¡La conquista del mundo —la posesión del universo todo— se da nada menos que a los mansos! El mundo piensa en función de fortaleza y poder, de capacidad, de seguridad en sí mismo, de agresividad. Así es como entiende el mundo el conquistar y poseer. Cuanto más afirma uno su personalidad y manifiesta lo que es, tanto más pone uno en evidencia el poder y capacidad que posee, y tanto más probable es que uno triunfe y progrese. Pero ahí tenemos esta afirmación sorprendente:
‘Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad —y sólo ellos. Una vez más, pues, se nos recuerda que el cristiano es completamente diferente del mundo. Es diferente en calidad, diferencia esencial. Es un hombre nuevo, una nueva creación; pertenece a un reino del todo diferente. Y no sólo es el mundo distinto de él; ni siquiera lo puede entender.
Es un enigma para el mundo. Y si tu y yo no somos, en este sentido, problemas y enigmas para los no cristianos que nos rodean, entonces esto nos dice mucho en cuanto a nuestra profesión de la fe cristiana.
Esta afirmación tuvo que sorprender muchísimo a los judíos de tiempos de nuestro Señor; y no cabe duda, como dijimos al principio, que Mateo escribió sobre todo para los judíos. Coloca a las Bienaventuranzas al comienzo mismo del Evangelio por esta misma razón. Tenían ciertas ideas acerca del reino; eran, según recordarán, no sólo materialistas sino también militaristas; para ellos el Mesías era alguien que los iba a conducir a la victoria. Pensaban, pues, en función de conquista y lucha en un sentido material, y por ello nuestro Señor descarta esto de inmediato. Es como si dijera, ‘No, no, no es este el camino. Yo no soy así, y mi reino no es así.’ —’Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.’ Es una forma de pensar del todo opuesta a la de los judíos.
Pero además, esta Bienaventuranza presenta, por desgracia, una forma de pensar que contrasta mucho con la forma de pensar que se encuentra en la Iglesia Cristiana de estos tiempos. Porque ¿acaso no existe una tendencia trágica a pensar en función de combatir el mundo, y el pecado, y todo lo que va en contra
de Cristo, por medio de grandes organizaciones? ¿Me equivoco cuando digo que el pensamiento prevalente y dominante de la Iglesia Cristiana en el mundo parece estar en contraste absoluto con lo que se indica en este texto? ‘Ahí está,’ dicen, ‘el poderoso enemigo que se nos opone, y frente a él tenemos a una Iglesia dividida. Debemos unirnos, debemos formar un solo cuerpo para enfrentarnos a ese enemigo organizado. Entonces conseguiremos producir impacto, y entonces triunfaremos.’ Pero ‘Bienaventurados los mansos,’ no los que confían en sus organizaciones, no los que confían en sus propias fuerzas y capacidad y en sus propias instituciones. Más bien es lo contrario. Y esto es cierto, no sólo en este pasaje, sino en toda la Biblia. Lo vemos en la historia de Gedeón en la que Dios fue reduciendo el número, no
incrementándolo. Este es el método espiritual, y una vez más lo vemos puesto de relieve en esta afirmación sorprendente del Sermón del Monte.
Al enfrentarnos con esta afirmación procuremos antes verla en su relación con
las demás Bienaventuranzas. Es evidente que se sigue de lo dicho antes. Hay una
conexión lógica obvia entre estas Bienaventuranzas. Cada una sugiere la
siguiente y lleva a ella. No fueron pronunciadas al azar. Primero tenemos el
postulado fundamental acerca del ser ‘pobres en espíritu.’ Este es el espíritu
fundamental primario que conduce a su vez a una condición de pesar al caer en
la cuenta de nuestros pecados; y esto a su vez conduce a este
espíritu de mansedumbre. Pero —y quiero subrayar esto— no sólo descubrimos esta
conexión lógica entre ellas. Quiero señalar también que estas Bienaventuranzas
se van haciendo cada vez más difíciles. En otras palabras, lo que estamos
estudiando ahora es más penetrante, más difícil, más humillante que lo que
hemos estudiado hasta ahora en este Sermón del Monte. La primera
Bienaventuranza nos pide que nos demos cuenta de nuestra debilidad e
incapacidad.
