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Las coronas y joyas reales no se pueden comparar con el valor de la sinceridad, porque la verdad creará en ti un corazón a semejanza de Dios. Nada hará que te parezcas más a Él en la sencillez y pureza de su naturaleza. Cuando le preguntaron a Amán qué debía hacérsele al hombre a quien el rey se complacía en honrar, dio por sentado que el rey se refería a él y voló hasta donde le llevó su ambición. ¡Escogió vestirse con la ropa real! Cuando Dios te da la integridad, reviste tu alma con su propia vestidura: “Me vestía de justicia, y ella me cubría; como manto y diadema era mi rectitud” (Job 29:14). El manto de la justicia te hace más conquistador que Alejandro Magno, quien triunfó sobre un mundo de hombres. Pero tú has derrotado a un mundo de deseos y demonios.

¿Alguna vez has mirado un sapo y dado gracias a Dios porque te hizo hombre, y no una criatura tan fea? Tanto más agradecido debes estar porque te haya cambiado del hipócrita que eras por naturaleza, en un cristiano justificado. Lactancio preguntó: “Si un hombre escogería la muerte en lugar de tener la cara y la forma de un animal, aunque pudiera conservar el alma humana, ¡cuánto más miserable será que la forma de un hombre lleve el corazón de un animal!”. El hipócrita está peor aún, porque lleva un corazón de bestia bajo el disfraz de santo.

  La certeza de la sinceridad contra el miedo a la apostasía

Ya hemos señalado que la sinceridad no siempre evitará los tropiezos y la duda, pero tu pacto de sangre con Cristo te preservará de la apostasía final. Puesto que el suministro de gracia en tu mano es pequeño, es fácil poner en duda tu seguridad: “¿Me llevarán realmente al final del viaje estas débiles piernas? ¿Estas pocas monedas —la escasa gracia en mi corazón— podrán pagar todos los gastos hasta el Cielo, las muchas tentaciones y las costosas pruebas de la fe?”.

La respuesta es: “No”. El pan de hoy no bastará para alimentarte toda la vida. ¡Pero tienes un pacto! ¿No te ha enseñado Dios a orar por “el pan de cada día”? Si sigues diligentemente su llamamiento a diario, su bendición suplirá todo lo necesario.

Tienes un Proveedor de “pan diario” espiritual. Tienes un Hermano precioso, un Esposo que ha ido a propósito al Cielo, donde hay gracia de sobra, a fin sostener tu alma en este mundo exigente de tensión y de presiones. Todo poder está en su mano: él acude al Suministro y envía lo que necesitas. ¿Podrás entonces morir de hambre cuando Aquel que tiene la plenitud de la gracia se encarga de cuidarte?

Las dos monedas que dejó el samaritano no bastaban para pagar la manutención y recuperación del herido, de forma que dio su palabra de pagar lo necesario cuando volviera. Cristo no solo da un poco de gracia de su mano, sino “mayor gracia” (Stg. 4:6), la necesaria para llevarnos al Cielo consigo: “Gracia y gloria dará Jehová. No quitará el bien a los que andan en integridad” (Sal. 84:11).

Aviso: No te gloríes en la sinceridad

Es verdad que la integridad te da poder para resistir la tentación y te levantará del pecado, ¿pero quién da el poder a la integridad? ¿De dónde sale la raíz que alimenta tu virtud? No de tu propio terreno, sino del Cielo. Solo Dios te sostiene a ti y tu integridad en esta vida: el que la dio, la mantendrá. El Señor es tu fuerza; que él sea tu canción. ¿Qué puede hacer el hacha, por muy afilada que esté, sin el leñador? ¿Se jactará acaso de cortar algo? ¿O lo hará el cincel de lo que ha tallado? ¿No es por el arte y la habilidad del escultor? Cuando te resistes a la tentación solo hay una verdad que declarar: “Si el Señor no hubiera estado a mi lado, habría caído”.

Aunque el Salmo promete gracia y gloria al recto, Dios no dará la gloria de su gracia a la rectitud. David, por ejemplo, afirmó su rectitud y comentó como le había preservado: “Fui recto para con él, y me he guardado de mi maldad” (2 S. 22:24). Declaró de qué manera Dios había testificado acerca de su justicia dándole su recompensa: “Por lo cual me ha recompensado Jehová conforme a mi justicia; conforme a la limpieza de mis manos delante de su vista” (v. 25). Pero para evitar los aplausos a su propia bondad, pronto matiza: “Dios es el que me ciñe de fuerza, y quien despeja mi camino” (v. 33). Es como si David corrigiera la imaginación de sus oyentes: “No me interpretes mal: no puedo atribuirme el mérito de mis victorias y justicia. Dios lo hizo todo; es mi fuerza y mi poder. Me encontró siendo yo un hombre torcido en un sendero torcido, pero nos ha hecho a mí y a mi camino perfectos y rectos”.

Teme la hipocresía, no la aflicción

Creedme amigos, que la aflicción es inofensiva para el íntegro. No puede crecer lo bastante para separarlo del consuelo y el gozo. Aun en la aflicción más recia, el cristiano lleno de gracia puede ahorrarse lágrimas para gastarlas en el hipócrita que va camino al Infierno. Se consuela más en sus aflicciones que los que lo ven. Un piadoso moribundo preguntó a la criada que estaba junto a su cama por qué lloraba. “No temas —le aseguró—, mi Padre celestial no me hará daño”.

La aflicción no es agradable para la carne, pero después de conocer los dulces consuelos que Dios envía a sus prisioneros, cantamos un cántico nuevo. Al principio, el pájaro lucha contra las varillas de la jaula y revolotea para mostrar su disgusto ante la restricción, pero luego canta más dulcemente que en la libertad.

Entonces, no pienses tanto en la aflicción, sino guárdate de la hipocresía. Si el lecho de aflicción te es duro e incómodo, confía en Dios. Qué horrible sería clamar en la hora de la muerte: “¡Señor, Señor, ten piedad de mí!”, y que Dios te respondiera: “Nunca te conocí”. No es la voz del cristiano íntegro, sino la del hipócrita, la que grita en el lecho de angustia.

¿Qué harás si caes en las manos de Dios, con quien tu religiosidad ha jugado y a quien ha intentado manipular en tu provecho? Dios ha sabido en todo momento que realmente no lo amabas. Si el anuncio de José: “Yo soy José vuestro hermano, el que vendisteis para Egipto” humilló tanto a sus hermanos que no podían seguir en su presencia por el sentimiento de culpa, ¿cómo será oír la voz de Dios en la última hora? “Soy Dios, de quien te has burlado, de quien has abusado y a quien has vendido para disfrutar de tus placeres. ¿Por qué acudes ahora? No tengo para ti más que un Infierno que te atormente por toda la eternidad”.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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