En BOLETÍN SEMANAL

  Hablaremos ahora más particularmente de los deberes de los padres en educar a sus hijos e hijas para la obra de Cristo.

1.– Ora mucho, con respecto a la gran obra que tienes entre manos. “Para estas cosas, ¿quién es suficiente?” (2 Co. 2:16), te preguntarás…. Pero Dios dice: “Bástate mi gracia” (2 Co. 12:9). Mantente cerca del Trono de gracia con el peso de este importante asunto sobre tu espíritu. La mitad de tu trabajo debes hacerlo en tu cámara de oración. Si fallas allí, fallarás en todo lo que haces fuera de ella. Tienes que contar con sabiduría de lo Alto para poder formar siervos para el Altísimo. Mantente en comunión con Dios respecto al caso particular de cada uno de tus hijos. Al hacerlo, obtendrás perspectivas de tu deber que nunca podrías haber obtenido por medio de la sabiduría humana y sentirás motivos que en ninguna otra parte se apreciarían debidamente. Sin duda, en el Día final se revelarán las actas de memorias de padres de familia cristianos con Dios, con respecto a sus hijos, que explicarán gozosamente el secreto de su devoción y de lo útiles que fueron. Se sabrá entonces más de lo que se puede saber ahora, especialmente en cuanto a las oraciones de las madres.  

2.– Cultiva una tierna sensibilidad hacia tu responsabilidad como padre. Dios te hace responsable del carácter de tus hijos con relación a su fidelidad en usar los dones que les ha dado. Tu vas a “rendir cuentas” en el Día del juicio por lo que haces o no haces, para formar correctamente el carácter de tus hijos. Puedes educarlos de tal manera que, por la gracia santificadora de Dios, sean los instrumentos para salvación de cientos, sí, de miles, o que por descuidarlos, cientos, miles se pierdan y la sangre de ellos esté en tus manos. No puedes desligarte de esta responsabilidad. Debes actuar bajo ella y encontrarte con ella “en el juicio”. Recuerda esto con un temor piadoso, a la vez que “exhórtate en el nombre del Señor”. Si eres fiel en tu cámara de oración y en hacer lo que allí reconoces como tu deber, encontrarás la gracia para sostenerte. Y el pensamiento será delicioso, al igual que solemne: “Se me permite enseñar a estos inmortales a glorificar a Dios por medio de la salvación de sus almas”.

3,– Mantén un espíritu constante. Tu alma debe estar sana y debe prosperar; debe arder con amor para Cristo y su Reino, y todas tus enseñanzas tienen que ser avaladas por un ejemplo piadoso, si es que a de guiar a sus hijos a vivir devotamente. Alguien le preguntó al padre de numerosos hijos, la mayoría de ellos consagrados al Señor: ¿Qué medios ha usado con sus hijos? Y él respondió: He procurado vivir de tal manera, que les mostrara que mi propio gran propósito es ir al cielo y llevármelos conmigo.

4.- Empieza temprano a instruirlos en la fe. Permanece atento para ver las oportunidades para esto en todas las etapas de la niñez. Las impresiones tempranas duran toda la vida, aun cuando las posteriores desaparecen. Dijo un misionero americano: “Recuerdo particularmente que cierta vez, estando yo sentado en la puerta, mi madre se acercó y me habló tiernamente acerca de Dios y de asuntos relacionados con mi alma, y sus lágrimas cayeron sobre mi cabeza. Eso me convirtió en un misionero”. Cecil dice: “Tuve una madre piadosa, siempre me daba consejos. Nunca me podía librar de ellos. Yo era un inconverso profeso, pero en aquel entonces, prefería ser un inconverso con compañía que estar solo. Me sentía desdichado cuando estaba solo. La influencia de los padres se aferra al hombre; lo acosa; se pone continuamente en su camino”. John Newton nunca pudo quitarse las impresiones que dejaron en él las enseñanzas de su madre.

5.- Procura la conversión temprana de sus hijos. Considere cada día que siguen sin Cristo como un aumento del peligro en que están y la culpa que llevan. Cuenta un misionero: “Alguien le preguntó a cierta madre que había criado a muchos hijos, todos de los cuales eran creyentes consagrados, qué medios había usado para lograr su conversión. Ella respondió: ‘Sentía que si no se convertían antes de los siete u ocho años, probablemente se perderían y cuando llegaban a esa edad, yo me angustiaba ante la posibilidad de que pasaran impenitentes a la eternidad y me acercaba al Señor con mi angustia. Él no rechazó mis oraciones ni me negó su misericordia”. Ore por esto: “Levántate, da voces en la noche, al comenzar las vigilias; derrama como agua tu corazón ante la presencia del Señor;  alza tus manos a él implorando la vida de tus pequeñitos” (Lm. 2:19). Espere el don temprano de gracia divina basado en promesas como ésta:

“Mi Espíritu derramaré sobre tu generación, y mi bendición sobre tus renuevos; y brotarán entre hierba, como sauces junto a las riberas de las aguas. Este dirá: Yo soy de Jehová; el otro se llamará del nombre de Jacob, y otro escribirá con su mano: A Jehová, y se apellidará con el nombre de Israel” (Is. 44:3-5).

La historia de algunas familias es un deleitoso cumplimiento de esta promesa. Los corazones jóvenes son los mejores en los cuales echar, profunda y ampliamente, los fundamentos de una vida útil. No se puede esperar que tu hijo haga nada para Cristo hasta no verlo al pie de la cruz, arrepentido, creyendo y consagrándose al Señor.

Algunos suponen que la fe cristiana no puede penetrar la mente del niño; que se requiere haber llegado a una edad madura para arrepentirse y creer el evangelio (Mr. 1:15). Por lo tanto, el niño creyente es considerado, muchas veces, como un prodigio y que la gracia en un alma joven es una dispensación de la misericordia divina demasiado inusual como para esperar que suceda normalmente. “Padres”, decía cierta madre, “trabajad y orad por la conversión de vuestros hijos”. Hemos visto a padres llorando por la muerte de sus hijos de cuatro, cinco, seis, siete años, quienes no parecían sentir ninguna inquietud acerca de si habrían muerto en un estado espiritual seguro y no sentían ningún auto reproche por haber sido negligentes en procurar su conversión. Es un hecho interesante y serio, en relación con la negligencia de los padres, que se ha sabido de niños menores de cuatro años que han sentido convicciones profundas de haber pecado contra Dios y de su estado perdido, se han arrepentido de sus pecados, han creído en Cristo, han demostrado su amor por Dios y han dado todas las evidencias de la gracia que se observan en personas adultas. El biógrafo de la fallecida Sra. Huntington relata que, escribiéndole ella a su hijo, “habla de tener un recuerdo vívido en su mente de una solemne consulta cuando tenía unos tres años de edad con respecto a que si fue mejor ser creyente o no en ese entonces y de haber llegado a la decisión de que no lo era”. La biografía de Janeway y de muchos otros rechazan la idea de que la fe en un corazón joven sea un milagro y muestran que los padres tienen razón de preocuparse ante la posibilidad que sus hijos pequeños mueran sin esperanza, a la vez que se les debe alentar a procurar su conversión temprana.

Hemos de ser cautelosos en desconfiar sin razón de la aparente conversión de los niños. Cuida a los pequeños discípulos cariñosa y fielmente. Sus tiernos años demandan una protección más cuidadosa y tierna. No les des razón para decir: “Fueron negligentes conmigo porque pensaban que era demasiado pequeño para ser creyente”. Es cierto, muchas veces los padres de familia y pastores se han decepcionado con niños que parecían haberse entregado al Señor. Pero el Día del juicio posiblemente revele que ha habido, entre los adultos, más casos de decepción e hipocresía que no se han detectado, que desengaños con respecto a niños que se supone se han entregado al Señor. La niñez es más cándida que la edad adulta; el niño es más propenso a quitarse la máscara de la religión, si de hecho es la suya una máscara y siendo sensible nuevamente a la convicción de pecado, quizá, se convierta. El adulto es más cauteloso, engañador, atrevido en su falsa profesión de fe, y usa la máscara, hace a un lado la convicción, exclama: “Paz y seguridad” (1 Ts. 5:3) y sigue decente, solemne y formalmente su descenso al infierno.

Anhela la conversión temprana de tus hijos a fin de que tengan el mayor tiempo posible en este mundo para servir a Cristo. Si “el rocío de nuestra juventud” se dedica a Dios, sin duda, con el transcurso de los años se notará una madurez proporcional a su carácter cristiano y su capacidad para realizar obras más eficaces para Cristo.

_____________________________________________

Edward W. Hooker (1794-1875): Pastor norteamericano, autor congregacionalista y profesor de retórica e historia eclesiástica; nacido en Goshen, Connecticut, Estados Unidos.

Al continuar utilizando nuestro sitio web, usted acepta el uso de cookies. Más información

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra POLÍTICA DE COOKIES, pinche el enlace para mayor información. Además puede consultar nuestro AVISO LEGAL y nuestra página de POLÍTICA DE PRIVACIDAD.

Cerrar