Aunque Agustín no negó formalmente a Platón y Cicerón, sin embargo podemos llamar al suyo un concepto cristiano del Estado. Rechaza la idea que el Estado es un fenómeno puramente natural que surge de los instintos sociales del hombre, o una creación racional debido al temor. Él estaría de acuerdo en que no hay nada más humano que la sociabilidad, pero por otro lado, que no hay nada tan universal como el pecado. El Estado es el instrumento de Dios para mantener restringido el pecado, para salvar a la sociedad del caos.
“La sociología clásica, siguiendo su metodología científica, siempre ha concebido la sociedad como un principio fijo de la vida humana apoyado por la fuerza natural de la propagación humana o la fuerza racional de la satisfacción eficiente de las necesidades humanas tales como los medios para el sustento, el abrigo, la educación o la protección”, apunta un erudito analizando la visión de Agustín. Pero Agustín sostiene que estos temas son meramente externos y rechaza la idea de que el Estado deba abarcar la totalidad de la existencia del hombre y que éste provea la buena vida. El Estado no hace al hombre, como en Aristóteles, sino que al hombre como criatura de Dios en su condición caída le fue dada protección bajo los ministros de Dios, quienes no llevan en vano la espada (Civitas Dei, V, 24).
Para Agustín la fuente de autoridad no se halla por encima de Dios, sino que viene directamente de Él, cuya ley moral es el fundamento eterno de todas las leyes temporales y del orden de justicia en el mundo. ¿Pero qué hay de la justicia de la que hicieron alarde Platón y Cicerón? La respuesta de Agustín es que la justicia nunca ha sido alcanzada en ningún Estado terrenal (Civitas Dei, XIX, 21, 17, 24). Esto puede probarse basado en la misma definición pagana. Justicia es dar a cada uno lo que le es debido. Pero Dios nunca recibió lo que le es debido, a decir, la adoración de sus criaturas. De allí que no haya justicia. Además, el control adecuado sobre el cuerpo solo puede alcanzarse cuando el alma sirve a Dios. Por lo tanto, solo los redimidos saben lo que es la justicia, y se halla solo en la república cuyo fundador y gobernante es Cristo. No obstante, aunque Agustín limita las pretensiones del Estado al negarle sus prerrogativas totalitarias, él no dice que algo de justicia relativa no pueda alcanzarse. Es también posible alcanzar objetivos prácticos como la paz y la armonía en la vida civil. Estos objetivos limitados se hallan dentro de la competencia del Estado como un instrumento ordenado por Dios; de allí que le debamos obediencia, honor y servicio. El Estado también controla la propiedad y tiene el derecho de financiar la guerra (Civitas Dei, XIX, 15, 17). Pero esta obediencia que le debemos es obligatoria solo en tanto que el Estado persiga los fines relativos a nuestra sociedad temporal. El poder político encuentra su restricción en el derecho del ciudadano a adorar. Puesto que el poder del Estado se halla limitado por la voluntad de Dios, este poder pierde su validez y legalidad cuando se hace caso omiso de la voluntad de Dios.
Agustín rechaza la idea de que una ley universal de la naturaleza, la que es obligatoria para todos los seres inteligentes, sea la base del gobierno constitucional. Puesto que el hombre es un pecador, la verdadera base del Estado es el carácter de sus ciudadanos como hijos regenerados de Dios, quienes abrazan la soberanía de Dios sobre su ser, mediante la cual son hechos siervos dispuestos para la realización externa de su voluntad, al obedecer a los gobiernos. En consecuencia, los portadores de la autoridad deben verse ellos mismos como sujetos y limitados por la ley de Dios, y el ideal es que ellos mismos sean cristianos piadosos. “Es aquí donde reside la seguridad de un Estado admirable; pues una sociedad no puede estar fundamentada ni mantenida idealmente a menos que sea sobre la base y vínculo de la fe y la fuerte concordia, cuando el objeto del amor es el bien universal el cual, en su más alto y verdadero carácter, es Dios mismo, y cuando los hombres se aman los unos a los otros con completa sinceridad hacia Él, y el fundamento de su amor mutuo es el amor de Dios de cuyos ojos no pueden ocultar el espíritu de su amor mutuo”, escribe Agustín en una de sus cartas. Debe notarse que Agustín coloca a la Iglesia paralela al Estado, autónoma en su propia esfera, lo que constituye un cambio total comparado con Cicerón y Platón. El Estado tiene un propósito temporal, pero la Iglesia tiene uno eterno; por lo tanto es superior al Estado. Sin embargo, en las cosas temporales la Iglesia debe obedecer al Estado, mientras que el Estado está sujeto a la Iglesia en las cosas eternas. Mientras la Iglesia mantiene la autoridad del Estado sobre sus asuntos, este último debe procurar el bienestar de la primera.
Aunque inicialmente Agustín se había opuesto al uso del poder de la espada para el castigo de los herejes, cambió su opinión cuando vio los efectos prácticos al subyugar a los donatistas. Racionalizó su opinión sobre la base de la admonición de Cristo de que se le debe obligar a uno a entrar en el reino. Sin embargo, no estaba a favor de tomar ayuda financiera del Estado, debido a que temía la infiltración gradual de su poder. Mientras Ambrosio estaba contento haciendo que la Iglesia sirviera en casos de litigios, Agustín no lo aprobaba. Pero como un asunto de necesidad práctica a menudo fue llamado para decidir sobre casos y fue a la Corte para ver que sus miembros recibirían lo que les correspondía. Dado que el Estado Romano estaba colapsado y reinaba la confusión, la Iglesia a menudo se colocaba en la brecha para salvar a la sociedad del caos.
Evaluación Final
En esta crisis de la historia fue la Iglesia la que salvó a la cultura, y fue por la providencia de Dios que Agustín se convirtiese en el hombre que más preparado estuvo y que más impacto tuvo en esta empresa. Sus prodigiosas obras estuvieron caracterizadas por su encendido corazón de amor, su lealtad a la Escritura, su brillantez de intelecto, y su celo consumidor por la casa de Dios. Estaba plenamente consciente del hecho que la batalla de la Iglesia no es contra carne ni sangre, sino contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes (Efe. 6:12). Las armas de su milicia no eran carnales sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas (II Cor. 10:4).
En nuestra evaluación de Agustín como filósofo cultural por excelencia, debemos recordar que luchó toda su vida para escapar de las espirales de la cultura pagana. No hay duda que miró, cada vez más y más, las implicaciones de la revelación de Dios en la Escritura. Sin embargo, indudablemente no venció el peligro de la síntesis con el pensamiento pagano. Hay una cierta cantidad de misticismo pagano en su idea de que el Estado es el cuerpo y la Iglesia es el alma. Hay también un dualismo antinatural en la idea de que el Estado cuida de las necesidades naturales del hombre y que la Iglesia vela por las necesidades espirituales. La minimización del cuerpo también se encuentra en la alabanza de Agustín de la virginidad, el celibato y la viudez en comparación con el matrimonio. Aunque Agustín alaba la creación como buena, no apreció plenamente la naturaleza cultural del matrimonio como un compañerismo de amor entre el hombre y su esposa, incluso aparte de la procreación de los hijos. Pues en la complementación de hombre y mujer, como Dios trajo a Eva frente a Adán estableciendo así el matrimonio, está involucrado el desarrollo de ambas personalidades en el cumplimiento de la más amplia tarea cultural. La inspiración del amor, dirigida hacia el logro cultural, y la subyugación de la naturaleza no necesitan estar en competencia ni restarle valor a la obediencia del mandato cultural. Agustín se dio cuenta de esto cuando habló de poseer las cosas de este mundo (las esposas incluidas) y no ser poseídos por ellas; no obstante, continuó estableciendo una falsa antítesis entre nuestro amor a Dios y el amor de nuestra vida sentimental en el matrimonio.
Segundo, hallamos una cierta incertidumbre en el concepto de Agustín de la Iglesia. Algunas veces identifica a la Iglesia con el Reino de Dios, que consiste de los elegidos como una élite espiritual en la organización eterna, la cual a su vez sirve al Estado. Por otro lado, el reino de Dios (civitas Dei) es algunas veces, para todos los propósitos prácticos, idéntico a la Iglesia como organización jerárquica, que busca salvar al Estado y traerlo al punto de su plena realización. Sin embargo, en su pensamiento más maduro el Estado no es la entidad más alta en la sociedad sino la Iglesia, y el Estado cristiano debe servir a la Iglesia.
