Es muy impactante, de hecho, descubrir que el primer mandamiento moral que Dios dio a la humanidad, a saber, el que debía regular la relación matrimonial, fuese expresado en términos tales que comprendiera una ley divina que es universal y perpetuamente obligatoria (comprometedora): “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Gén 2:24) – citado por Cristo en Mateo 19:5. “Cuando alguno tomare mujer y se casare con ella, si no le agradare por haber hallado en ella alguna cosa indecente, le escribirá carta de divorcio, y se la entregará en su mano, y la despedirá de su casa” (Deut 24:1). Este estatuto fue dado en los días de Moisés; sin embargo, encontramos a nuestro Señor refiriéndose al mismo y diciéndole a los Fariseos de Su tiempo, “Por la dureza de vuestro corazón os escribió este mandamiento” (Mar 10:5).
El principio por el cual estamos aquí contendiendo es preciosamente ilustrado en el Salmo 27:8, “Cuando dijiste: Buscad mi rostro, mi corazón te respondió: Tu rostro, Señor, buscaré.” Así, David hizo particular lo que era general, aplicando para sí mismo lo que fue dicho a los santos colectivamente. Tal es el uso que siempre cada uno de nosotros debería hacer de cada porción de la Palabra de Dios – como vemos al Salvador en Mateo 4:7, cambiando el “vosotros” (no tentareis) de Deuteronomio 6:16, por el “tú” (no tentarás). Y otra vez en Hechos 1:20 encontramos a Pedro, cuando alude a la deserción de Judas, alterando el “Que sus casas…” (Sal 69:25), a “Que su casa quede desolada.” Aquello no era tomarse una libertad indebida con las Sagradas Escrituras, sino más bien era hacer una aplicación específica de lo que estaba indefinido.
“No te alabes delante del rey, ni estés en el lugar de los grandes; Porque mejor es que se te diga: Sube acá, y no que seas humillado delante del príncipe a quien han mirado tus ojos.” (Proverbios 25:6-7)
Sobre este versículo Thomas Scott justamente observó: “No puede existir duda alguna razonable de que nuestro Señor se estaba refiriendo a éstas palabras en Su amonestación contra los ambiciosos invitados de las mesas de los Fariseos (Lucas 14:7-11), y es así como fue comprendido. Mientras que, por consiguiente, esto le da su sanción (aprobación) al Libro de Proverbios, también enseña que aquellas máximas pueden aplicarse a casos similares, y a que no precisamente debemos confinar su interpretación exclusivamente al tema que dio lugar a las máximas.”
Ni siquiera la presencia de Cristo, Su Santo ejemplo, Su instrucción celestial, podía restringir la disputa entre Sus discípulos sobre cuál de ellos sería el mayor. Amar tener la preeminencia [el primer lugar] (3 Juan 9-10) es la perdición de la piedad en las iglesias.
“Yo Jehová te he llamado… y te pondré por pacto al pueblo, por luz de las naciones [gentiles]”; “también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra.” (Isa 42:6, 49:6). Estas palabras fueron dichas por el Padre al Mesías, más aún, en Hechos 13:46-47 encontramos a Pablo diciendo de Bernabé y de sí mismo “he aquí, nos volvemos a los gentiles. Porque así nos ha mandado el Señor, diciendo: Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra.” Y otra vez, en Romanos 10:15, hallamos que el Apóstol fue inspirado a hacer una aplicación a los siervos de Cristo de aquello que había sido dicho inmediatamente de Él: “¡¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz…!!” (Isa 52:7): “ ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: !!Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!” (Rom 10:15). “Cercano está el que me justifica… ¿quién es el que me condena?” (Isa 50:8-9): el contexto muestra inequívocamente que es Cristo quien habla aquí, sin embargo en Romanos 8:33-34 el Apóstol no titubea en aplicar esas palabras a los miembros de Su cuerpo: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará?”
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Extracto del libro: “La aplicación de las Escrituras”, de A.W. Pink