En BOLETÍN SEMANAL

Como la rudeza de nuestro entendimiento está muy lejos de poder penetrar en cosa tan alta como es la providencia de Dios, será menester hacer una distinción para ayudarla. Digo, pues, que aunque todas las cosas son regidas por consejo y determinación cierta de Dios, sin embargo nos resultan fortuitas. No es que yo piense que la fortuna tiene dominio alguno sobre el mundo y sobre los hombres para revolverlo todo de arriba abajo temerariamente – pues tal desvarío no debe penetrar en el entendimiento de un cristiano -, sino que, como el orden, la razón, el fin y la necesidad de las cosas que acontecen en su mayor parte permanecen ocultas en el consejo de Dios y no las puede comprender el entendimiento humano, estas cosas nos parecen fortuitas, aunque ciertamente proceden de la voluntad de Dios; porque ellas así aparecen, ya sea que se las considere en su naturaleza, o que se las estime según nuestro juicio y entender. Para poner un ejemplo, supongamos que un mercader, entrando en un bosque con buena escolta, se extravía y cae en manos de salteadores y le cortan el cuello. Su muerte no solamente hubiera sido prevista por Dios, sino también determinada por su voluntad.

No se dice solamente que Dios ha visto de antemano cuánto ha de durar la vida de cada cual, sino también que «ha puesto límites de los cuales no pasará» (Job 14:5). Sin embargo, en cuanto la capacidad de que nuestro entendimiento puede comprenderlo, todo cuanto aparece en la muerte de este ejemplo parece fortuito. ¿Qué ha de pensar en tal caso un cristiano? Evidentemente, que todo cuanto aconteció en esta muerte era casual por su naturaleza; sin embargo, no dudará por ello de que la providencia de Dios ha presidido para guiar la fortuna a su fin.

Lo mismo se ha de pensar de las cosas futuras. Como las cosas futuras nos son inciertas, las tenemos en suspenso, como si pudieran inclinarse a un lado o a otro. Sin embargo, es del todo cierto y evidente que no puede acontecer cosa alguna que el Señor no haya antes previsto. En este sentido en el libro del Eclesiastés se repite muchas veces el nombre de «acontecimiento», porque los hombres no penetran en principio hasta la causa última, que permanece muy oculta para ellos. No obstante, lo que la Escritura nos enseña de la providencia secreta de Dios nunca se ha borrado de tal manera del corazón de los hombres que no hayan resplandecido en las mismas tinieblas algunas chispas. Así los adivinos de los filisteos, aunque vacilaban dudosos, incapaces de responder decididamente a lo que les preguntaban, atribuyen, sin embargo, el infausto acontecimiento en parte a Dios y en parte a la fortuna; dicen: «Y observaréis; si sube por el camino de su tierra a Bet-semes, él nos ha hecho este mal tan grande; y si no, sabremos que no es su mano la que nos ha herido, sino que esto ocurrió por accidente» (1 Sam 6:9). Es ciertamente un despropósito recurrir a la fortuna, cuando su arte de adivinar fracasa; sin embargo, vemos cómo se ven obligados a no osar imputar simplemente a la fortuna la desgracia que les había acontecido.

Por lo demás, cómo doblega y tuerce Dios hacia donde quiere con el freno de su providencia todos los acontecimientos, se verá claro con este notable ejemplo. En el momento mismo en que David fue sorprendido y cercado por las gentes de Saúl en el desierto de Maón, los filisteos entran por la tierra de Israel, de modo que Saúl se ve obligado a retirarse para defender su tierra (1 Sam.23:26-27). Si Dios, queriendo librar a su siervo David, obstaculizó de esta manera a Saúl, aunque los filisteos tomaron de repente las armas sin que nadie lo esperase, ciertamente no debemos decir que sucedió al acaso y por azar; sino lo que nos parece un azar, la fe debe reconocerlo como un secreto proceder de Dios. Es verdad que no siempre se ve una razón semejante, pero hay que tener por cierto que todas las vicisitudes que tienen lugar en el mundo provienen de un oculto movimiento de la mano de Dios.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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