Como quiera que la misma gente sencilla se halla imbuida de la opinión de que cada uno goza de libre albedrío, y que la mayor parte de los que presumen de sabios no entienden hasta dónde alcanza esta libertad, debemos considerar primeramente lo que quiere decir este término de libre albedrío y ver luego, por la pura doctrina de la Escritura, de qué facultad goza el hombre para obrar bien o mal.
Aunque muchos han usado este término, son muy pocos los que lo han definido. Parece que Orígenes dio una definición, comúnmente admitida, diciendo que el libre arbitrio es la facultad de la razón para discernir el bien y el mal, y de la voluntad para escoger lo uno de lo otro’. Y no discrepa de él san Agustín al decir que es la facultad de la razón y de la voluntad, por la cual, con la gracia de Dios, se escoge el bien, y sin ella, el mal. San Bernardo, por querer expresarse con mayor sutileza, resulta más oscuro al decir que es un consentimiento de la voluntad por la libertad, que nunca se puede perder, y un juicio indeclinable de la razón. No es mucho más clara la definición de Anselmo según la cual es una facultad de guardar rectitud a causa de sí misma. Por ello, el Maestro de las Sentencias y los doctores escolásticos han preferido la definición de san Agustín, por ser más clara y no excluir la gracia de Dios, sin la cual sabían muy bien que la voluntad del hombre no puede hacer nada. Sin embargo, añadieron algo por sí mismos, creyendo decir algo mejor, o al menos algo con lo que se entendiese mejor lo que los otros habían dicho. Primeramente, están de acuerdo en que el nombre de «albedrío» se debe referir ante todo a la razón, cuyo oficio es discernir entre el bien y el mal; y el término «libre”, a la voluntad, que puede decidirse por una u otra alternativa. Por tanto, como la libertad conviene en primer lugar a la voluntad, Tomás de Aquino piensa que una definición excelente es: «el libre albedrío es una facultad electiva que, participando del entendimiento y de la voluntad, se inclina sin embargo más a la voluntad»‘. Vemos, pues, en qué se apoya, según él, la fuerza del libre albedrío, a saber, en la razón y en la voluntad. Hay que ver ahora brevemente qué hay que atribuir a cada una de ambas partes.
De la potencia del libre arbitrio. Distinciones
Por lo común las cosas indiferentes, que no pertenecen al reino de Dios, se suelen atribuir al consejo y elección de los hombres; en cambio, la verdadera justicia suele reservarse a la gracia especial de Dios y a la regeneración espiritual. Queriendo dar a entender esto, el autor del libro titulado “De la vocación de los Gentiles”, atribuido a san Ambrosio, distingue tres maneras de voluntad: una sensitiva, otra animal y una tercera espiritual. Las dos primeras dicen que están en la facultad del hombre, y que la otra es obra del Espíritu Santo en él. Después veremos si esto es verdad o no. Ahora mi propósito es exponer brevemente las opiniones de los otros; no refutarlas. De aquí procede que cuando los doctores tratan del libre albedrío no consideren apenas su virtud por lo que respecta a las cosas externas, sino principalmente en lo que se refiere a la obediencia de la Ley de Dios. Convengo en que esta segunda cuestión es la principal; sin embargo, afirmo que no hay que menospreciar la primera y confío en que oportunamente probaré lo que digo.
Aparte de esto, en las escuelas de teología se ha admitido una distinción en la que nombran tres géneros de libertad. La primera es la libertad de necesidad; la segunda, de pecado; la tercera, de miseria. De la primera dicen que por su misma naturaleza está de tal manera arraigada en el hombre, que de ningún modo puede ser privado de ella; las otras dos admiten que el hombre las perdió por el pecado. Yo acepto de buen grado esta distinción, excepto el que en ella se confunda la necesidad con la coacción. A su tiempo se verá cuanta diferencia existe entre estas dos cosas.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino