Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan.(Mateo 7:13-14).
Se nos dice al comienzo mismo de esta forma de vida, antes de iniciarse en ella, que, si queremos seguirla, hay ciertas cosas que hay que dejar fuera. El asunto es que tenemos que comenzar pasando por una puerta estrecha y angosta. Me gusta pensar en esto como si se tratara de un torno. Es como un torno que admite una sola persona a la vez y no más. Y es tan estrecho que hay ciertas cosas que simplemente uno no puede llevar consigo. Desde el comienzo mismo es exclusivo, y es importante que consideremos este sermón para ver algunas de las cosas que debemos dejar fuera.
Lo primero que hemos de dejar fuera es lo que se llama mundanalidad. Dejamos fuera la multitud, el sendero del mundo. “Ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan”. Hay que comenzar dándose cuenta de que, al hacerse cristiano, se convierte uno en algo excepcional y poco frecuente. Rompe uno con el mundo, con la multitud, y con la inmensa mayoría de la gente. Es inevitable. Es importante que lo sepamos. La forma cristiana de vivir no es popular. Nunca ha sido popular, y no lo es hoy. Es poco frecuente, excepcional, extraña, y diferente. Por otro lado, el pasar en masa por la puerta ancha y el andar por el sendero espacioso es lo que todo el mundo parece hacer. Uno de forma voluntaria se sale de la multitud y se abre camino hacia esa puerta estrecha y angosta, solo. Uno no puede llevar a la multitud consigo en la vida cristiana; implica inevitablemente una ruptura.
Quizá se podría presentar mejor esto subrayando que es algo que resulta siempre intensamente personal. Nada, después de todo, es más difícil en esta vida que darse cuenta de que somos personas individuales. Todos nosotros somos esclavos de ‘lo que se hace socialmente’. Entramos en un mundo lleno de tradiciones, de hábitos y de costumbres, con los que tendemos a conformarnos. Es lo fácil y obvio; y se puede decir de la mayoría de nosotros que no hay nada que odiemos tanto como el ser diferentes. Hay desde luego excepciones, hay quienes por naturaleza son excéntricos y otros que simulan la excentricidad; pero es cierto, en la mayoría de los casos, nos gusta ser como los demás. Así son los niños. Quieren que sus padres sean como los otros padres; no quieren nada diferente. Sorprende observar cómo las personas, por instinto, tienden a conformarse en cuanto a las costumbres, hábitos, y conducta; y de hecho, a veces resulta incluso divertido. Se oye a algunas personas objetar en contra de la tendencia que tiene la legislación moderna a reglamentarlo todo. Objetan contra esto con vigor, porque creen en el individualismo y la libertad. Sin embargo, ellos mismos a menudo no son sino representantes típicos de ese grupo particular en el cual han sido educados, o al cual les gusta pertenecer. Uno puede casi de inmediato decir a qué escuela o universidad ha asistido; se conforma con las normas.
Todos tendemos a hacer esto, con el resultado de que una de las cosas más difíciles con las que muchos tienen que enfrentarse, cuando se hacen cristianos, es el pensar que eso los va a hacer diferentes y excepcionales. Pero así ha de suceder. En otras palabras, una de las primeras cosas que le sucede a la persona que escucha el mensaje del evangelio de Cristo es que se dice a sí mismo: “Bueno; sea lo que fuere que le suceda a la mayoría, yo tengo alma y soy responsable de mi propia vida”. “Cada uno llevará su propia carga”. En consecuencia, cuando el hombre se hace cristiano, comienza a verse como algo separado en este gran mundo. Antes, había perdido la individualidad e identidad en medio de la gran multitud de personas a las cuales pertenecía; pero ahora se queda solo. Ha estado viviendo intensamente con la multitud, pero de repente se detiene. Éste es siempre el primer paso para llegar a ser cristiano. Y se da cuenta, además, que si ha de salvar su alma, su destino eterno, no sólo debe detenerse por un momento en medio del oleaje de esa multitud, sino que debe separarse de la misma. Quizá le resulte difícil esa separación, pero debe hacerlo; y en tanto que la mayoría sigue en una dirección, él debe ir en otra. Abandona la multitud. Uno no puede hacer pasar a una multitud por un torno, ya que sólo acepta a una persona cada vez. Le hace al hombre caer en la cuenta de que es un ser responsable delante de Dios, su Juez Eterno. La puerta es estrecha y angosta; me conduce al juicio, a situarme cara a cara frente a Dios, a enfrentarme con la cuestión de la vida y de mi ser personal, de mi alma y de su destino eterno.
Pero no sólo he de abandonar la multitud, el mundo y el ‘jolgorio de afuera’. Es todavía más difícil, todavía más estrecho y angosto, debo darme cuenta de que he de abandonar el camino del mundo. Todos conocemos esto en la práctica y en nuestra vida cristiana. Una cosa es dejar a la multitud, pero otra muy diferente es dejar el camino de la multitud. La falacia final y definitiva del monasticismo era esta. El monasticismo, en realidad, se basa en la idea de que si deja uno a la gente, entonces deja el espíritu del mundo. Pero no es así. Se puede dejar el mundo en un sentido físico, se puede alejar uno de la multitud y de la gente; pero ahí en la solitaria celda, el espíritu del mundo puede seguir con uno. También ocurre así respecto a la vida cristiana. Hay personas que se han apartado del grupo al cual pertenecían, y, sin embargo, uno encuentra que siguen en ella, el espíritu de mundanalidad, que incluso puede resultar evidente en su misma apariencia externa. No han abandonado el espíritu del mundo y el camino del mundo. Pero debemos hacerlo. El vivir la vida del mundo, el seguir el camino del mundo en un marco diferente, no nos hace cristianos. En otras palabras, debemos dejar al otro lado de la puerta las cosas que agradan al mundo. Esto no se puede eludir. Basta leer el Sermón del Monte para llegar a la conclusión de que las cosas que pertenecen a nuestra naturaleza no regenerada y que agradan a esa naturaleza, deben dejarse fuera de esa puerta estrecha.
Esto se puede ilustrar. Recordemos que hemos oído en este sermón que debemos dominar el espíritu que exige “ojo por ojo, y diente por diente”, que no debemos resistir el mal “a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra”. Estas cosas no se hacen por instinto; no nos salen espontáneamente y no nos gustan. “Al que quiera… quitarte la túnica, déjale también la capa”. “A cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos”. “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen”.
No obedecemos estos mandatos instintivamente, antes bien rechazamos hacerlo. Lo instintivo es devolver el golpe, defender nuestros derechos, amar a los que nos aman, y odiar a los que nos odian. Pero nuestro Señor nos ha dicho que si queremos ser discípulos suyos y vivir en su reino, debemos dejar fuera lo depravado, lo instintivo, lo mundano, las cosas que le gustan a nuestra naturaleza caída y que esa naturaleza hace. No hay lugar para tales cosas. Debemos darnos cuenta, al comenzar, que esa clase de equipaje no puede entrar con nosotros. Nuestro Señor nos pone sobre aviso en contra del peligro de una salvación fácil, en contra de la tendencia a decir: “ven a Cristo tal como eres y todo resultará bien”. No, el evangelio nos dice al comienzo que va a ser difícil. Significa una ruptura radical con el mundo; es una clase de vida completamente diferente. De modo que dejamos fuera no sólo el mundo, sino también el camino del mundo.
Sí, pero hay algo todavía más estrecho y más angosto; si realmente deseamos entrar en esta forma de vida, tenemos que dejar fuera nuestro ‘yo’. Y ahí es, desde luego, donde encontramos la piedra de tropiezo mayor. Una cosa es dejar el mundo, y el camino del mundo; pero lo más importante, en un sentido, es dejar nuestro yo. Y sin embargo, es obvio, ¿no es verdad?, que en este camino no podemos llevar con nosotros nuestro yo. Esto no es una necedad, es la forma típica de hablar del Nuevo Testamento. El yo es el hombre adámico, una naturaleza caída; y Cristo dice que hay que dejarlo fuera. “Despojaos del hombre viejo”, es decir, dejadlo al otro lado de la puerta. Por esta puerta no pueden pasar dos hombres juntos, de modo que al hombre viejo hay que dejarlo fuera. Todas las ilustraciones fallan en algún punto, y también esta ilustración que nuestro Señor mismo usó no puede abarcar toda la verdad. En un sentido, el cristiano no ha dejado al hombre viejo fuera y por esto necesita la exhortación del apóstol a ‘despojarse del hombre viejo’. Sin embargo, se nos dice al comienzo que no hay lugar para el yo en este reino.
El evangelio del Nuevo Testamento es muy humillante para el yo y el orgullo. Al comienzo del Sermón se nos dice: “Bienaventurados los pobres en espíritu”. A nadie que nace en este mundo le gusta ser pobre en espíritu. Por naturaleza somos exactamente lo opuesto; todos nacemos con una naturaleza orgullosa, y el mundo hace todo lo que puede para estimular este orgullo desde el mismo nacimiento. Lo más difícil en el mundo es hacerse pobre en espíritu. Es humillante para el orgullo, y sin embargo esencial. A la entrada de esta puerta estrecha hay un aviso que dice: “Dejad fuera vuestro yo”.
¿Cómo podemos bendecir a los que nos maldicen, y orar por los que se aprovechan de nosotros, a no ser que hayamos hecho esto? ¿Cómo podemos seguir a nuestro Señor, y ser hijos de nuestro Padre que está en los cielos, y amar a nuestros enemigos, si somos auto conscientes y siempre nos defendemos y cuidamos el yo y nos preocupamos por él? Ya hemos examinado esto en detalle; pero debemos volver a verlo en general, ya que nuestro Señor lo hace así al invitarnos a entrar por la puerta estrecha. El yo no puede existir en esta atmósfera; debe ser crucificado. “No juzguéis, para que no seáis juzgados”. Haced a los demás lo que quisierais que los demás os hicieran a vosotros, y así sucesivamente. Nuestro Señor nos dice esto al comienzo mismo. No hay que hacerse ilusiones. Si uno piensa que es una vida en la cual se podrá adquirir fama, y ser alabado, y ser considerado maravilloso, mejor es detenerse ya y volver al comienzo, porque el que entre por esta puerta debe decir adiós al yo. Es una vida de humillación. “Si alguno quiere venir en pos de mí” — ¿qué sucede?— “Niéguese a sí mismo (siempre lo primero), y tome su cruz, y sígame”. Pero la auto negación, la negación del yo, no significa abstenerse de placeres y cosas que nos gustan; significa que negamos nuestro mismo derecho a nuestro yo, que dejamos fuera nuestro yo, y que pasamos por la puerta diciendo: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”.
Esto es, pues, lo primero. Esta puerta estrecha; el comienzo mismo de la vida cristiana es estrecho, porque tenemos que dejar fuera ciertas cosas.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones