Primeramente tengo que reconocer que no hay esfuerzo humano, ni de pastores ni de padres de familia, que pueda ser eficaz para llevar un alma al conocimiento salvador de Dios en Cristo sin la colaboración de las influencias transformadoras del Espíritu Santo. No obstante, sabes muy bien, y espero que seriamente consideres, que esto no debilita tu obligación de usar con mucha diligencia los medios correctos. El gran Dios ha declarado las reglas de operación en el mundo de la gracia, al igual que en la naturaleza. Aunque no se limita a ellas, sería arrogante y destructivo de nuestra parte esperar que se desvíe de ellas a favor de nosotros o de los nuestros.
Vivimos no sólo de pan, “sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt. 4:4). Si el Señor ha determinado continuar tu vida o la vida de tus hijos, sin duda te alimentará o sostendrá con sus milagros. No obstante, estás obligado a procurar con prudencia tu pan cotidiano. Concluirías, y con razón, que si dejaras de alimentar a tu hijo, serías culpable de homicidio delante de Dios y del hombre; por tanto no debes creer que puedes dar la excusa de que encargas tu hijo al cuidado divino mientras tu lo dejas desamparado sin suministrar nada de ayuda humana. Tal pretexto sólo añadiría impiedad a tu crueldad y sólo serviría para empeorar el crimen que quieres excusar. Así de absurdo sería que nos engañáramos con la esperanza de que nuestros hijos fueran enseñados por Dios, y regenerados y santificados por las influencias de su gracia, si descuidamos el cuidado prudente y cristiano de su educación que quiero ahora describir y recomendar…
- La devoción a Dios
Los niños deben, sin lugar a dudas, ser criados en el camino de la piedad y devoción a Dios. Esto, como bien sabes, es la suma y el fundamento de todo lo que es realmente bueno. “El principio de la sabiduría es el temor de Jehová” (Sal. 111:10). El salmista, por lo tanto, invita a los hijos a acercarse a Él con la promesa de instruirlos en ella: “Venid, hijos, oídme; el temor de Jehová os enseñaré” (Sal. 34:11). Y algunas nociones correctas del Ser Supremo deben ser implantadas en la mente de los hijos antes de que pueda haber un fundamento razonable para enseñarles las doctrinas que se refieren particularmente a Cristo como el Mediador. “Porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Heb. 11:6).
La prueba de la existencia de Dios y algunos de los atributos de la naturaleza divina que más nos preocupan dependen de principios tan sencillos que aun las mentes más simples pueden comprenderlos. El niño aprenderá fácilmente que como cada casa es construida por algún hombre y que no puede haber una obra sin un autor, así también el que construyó todas las cosas es Dios. Partiendo de la idea obvia de que Dios es el Hacedor de todo, podemos presentarlo con naturalidad como sumamente grande y sumamente bueno, a fin de que aprendan a reverenciarlo y amarlo.
Es de mucha importancia que los niños sean llenos de un sentido de maravilla hacia Dios y una veneración humilde ante sus perfecciones y sus glorias. Por lo tanto, es necesario presentárselos como el gran Señor de todo. Y cuando les mencionamos otros agentes invisibles, sean ángeles o demonios, debemos siempre presentarlos como seres enteramente bajo el gobierno y control de Dios…
Tenemos que ser particularmente cautos cuando les enseñamos a estos infantes a pronunciar ese nombre grande y temible: El Señor nuestro Dios; que no lo tomen en vano, sino que lo utilicen con la solemnidad que corresponde, recordando que nosotros y ellos no somos más que polvo y cenizas delante de Él. Me causa gran placer cuando oigo a los pequeños hablar del Dios grande, del Dios santo, del Dios glorioso, como sucede a veces; esto lo considero como una prueba de la gran sabiduría y piedad de los que tienen a su cargo su educación.
Pero hemos de tener mucho cuidado de no limitar nuestras palabras a esos conceptos extraordinarios, no sea que el temor a Dios los domine tanto que sus excelencias los lleve a tener miedo de acercarse a Él. Hemos de describirlo, no sólo como el más grande, sino también el mejor de los seres. Debemos enseñarles a conocerlo por el nombre más alentador de: “¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado” (Éx. 34:6-7). Debemos presentarlo como el padre universal, bondadoso, indulgente, que ama a sus criaturas y por medios correctos les provee lo necesario para su felicidad. Y debemos presentar, particularmente, su bondad hacia ellos: Con qué más que su ternura paternal protegió sus cunas, con qué más que compasión escuchó sus débiles llantos antes de que sus pensamientos infantiles pudieran dar forma a una oración. Tenemos que decirles que viven cada momento dependiendo de Dios y que todo nuestro cariño por ellos no es más que el que él pone en nuestro corazón y que nuestro poder para ayudarles no es más que el que él coloca en nuestras manos. Hemos también de recordarles solemnemente que, en poco tiempo, sus espíritus regresarán a este Dios. Así como ahora el Señor está siempre con ellos y sabe todo lo que hacen, dicen o piensan, traerá toda obra a juicio y los hará felices o infelices para siempre, según son, en general, encontrados obedientes o rebeldes. Debemos presentarles también las descripciones más vívidas y emocionantes que las Escrituras nos dan del cielo y el infierno, animándolos a que reflexionen en ellos.
Cuando pones tal cimiento creyendo en la existencia y providencia de Dios y en un estado futuro de recompensas al igual que de castigos, debes enseñarle a los niños los deberes que tienen hacia Dios. Debes enseñarles particularmente a orar a Él y a alabarle. Lo mejor de todo sería que, con un profundo sentido de las perfecciones de Dios y las necesidades de ellos, pudieran volcar sus almas delante de Él usando sus propias palabras, aunque sean débiles y entrecortadas. Pero tienes que reconocer que hasta que pueda esperarse esto de ellos, es muy apropiado enseñarles algunas formas de oración y acción de gracias, que consistan en pasajes sencillos y claros o de otras expresiones que les son familiares y que se ajustan mejor a sus circunstancias y su comprensión…
- 2. La fe en el Señor Jesucristo
Hay que criar a los hijos en el camino de la fe en el Señor Jesucristo. Sabéis, mis amigos, y espero que muchos lo sepan por la experiencia cotidiana de gozo en sus almas, que Cristo es “el camino, la verdad, y la vida” (Jn. 14:6). Es por Él que podemos acercarnos a Dios confiadamente, que de otro modo es “un fuego consumidor” (He. 12:29). Por lo tanto, es de suma importancia guiar a los niños lo más pronto posible hacia el conocimiento de Cristo, que es sin duda, una parte considerable de la “disciplina y amonestación” del Señor que el Apóstol recomienda y que quizá fue lo que intentó decir con esas palabras (Ef. 6:4).
Por lo tanto, tenemos que enseñarles lo antes posible que los primeros padres de la raza humana se rebelaron contra Dios y se sometieron a sí mismos y a sus descendientes a la ira y maldición divina (Gn. 1-3). Debes explicarles las terribles consecuencias de esto y esforzarse por convencerlos de que ellos se hacen responsables de desagradar a Dios —¡cosa terrible!— por sus propias culpas. De este modo, por medio del conocimiento de la Ley, abrimos el camino al evangelio, a las nuevas gozosas de la liberación por medio de Cristo.
Al ir presentando esto, hemos de tener sumo cuidado de no llenarles la mente con una antipatía hacia una persona sagrada mientras tratamos de atraerlos hacia otra. El Padre no debe ser presentado como severo y casi implacable, convencido casi por fuerza, por la intercesión de su Hijo compasivo, a ser misericordioso y perdonador. Al contrario, hemos de hablar de Él como la fuente llena de bondad, que tuvo compasión de nosotros en nuestro sufrimiento impotente, cuyo brazo todopoderoso se extendió para salvarnos, cuyos consejos eternos de sabiduría y amor dieron forma a ese importante plan, al cual debemos toda nuestra esperanza. Os he mostrado que ésta es la doctrina bíblica. Debemos enseñarla a nuestros niños a una edad temprana y enseñar lo que era ese plan, en la medida que sean capaces de recibirlo y nosotros capaces de explicarlo. Debemos decirles repetidamente que Dios es tan santo, tan generoso que, en lugar de destruir con una mano o con la otra dejar sin castigo al pecado, hizo que su propio Hijo asumiera un sacrificio por ellos, haciendo que Cristo, su Hijo, se humillara a fin de que nosotros pudiéramos ser exaltados, que muriera a fin de que nosotros pudiéramos vivir.
