Siempre es difícil medir la madurez espiritual de uno, pero hay un sentido en el que es posible evaluarla de manera general por la imagen dominante que uno tiene de Jesucristo. Por ejemplo, algunas personas piensan en Jesús en términos de su Encarnación con el resultado que su imagen mental es básicamente la de un niño yaciendo en un pesebre. Esta imagen no está equivocada, por supuesto. El Señor fue un niño en su Encarnación, y la Encarnación en sí misma constituye un concepto importante. Pero es sólo una imagen introductoria de Cristo. Una imagen más madura es la de Cristo sobre la cruz, que es la imagen que otras personas tienen de Él. Esta es mejor, porque la cruz explica el motivo de la Encarnación. Jesús vino al mundo para morir. «El Hijo del Hombre no vino para ser servido sino para servir, y dar su vida en rescate de muchos» (Mt. 20:28). Sin embargo, a pesar de lo buena que es esta imagen, todavía no es del todo la mejor. Jesús ya no está muerto. Una imagen del Cristo resucitado es necesaria para acabar el cuadro. Es el Cristo resucitado, no el Cristo sobre la cruz, lo que les trajo paz a sus discípulos y les encargó la tarea de la evangelización mundial.
La Biblia, habiendo hablado sobre la resurrección, continúa narrando la ascensión de Cristo al cielo donde ahora está sentado a la diestra del Padre, gobernando a su iglesia y esperando el día en que ha de volver con poder para juzgar a los vivos y los muertos.
El Nuevo Testamento se refiere a la ascensión de Cristo en varios lugares. En el evangelio de Juan está anticipada en dos ocasiones. Jesús le preguntó a los discípulos que estaban ofendidos: «¿Pues, qué, si viereis al Hijo del Hombre subir adonde estaba primero?» (Jn. 6:62). A María Magdalena le dijo: «No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn. 20:17). Los Hechos de los Apóstoles nos narran las circunstancias que rodearon la ascensión: «Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos» (Hch. 1:9). Encontramos el mismo relato en el final de Marcos (16:19) y en Lucas 24:51. Más tarde, en las epístolas, los escritores se refieren a la ascensión para hablar sobre la obra completa de Cristo. «¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros» (Ro. 8:34). «Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col. 3:1). La carta a los Hebreos hace repetidas referencias a la ascensión de Cristo y su presente posición en el cielo (He 1:3; 6:20; 8:1; 9:12,24; 10:12; 12:2; 13:20). En 1 Timoteo la ascensión está colocada con la plena perspectiva de la obra de Cristo. «E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, Justificado en el Espíritu, Visto de los ángeles, Predicado a los gentiles, Creído en el mundo, Recibido arriba en gloria» (1 Ti. 3:16).
La importancia de la ascensión resulta evidente si consideramos la frecuencia con la que es mencionada en el Nuevo Testamento. Pero esto no nos explica por qué es importante o cómo se relaciona con nosotros. Sin embargo, los versículos también nos dan una explicación sobre el significado de la ascensión en las tres áreas principales. Estas han sido brevemente presentadas en las famosas palabras del Credo Apostólico: «Ascendió al cielo, y está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso, desde donde vendrá a juzgar a los vivos y los muertos».
Lo primero que nos sugiere la ascensión es que el cielo es un lugar real. Decir que es un lugar real no significa que por ese motivo lo podamos describir adecuadamente, aun con la ayuda de varios símbolos bíblicos. El libro de Apocalipsis, por ejemplo, nos habla del cielo como una ciudad donde las calles están pavimentadas de oro, cuyos cimientos son sólidos, donde la luz siempre brilla. Pero el cielo no es necesariamente una ciudad en realidad; dicho lenguaje es simbólico. Una ciudad nos está hablando sobre un lugar donde pertenecer, un hogar. Los cimientos nos dan la idea de permanencia. El oro está sugiriendo algo precioso. La luz nos habla de la eterna presencia y del gozo inquebrantable de Dios que disfruta su pueblo.
Sin embargo, mientras reconocemos este simbolismo no debemos cometer el error de suponer que el cielo es algo menor a un lugar real, hasta posiblemente localizado como lo están Nueva York o Londres, por ejemplo. Las enseñanzas explícitas de Cristo, como su ascensión, procuran enseñar esta realidad.
Algunos han observado que como a Dios se lo describe como siendo puramente espíritu —es decir, no teniendo forma corpórea – al cielo también se le debe describir como el estado de ser espíritu. Pero la idea de que el cielo es un estado, y por lo tanto se encuentra en todos lados y en ningún lado, no es la sugerida por la Biblia. Hemos de reconocer las limitaciones con las que nos encontramos cuando hablamos de algo que está más allá de nuestra experiencia. Pero al mismo tiempo, sabemos que si bien Dios el Padre no tiene una forma concreta y visible, la segunda persona de la Trinidad sí la tiene. Jesús se hizo hombre y permanece siendo Dios-hombre por la eternidad. Nosotros también tendremos cuerpos en la resurrección. Nuestros cuerpos serán distintos a los que conocemos hoy. Serán similares al cuerpo de Cristo resucitado, que podía atravesar las puertas cerradas, por ejemplo. Sin embargo, serán cuerpo reales, sea cual sea sus características misteriosas, y como cuerpos, deberán estar en algún lado. El
cielo es el lugar que ocuparán nuestros cuerpos. Por supuesto seremos capaces de movernos libremente por el universo.
Segundo, la ascensión de Cristo nos habla de su obra presente, como Él mismo enseñó. Un aspecto de su obra es el haber enviado al Espíritu Santo, que debemos entender no como el haber enviado al Espíritu Santo en el pasado, en Pentecostés, sino como la continua entrega del Espíritu Santo para hacer su obra en el mundo. Jesús dijo: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré» (Jn. 16:7) Un segundo aspecto es su intercesión por su pueblo. El libro de Hebreos se concentra en este punto, señalando que Jesús ejerció un papel de intercesión por nosotros como nuestro sumo sacerdote celestial.
Tercero, al hablar de la obra presente de Cristo en el cielo, recordamos la promesa a los discípulos de que Él iba a preparar lugar para ellos (Jn. 14:2-3). No podemos saber qué es lo que Jesús está haciendo a este respecto, porque no podemos visualizar adecuadamente el cielo. Sin embargo, sabemos que de algún modo está preparando el cielo para nosotros. Esto nos asegura el interés actual del Señor en nosotros y nos asegura también su actividad en nuestro favor.
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Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice