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La sinceridad no garantiza que nunca caeremos, pero sí que nos ayuda a levantarnos siempre. Sin embargo, el hipócrita queda tendido hasta la muerte. Por eso se dice que “caerán en el mal” (Pr. 24:16). El íntegro tropieza como cualquier viajero, pero se levanta y reanuda la marcha con mayor cautela y celeridad que antes. El hipócrita se desploma como un marinero desde lo alto del mástil, siendo tragado sin esperanza de rescate por el mar devorador.

Vemos este principio en la vida del rey Saúl. Cuando su corazón falso se descubrió, él rodó cuesta abajo sin parar, de pecado en pecado. En pocos años se precipitó lejos del lugar donde había dejado a Dios. Tan presto en otro tiempo para adorar a Dios que no podía esperar la llegada de Samuel, ahora estaba tan lejos de buscar a Dios que buscó los consejos de una bruja. En el acto final de su sangrienta tragedia, Saúl, desesperado, se suicida.

El pecado de Saúl lo arrastró a la muerte porque su corazón

no había sido recto ante Dios en un principio. Samuel indica esto al decirle: “Jehová se ha buscado un varón conforme a su corazón” (1 S. 13:14). Por supuesto que David cayó en un pecado más grave que la maldad de Saúl, por la cual Dios había rechazado al primer rey, pero la diferencia fue que en la vida de David la integridad era “la raíz del asunto” (Job 19:28).

Hay una doble razón para la fuerza restauradora de la integridad. Una es su misma naturaleza y la otra procede de la promesa de Dios arraigada en el alma del cristiano íntegro.

a.– La naturaleza restauradora de la integridad

La integridad es para el alma lo que esta para el cuerpo: la chispa de vida divina prendida en el corazón humano por el Espíritu de Dios. Es la simiente de Dios que permanece en el creyente. Una semilla plantada en la tierra se vivifica por la influencia del cielo y levanta su cabeza fresca y verde en primavera, a pesar del mucho frío que ha pasado en el invierno. La integridad, después de tentaciones y derrotas, levanta al creyente por encima de las duras y sucias barreras cuando Dios lo contempla con los rayos de su gracia vivificante.

El hipócrita es cristiano solo en apariencia externa, no por su nueva naturaleza. Un títere tiene la forma exterior de hombre, pero se mueve por las articulaciones y goznes que el fabricante le ha puesto; no tiene alma propia. Cuando esta clase de muñeco se gasta con el tiempo o se rompe por el deterioro, no es posible hacer cosa alguna para renovarlo, sino que se cae a pedazos hasta quedar reducido a nada. Así se desgasta la profesión del hipócrita, porque le falta la verdad vital para aguantar la ruina que se le viene encima.

b.– La gracia restauradora de las promesas de Dios

“La ley del Señor es perfecta, que convierte el alma” (Sal. 19:7). El cristiano íntegro es el único heredero legítimo de la Palabra de Dios, la cual puede vivificar el alma. El Padre ha preparado muchas dulces promesas para confirmar a sus hijos su divina ayuda en peligros y tentaciones: “El que en integridad camina será salvo”; pero observa la verdad opuesta: “El de perversos caminos caerá en alguno” (Pr. 28:18); “Dios no aborrece al perfecto, ni apoya la mano de los malignos” (Job 8:20). Entonces, al hipócrita no solo le faltan las promesas de ayuda, sino que también está bajo la maldición de Dios.

Por mucho que se esfuerce en edificar su casa, el hipócrita se apoya en su obra terminada y descubre que “no permanecerá en pie”; con toda su fuerza “se asirá de ella, mas no resistirá” (Job 8:15). “Mejor es lo poco del justo que las riquezas de muchos pecadores” (Sal. 37:16). Dios publica la razón para que todos lo comprendan: “Porque los brazos de los impíos serán quebrados; mas el que sostiene a los justos es Jehová” (v. 17).

Un poco de virtud verdadera mezclada con mucha corrupción en el cristiano íntegro es mejor que las riquezas del hipócrita: todo el celo, la fe y la devoción de los cuales se jacta. El hombre íntegro tiene la bendición de la promesa para restaurarle cuando decaiga su condición espiritual; pero la maldición de Dios destruirá al hipócrita con toda su pompa y gloria. Su destino solo irá “de mal en peor” (2 Ti. 3:13).

Las ordenanzas que obran eficazmente para sanar al íntegro por la bendición de la promesa de Dios, maldicen y arruinan al hipócrita. La Palabra que abre los ojos de uno ciega al otro, como en el caso de los judíos hipócritas. La Palabra fue enviada para cegarlos. Derrite y quebranta al alma íntegra, como Josías, pero la verdad solo endurece al corazón engañoso.

Antes de un sermón, el hipócrita habla muy espiritualmente: “Lo que mande Dios, lo haremos”. Pero después, está más lejos de obedecerle que antes. El hipócrita oye, ayuna y ora, pero para su mal. Cada ordenanza es una puerta abierta para que Satanás entre a poseerlo más plenamente: como Judas descubrió en la última cena.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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