También hemos de presentarles —¡con santa admiración y gozo!— con cuánta disposición consintió el Señor Jesucristo procurar nuestra liberación de un modo tan caro. ¡Con cuánta alegría dijo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (He. 10:7-9)! Para mostrar el valor de este asombroso amor, debemos esforzarnos, según nuestra débil capacidad, por enseñarles quién es este Redentor compasivo, presentarles algo de su gloria como Hijo eterno de Dios y el gran Señor de ángeles y hombres. Hemos de instruirles en su asombrosa condescendencia al dejar la gloria para venir y ser un niño pequeño, débil e indefenso, y luego un hombre afligido y cubierto de dolores. Hemos de guiarlos al conocimiento de esas circunstancias en la historia de Jesús que tengan el impacto más grande sobre su mente y para inculcarles desde pequeños, un sentido de gratitud y amor por Él. Hemos de contarles cuán pobre se hizo a fin de enriquecernos a nosotros, con cuánta diligencia anduvo haciendo el bien, con cuánta disposición predicaba el evangelio a los más humildes. Debemos contarles especialmente lo bueno que era con los niños y cómo mostró su desagrado a sus discípulos cuando trataban de impedir que se acercaran a Él. La Biblia dice expresamente que Jesús estaba muy disgustado y dijo: “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios” (Lc. 18:16), un momento tierno que quizá quedó registrado, por lo menos en parte, por esta razón: Que los niños de épocas venideras lo conocieran y se vieran afectados por Él.
Por medio de estas escenas de la vida de Jesús, hemos de guiarlos a conocer su muerte. Hemos de mostrarles con cuánta facilidad hubiera podido librarse de esa muerte —de lo cual dio clara evidencia de que hubiera podido aniquilar con una palabra a los que llegaron para apresarlo (Jn. 18:6)—, pero con cuánta paciencia se sometió a las heridas más crueles: Ser azotado y dejar que lo escupieran, ser coronado de espinas y cargar su cruz. Hemos de mostrarles cómo esta Persona divina inocente y santa fue llevada como un cordero el matadero y, mientras los soldados clavaban con clavos, en lugar de cargarlos de maldiciones, oró por ellos diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23:34). Y cuando sus pequeños corazones se hayan maravillado y derretido ante una historia tan extraña, hemos de contarles que sufrió, sangró y murió por nosotros, recordándoles con frecuencia cómo están ellos incluidos en esos sucesos.
Hemos de guiar sus pensamientos, a fin de que vean la gloria de la resurrección y ascensión de Cristo, y contarles con cuánta bondad todavía recuerda a su pueblo en medio de su exaltación, defendiendo la causa de criaturas pecadoras y utilizando su interés en el Tribunal del cielo para procurar la vida y gloria para todos los que creen en Él y lo aman.
Hemos luego de seguir instruyéndoles en los detalles de la obediencia por la cual la sinceridad de nuestra fe y nuestro amor recibirá aprobación. A la vez, tenemos que recordarles su propia debilidad y contarles cómo Dios nos ayuda enviando su Espíritu Santo a morar en nuestro corazón para hacernos aptos para toda palabra y obra buena. ¡Es una lección importante sin la cual nuestra enseñanza será en vano y lo que ellos oigan será igualmente en vano!
Tomado de The Godly Family (La familia piadosa) reimpreso por Soli Deo Gloria, una división de Reformation Heritage Books, www.heritagebooks.org.
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Philip Doddridge (1702-1751): Pastor inglés no conformista, prolífico autor y escritor de himnos; nacido en Londres, Inglaterra.
Aprende a decirles “No” a tus hijos. Demuéstrales que puedes negarte a aceptar todo lo que consideras que no es bueno para ellos. Demuéstrales que estás listo para castigar la desobediencia y que cuando hablas de castigo, no sólo estás listo para amenazar, sino también para actuar.
— J. C. Ryle