Un tercer ejemplo de esta tendencia hacia la síntesis puede encontrarse en su ética. Agustín no va a la ley moral a desarrollarla, cuando habla de la virtud cristiana, sino que simplemente toma las virtudes clásicas de Aristóteles y de Platón y las reinterpreta sobre el principio del amor; “la temperancia es el amor guardándose a sí mismo entero e incorruptible para Dios; la fortaleza es soportar todo con gran disposición por la causa de Dios; justicia es servir solo a Dios, y por lo tanto gobernar bien todo lo demás como sujeto al hombre; la prudencia es el amor haciendo una distinción correcta entre lo que lleva hacia Dios y lo que podría ser un estorbo”. Sin embargo, esta misma síntesis, la combinación de una cultura con otra, es, por un lado, también una evidencia del énfasis principal de Agustín, a decir, la transformación. Las virtudes paganas son transformadas por el amor cristiano. La cultura perversa producida por la naturaleza corrupta del hombre en apostasía para con Dios debe ahora ser penetrada por el amor de Dios (amor Dei) para que la creación, que es buena, pueda una vez más servir al propósito del creador.
Cuando la relación fundamental del alma con Dios ha sido restaurada, todas las otras relaciones son traídas de vuelta a su enfoque. Agustín creía que la paz con Dios precede a la paz en el hogar, en la sociedad y en el Estado. El Estado terrenal también debe ser convertido, transformado en un Estado cristiano por la penetración del Reino de Dios en él, puesto que la justicia verdadera solamente puede ocurrir bajo el reinado de Cristo.
No solo en el ámbito de la ética y de la política debe ocurrir la conversión, pues la verdadera amistad y todas las virtudes no son sino vicios espléndidos, viciados por el egoísmo y los fines idolátricos, y esto también es válido para el conocimiento y la ciencia. Separada de Cristo la sabiduría del hombre no es sino locura, porque comienza con fe en sí misma y proclama la autonomía del hombre. Por otro lado, el hombre redimido comienza con la fe y la razón en sujeción a las leyes colocadas en este universo por Dios: él aprende a pensar los pensamientos de Dios a Su manera. Toda la ciencia, el arte hermoso y la tecnología, las convenciones en el vestir y los rangos, el acuñamiento de monedas, las medidas y cosas parecidas, todas estas están al servicio del hombre redimido para transformarlas para el servicio de su Dios.
Por lo tanto, he denominado a Agustín el filósofo de la transformación cultural. Pero al mismo tiempo mantiene la antítesis. En mi opinión esto no expresa una contradicción como lo interpretaría H. Richard Niebuhr. Niebuhr piensa en términos de un posmilenialismo liberal, en el que la salvación universal es homóloga del reinado universal de Cristo. Agustín es mucho más bíblico, cuando sostiene que un gran segmento de la raza humana no será convertido, de manera que prevé una antítesis extendiéndose hasta el juicio final. Lo que él quiere decir por conversión de la cultura no es la erradicación del mal y del pecado de esta tierra, sino la transformación radical del individuo por la redención de manera que su vida total es transformada, lo mismo como un ser cultural. No puedo estar de acuerdo en que Agustín renuncia a su “esperanza de la conversión de la cultura” cuando se dedica a defender la cultura cristiana. En Agustín nunca encontramos un antagonismo con la cultura como tal, pero toma la ofensiva cuando es confrontado por una cultura antagonista cuyo triunfo implica la liquidación del cristianismo. Por lo tanto no estoy de acuerdo con Emile Cailliet al designar a Agustín como el Idealista de la “Sabiduría Enclaustrada”, quien abandona “la realidad de la experiencia sensual”. Para hacer posible esta interpretación del primer gran filósofo de la historia en la iglesia, Cailliet se limita a sí mismo a las cuatro obras escritas inmediatamente después de la conversión de Agustín y a la obra Sobre la Inmortalidad del Alma. Luego prosigue a contarnos que el obispo de Hipona, quien amaba la verdad y nos cuenta en detalle cómo buscó la verdad en todo, nos ha dado una falsa presentación de su conversión. Además, Agustín, quien fue uno de los más grandes observadores psicológicos y quien tuvo éxito en dar a la posteridad la visión más íntima de su experiencia espiritual, es ahora psicoanalizado y se nos dice que Agustín no fue convertido al cristianismo sino al Neoplatonismo.
Para concluir, Agustín, el filósofo de la antítesis y la regeneración cultural creía en la restauración del hombre total en Cristo, a quien se le ha entregado todo el mundo bajo Cristo. Fue su meta solemne el traer todo pensamiento cautivo a la obediencia a Cristo, pues creía con pasión que, “todas las cosas son vuestras,… y vosotros sois de Cristo; y Cristo de Dios” (I Cor. 3:21, 23).
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Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)