La Iglesia del Señor Jesucristo fue instituida en este mundo pecador para procurar su conversión. Hace dos mil años recibió el mandato: “Predicad el evangelio a toda criatura” (Mr. 16:15). Debe su tiempo, talentos y recursos a su Señor, para cumplir su propósito. No obstante, “el mundo entero está bajo el maligno” (1 Jn. 5:19). Pocos, comparativamente hablando, han oído “el nombre de Jesús” (Hch. 19:5); “que hay un Espíritu Santo” (Hch. 19:2) o que existe un Dios que gobierna en la tierra (Ap. 19:6).
En esta condición moral que afecta a este mundo, los amigos de Cristo han de considerar seriamente las preguntas: “¿No tenemos algo más que hacer? ¿No hay algún gran deber que hemos pasado por alto; algún pacto que hemos hecho con nuestro Señor que no hemos cumplido?”. Encontramos la respuesta si observamos a los hijos de padres cristianos, quienes han profesado dedicar todo a Dios pero que, mayormente, han descuidado educar a sus hijos con el propósito expreso de servir a Cristo en la extensión de su reino.Dijo cierta madre cristiana, cuyo corazón está profundamente interesado en este tema: “Me temo que muchos de nosotros pensamos que nuestro deber parental se limita a labores en pro de la salvación de nuestros hijos; que hemos orado por ellos sólo que sean salvos; los hemos instruido sólo para que sean salvos”. Pero si ardiera en nuestro corazón, como una flama inextinguible, el anhelo ferviente por la gloria de nuestro Redentor y por la salvación de las almas, las oraciones más sinceras desde su nacimiento serían que, no sólo ellos mismos sean salvos, sino que fueran instrumentos usados para salvar a otros.
En lo que respecta al servicio de Cristo, parece ser que consiste en llegar a ser creyente, profesar la fe, cuidar el alma de uno mismo, mantener una buena reputación en la iglesia, querer lo mejor para la causa de Cristo, ofrendar cuanto sea conveniente para su extensión y, al final, dejar piadosamente este mundo y ser feliz en el cielo. De este modo, pasa una generación y viene otra para vivir y morir de la misma manera (Ec. 1:4). Y realmente la tierra “permanece para siempre” y la masa de su población sigue en ruinas, si los cristianos siguen viviendo así.
Existe pues, la necesidad de apelar a los padres de familia cristianos, en vista de la actual condición del mundo. Elevas tus oraciones y das una porción de tu dinero. Pero, como dijera la creyente ya citada: “¿Qué padre cariñoso no ama a sus hijos más que a su dinero? ¿Y por qué no han de darse a Cristo estos tesoros vivientes?”. Este procurar lo nuestro, no las cosas que son de Cristo (Fil. 2:21), debe terminar, si es que alguna vez el mundo se convertirá. Debemos poner manos a la obra y enseñar a nuestros hijos a conducirse con fidelidad, de acuerdo con ese versículo: “Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”(2 Co. 5:15).
Entiéndanos. No decimos que dediques tus hijos a la causa de la obra misionera exclusivamente o a alguna obra de beneficencia. Debes dejar su designación al “Señor de la mies” (Mt. 9:38). Él les asignará sus posiciones, sean públicas o privadas; esferas de extensa o limitada influencia, según le parezca bien (1 Cr. 19:13). Tu deber es realizar todo lo que incluye el requerimiento de criad a vuestros hijos “en disciplina y amonestación del Señor” (Ef. 6:4) con la seguridad de que llegará el momento cuando la voz del Señor diga, con respecto a cada uno: “El Señor lo necesita” (Mr. 11:3) y será guiado hacia esa posición en la que al Señor le placerá bendecirlo. Y si es alejada y humilde o pública y eminente, esté seguro de esto: Encontrará suficiente trabajo asignado a él y suficientes obligaciones designadas a él, como para mantenerlo de rodillas, buscando gracia para fortalecerlo y para pedir el empleo intenso y diligente de todos sus poderes mientras viva.
La mejor preparación para servicio
Por lo tanto, padres cristianos, una pregunta interesante es: “¿Qué cualidades prepararán mejor a nuestros hijos para ser siervos eficaces de Cristo?”. Hay muchas relacionadas con el corazón, la mente y la constitución física.
- Ante todo, piedad.
Deben amar fervientemente a Cristo y su Reino; consagrarse de corazón a su obra y estar listos para negarse a sí mismos y sacrificarse en la obra a la cual Él puede llamarlos. Debe ser una piedad sobresaliente, “pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo” (Fil. 3:7).
Dijo una mujer, actualmente esposa de un misionero americano: “Hacer y recibir visitas, intercambiar saludos cordiales, ocuparse de la ropa, cultivar un jardín, leer libros buenos y entretenidos y, aun, asistir a reuniones religiosas para complacerme a mí misma, nada de esto me satisface. Quiero estar donde cada detalle se relacione, constantemente y sin reservas, con la eternidad. En el campo misionero espero encontrar pruebas y obstáculos nuevos e inesperados; aun así, escojo estar allí acompañando a mi esposo y, en lugar de pensar que es difícil sacrificar mi hogar y mi patria, siento que debo volar como un pájaro hacia aquella montaña” (Ver Salmo 11:1).
Una piedad tal que brilla y anhela vivir, trabajar y sufrir para Cristo es la primera y gran cualidad para inculcar en tu hijo. Es necesario actuar eficazmente para Cristo en cualquier parte, en casa o fuera; en un ámbito elevado o en uno humilde. El Señor Jesús no tiene trabajo adaptado a los cristianos que viven en “un pobre estado moribundo” con el cual tantos se conforman. Es todo trabajo para aquellos que viven “en la gracia que es en Cristo Jesús” (2 Ti. 2:1) y están dispuestos y decididos a ser “fieles hasta la muerte” (Ap. 2:10).
- 2. Cualidades intelectuales.
Es error de algunos pensar que bastan cualidades mediocres para “la obra de Cristo”. ¿Han de contentarse los cristianos con éstas en los negocios del Reino de Cristo, cuando los hombres del mundo no las aceptan en sus negocios? Ten cuidado de pervertir tu dependencia de la ayuda divina, confiando que la calidez de tu corazón compense tu falta de conocimiento. El mandato: “Amarás al Señor tu Dios con toda tu mente” se aplica tanto a la obra del Señor como al amor a Él. Tu hijo necesita una mente bien equilibrada y cultivada, tanto como necesita un corazón piadoso. No permitas que tus anhelos por hacer el bien, se vean frustrados debido a tu negligencia en ofrecerle una educación intelectual. No estamos diciendo que no envíes a todos tus hijos a la universidad y a todas tus hijas a academias para señoritas, sino que los prepares para hacer frente a las ideologías de este mundo que están bajo el dominio del pecado en cualquier parte; y los tienes que equipar provistos de cualidades intelectuales nada despreciables.
- 3. Cualidades relacionadas con la constitución física.
Los intereses de la obra del Señor han sufrido ya bastante por el quebrantamiento físico y la muerte prematura de jóvenes que prometían mucho. No dediques un hijo débil y enfermizo al ministerio porque no es lo suficientemente robusto como para tener un empleo o profesión secular. Nadie necesita una salud de hierro más que los pastores y misioneros. “Cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es malo?” (Mal. 1:8). Tienes una hija a quien la Providencia puede llamar a los sacrificios de acompañar a su esposo a la vida misionera. No la críes dándole todos los caprichos, ni la dejes caer en hábitos y modas que dañan la salud, ni que llegue a ser una mujer “que nunca la planta de su pie intentaría sentar sobre la tierra, de pura delicadeza y ternura” (Dt. 28:56), que queda suelta a una sensibilidad morbosa o a un temperamento nervioso lleno de altibajos. ¿Te contentarías con dar semejante ofrenda al Rey de Sión? ¿Sería una bondad para con ella, quien puede ser llamada a sufrir mucho y a quien le faltará la capacidad de resistencia, al igual que de acción que puede ser adquirida por medio de una buena educación física? No; dedica “a Cristo y la Iglesia” a tus “jóvenes que son fuertes” (1 Jn. 2:14) y tus hijas preparadas para ser sus compañeras en las obras y los sufrimientos en Nombre de Cristo.
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Edward W. Hooker (1794-1875): Pastor norteamericano, autor congregacionalista y profesor de retórica e historia eclesiástica; nacido en Goshen, Connecticut, Estados Unidos.