Nos pone frente al hecho de que hemos de presentarnos delante de
Dios, no sólo en los Diez Mandamientos y la ley moral, sino también en el
Sermón del Monte, y en la vida del mismo Cristo. El que cree que, con sus
propias fuerzas, puede llegar a esto, no ha comenzado a ser cristiano. No, nos
hace sentir que no tenemos nada; nos volvemos ‘pobres en espíritu;’ nada
podemos. El que cree que puede vivir la vida cristiana por sí mismo está
diciendo que no es cristiano. Cuando nos damos cuenta de verdad de lo
que tenemos que ser, y de lo que tenemos que hacer, nos volvemos
inevitablemente ‘pobres en espíritu.’ Esto a su vez conduce a ese segundo estado en el que, al
darnos cuenta de nuestro estado de pecado y de nuestro verdadero
carácter, al darnos cuenta de que nuestra condición irremediable se debe al
pecado que mora en nosotros, y al ver que el pecado está presente incluso en
nuestras mejores acciones, pensamientos y deseos, lloramos y exclamamos con el gran
apóstol, ‘¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?’ Pero
en este caso, digo, es algo todavía más penetrante — ‘Bienaventurados los
mansos.’
¿Por qué es así? Porque en este caso llegamos a un punto en que comenzamos a
preocuparnos por otros. Lo diría así. Puedo ver claramente mi nada y mi
condición desesperada frente a las exigencias del evangelio y de la ley de
Dios. Estoy consciente, cuando soy sincero conmigo mismo, del pecado y del mal
que hay en mí, y esto me hunde. Y estoy dispuesto a enfrentarme con estas dos
cosas. Pero ¡cuánto más difícil es permitir a otros que digan cosas así acerca
de mí! Por instinto me ofende tal cosa.
Todos preferimos condenarnos a nosotros mismos y no que otros nos condenen.
Afirmo que soy pecador, pero no me gusta que otro lo diga. Este es el principio
que este versículo ofrece. Hasta ahora, me he venido contemplando a mí mismo.
Ahora otros me contemplan, tengo cierta relación con ellos, y me hacen algo.
¿Cómo reacciono frente a ello? Este es el problema que se plantea. No dudo que
estarán de acuerdo en que esto es más humillante que todo lo anterior. Es
permitir a otros que me pongan bajo su foco en vez de hacerlo yo mismo.
Quizá el modo mejor de enfocar esto es considerarlo a la luz de ciertos ejemplos.
¿Quién es el manso? ¿Cómo es? Bien, hay muchas ilustraciones que se pueden dar.
He escogido algunas que me parecen las más importantes y sorprendentes.
Tomemos, por ejemplo, ciertos personajes del Antiguo Testamento. Consideremos
la descripción que se da de ese gran señor —por muchas razones, me parece, el
mayor de los personajes del Antiguo Testamento— Abraham, y al contemplarlo nos
hallamos frente a un cuadro grandioso y maravilloso de mansedumbre. Es la gran
característica de su vida. Recordarán su conducta con Lot, y cómo le permite
que elija primero sin murmurar ni quejarse – esto es mansedumbre. Se ve también
en Moisés, al que se describe como al hombre más manso de la tierra. Examinen
su conducta moral y verán lo mismo, Este concepto bajo de sí mismo, esta
tendencia a rebajarse y humillarse – mansedumbre.
Estuvieron a su alcance magníficas posibilidades, la corte de Egipto y su
posición como hijo de la hija del Faraón. Pero lo consideró en su verdadero
valor, lo tuvo por lo que valía, y se humilló por completo ante Dios y su
voluntad.
Lo mismo ocurrió en el caso de David, sobre todo en su relación con Saúl. David
sabía que iba a ser rey. Se le había comunicado, había sido ungido; y sin
embargo ¡cómo soportó a Saúl y el trato injusto y antipático que Saúl le dio!
Vuelvan a leer la historia de David y verán la mansedumbre personificada en una
forma extraordinaria. Tomen también a Jeremías y el mensaje tan poco popular
que le fue comunicado. Fue llamado para que comunicara la verdad al pueblo —no lo
que quería hacer— en tanto que otros profetas decían cosas fáciles y
agradables. Estaba aislado. Era individualista —hoy lo llamarían no cooperador—
porque no decía lo que todos los demás decían.
Todo le dolió amargamente. Pero lean su historia. Vean cómo lo soportó todo y
permitió que se dijeran cosas hirientes a sus espaldas y, a pesar de eso, cómo
siguió comunicando el mensaje.
-+-+-+-+
Extracto del libro: El sermón del monte, del Dr. Martin Lloyd-Jones