En ARTÍCULOS

1. El que realiza la obra eficaz: el Espíritu Santo. Si el Espíritu de Dios no está en la raíz, no se hallará “fruto del Espíritu” alguno (o sea, santidad) en las ramas (Gál. 5:22). Ser “sensuales” y “no [tener] el Espíritu” van inseparablemente unidos (Jud. 19). Cuando el hombre cayó, perdió tanto el amor de Dios hacia él como su semejanza con Dios.

    Cristo restaura ambas pérdidas a los hijos de Dios: la primera, por su justicia imputada a ellos, y la segunda por su Espíritu que vuelve a impartirles la semejanza de Dios, consistente en “la justicia y santidad de la verdad”. Solo el hombre puede impartir su propia naturaleza y engendrar un hijo suyo; y solo el Espíritu de Dios puede producir la semejanza con Dios haciendo partícipe al hombre de la naturaleza divina.

    2. La obra producida: un principio sobrenatural de vida nueva. Un principio de vida. Aunque el cristiano sea pasivo en la producción de esta vida, después es activo, cooperando con el Espíritu en toda expresión de santidad, no como instrumento inerte en manos del músico, sino como hijo vivo en manos de su Padre. Entonces el hijo es “guiado por el Espíritu de Dios” a una actitud dulce y poderosa inclinada a la santidad (Rom. 8:14).

    3. Un principio de vida nueva. La obra del Espíritu Santo no consiste en avivar o recuperar lo que está decayendo, sino en generar vida en lo que está completamente muerto: “Él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Ef. 2:1). Cuando el diablo nos tienta, viene como un orador para persuadirnos con argumentos; pero el Espíritu de Dios viene como Creador al convertirnos. Satanás saca y enciende la basura que encuentra apilada en el corazón, pero el Espíritu Santo pone en el alma algo que nunca antes estuvo allí: lo que la Palabra llama “la simiente de Dios” (1 Jn. 3:9). Esto es Cristo formado en ti, la “nueva criatura”, y “la ley” puesta por Dios en el hombre interior, que Pablo llama “la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús” (Gál. 4:19,6:15; Jer. 31:33; Rom. 8:2).

    4. Un principio sobrenatural. Así lo distinguimos de la justicia y santidad de Adán, que le eran tan naturales como para nosotros ahora lo es el pecado. Si no hubiera caído, la justicia nos habría llegado tan naturalmente como ahora nos llega su pecado, multiplicado por todas las generaciones. La santidad era tan normal para el alma de Adán como la salud para su cuerpo, porque ambas habían resultado de los principios puros concebidos y nacidos del corazón de Dios.

    5. La tierra en que el Espíritu siembra la santidad. “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo” (Gá. 4:6). No hay ningún hijo en la familia de Dios que no se parezca a su Padre: “Cual el celestial, tales también los celestiales” (1 Co. 15:48). Ningún otro pueblo aparte de los hijos del Señor tiene esta marca de verdadera santidad. Pablo concluye que “no tenemos el Espíritu de Cristo” si “vivimos según la carne” (una vida profana), y no podemos ser suyos si “no tenemos el Espíritu” para santificarnos (Rom. 8:9).

    Pero en un sentido más amplio, existe una santificación en los que no son hijos de Dios. La Palabra dice que los hijos de los creyentes son “santos”, aunque no sean todos hijos de Dios (1 Co. 7:14). Hay muchos que pretenden la santificación sin alcanzarla; pero la obra que la Palabra llama santidad y justicia solo atañe a los hijos de Dios. No santificará a ninguno sino a aquellos para quienes Cristo pide a su Padre que los santifique: estos son sus elegidos particulares entregados a él por Dios” (Jn. 17:17).

    6. La fuerza espiritual de este principio. El corazón, principio de la vida física del cuerpo, bombea la sangre desde el momento de infundírsele esa vida. Así, “en Cristo Jesús”, la “nueva criatura” no nace muerta; la verdadera santidad no es un hábito tedioso que duerme para evitar confrontar el pecado y hacer el bien (Gá. 6:15). La mujer sanada por Cristo “se levantó y les servía” (Mt. 8:15).

    En cuanto el Espíritu Santo implanta este principio de vida nueva en el corazón, el hombre se levanta para esperar en Dios y servirle con todas sus fuerzas. La semilla que el Espíritu Santificador pone en el alma no se pierde ni muere en tierra, sino que pronto demuestra su vida por el fruto.

    7. La naturaleza imperfecta de este principio. La santidad evangélica dispone al creyente a la obediencia, pero no garantiza la capacidad automática de hacerlo plenamente. María rogó: “Dime dónde lo has puesto” (Jn. 20:15), implicando que quería llevarse el cadáver de Jesús sobre sus hombros, un deseo que ella no podía cumplir. Su afecto era mucho más fuerte que sus espaldas.

    Así, pues, el principio de la santidad en el creyente hace que intente cargar con un deber que casi no puede mover; puede hacer poco más que desear de corazón verlo cumplido. Pablo esboza su propio carácter desde la sinceridad de su voluntad y su esfuerzo, no desde la perfección de sus obras: “Orad por nosotros; pues confiamos en que tenemos buena conciencia, deseando conducirnos bien en todo” (He. 13:18). Estaba tan dispuesto a seguir a Dios en la santidad, que no vacilaba en reivindicar una “buena conciencia” aunque no lograra todo lo deseado.

    8. La uniformidad de este principio. La verdadera santidad no separa lo que Dios ha unido: “Habló Dios todas estas palabras” (Ex. 20:1). Dios dio primero los cuatro mandamientos que atañen a sí mismo, y luego los seis que conciernen al hombre. Un corazón realmente santificado no quiere saltarse ni borrar ni una sola palabra escrita por Dios, sino que desea cumplir toda la voluntad divina.

    9. El orden de obediencia. “A Dios y al hombre”: primero a Dios, luego al hombre. Este es el orden de una vida santificada. Pablo dice que los de Macedonia “se dieron primeramente al Señor, y luego a nosotros por la voluntad de Dios” (2 Cor. 8:5). El cristiano primero obedece a Dios y, luego, por obedecer su voluntad, sirve a su hermano.

    10 . La regla de la justicia. En el cristianismo no escribiremos ni un renglón recto sin una regla, ni tampoco lo haremos con una regla falsa. Toda norma fuera de la Palabra es un regla falsa: “¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido” (Is. 8:20). Los requisitos de la Palabra son las reglas del Espíritu de Dios; la santidad apócrifa (marginal, dudosa o extraña) no es verdadera santidad.

      • – – – –

      Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

      Al continuar utilizando nuestro sitio web, usted acepta el uso de cookies. Más información

      Uso de cookies

      Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra POLÍTICA DE COOKIES, pinche el enlace para mayor información. Además puede consultar nuestro AVISO LEGAL y nuestra página de POLÍTICA DE PRIVACIDAD.

      Cerrar