» (Efesios 2:8).

Todo lo que queda por hacer de mi parte, es cantar el querido y antiguo himno:

          La cruz sangrienta al contemplar,

Do el Rey de gloria padeció,

Riquezas quiero despreciar

Y a mi soberbia tengo horror.

Mi gloria y mi blasón será

La cruz bendita del Señor,

Y lo que di a la vanidad

Se lo dedico con amor.

          Aquí lo tenemos: «Impídeme, Señor, jactarme.» «…Y a mi soberbia tengo horror.» Oh, esto es muy duro de hacer para el hombre. El hombre desea sentir que ha tenido una parte en su propia salvación.

Esta es la cuarta «terrible verdad» expuesta por la Fe Reformada. La Fe Reformada declara que el Espíritu Santo de Dios es responsable, el único responsable del cumplimiento de la obra de la redención en nuestras vidas. Por consecuencia, damos a Dios toda la gloria, ahora y para siempre. Decimos con el apóstol: «El que se gloría, gloríese en el Señor», en lo que El nos ha traído, y en lo que El ha hecho por nosotros.

La Fe Reformada, todavía declara una quinta «terrible verdad». La Fe Reformada afirma que somos salvados por gracia, y solamente por gracia. Este es el gran principio por el cual Martín Lutero rompió con la Iglesia de Roma: la salvación por gracia mediante la fe solamente.

Creemos que nuestra salvación es el don de Dios y que es el don de Dios gratuito e inmerecido. No creemos que hemos sido salvos por algo que hicimos, por algo que estamos haciendo, ni por nada que podamos hacer jamás. Nuestra salvación no es por obras, dice Pablo, para que nadie se gloríe. Tampoco creemos que hemos sido salvados por algo que creímos. Tenemos que creer; es preciso que tengamos fe; pero no podemos tomar ningún crédito personal, ni siquiera por nuestra fe, ya que incluso nuestra fe es un don de Dios.

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Extracto del libro: “La fe más profunda” escrito por  Gordon Girod

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