En BOLETÍN SEMANAL
​Bienaventurados los pacificadores: El pacificador tiene una sola preocupación, y es la gloria de Dios. Esta fue la única preocupación de Jesucristo. Su único interés en la vida no fue Él mismo, sino la gloria de Dios. El pacificador es aquel cuya preocupación básica es la gloria de Dios, es aquel que dedica la vida a procurar esa gloria. Sabe que Dios hizo perfecto al hombre, y que el mundo tenía que ser el paraíso; por esto cuando ve todas las discordias y disputas  ve que no contribuye a la gloria de Dios. Esto y sólo esto le preocupa.

El pacificador es un hombre que está dispuesto a humillarse, a hacer lo que sea a fin de promover la gloria de Dios. Desea tanto esto que está dispuesto a sufrir a fin de conseguirlo. Está incluso dispuesto a sufrir injusticias a fin de que se consiga la paz y de que la gloria de Dios aumente. Ve cómo ha acabado consigo mismo y con su egoísmo. Dice, ‘Lo que importa es la gloria de Dios, que esa gloria se manifieste entre los hombres.’ Por esto si sufrir puede conducir a ese fin, está dispuesto a aceptarlo.

Esta es la teoría. Pero ¿qué se puede decir de la práctica? Es importante esto, porque ser pacificador no quiere decir que uno se sienta a estudiar teóricamente este principio.

¿Cómo se consigue en la práctica?

Primero y sobre todo significa que uno aprende a no hablar. Si se pudiesen controlar la lengua habría muchas menos discordias en el mundo. Santiago lo dice muy bien, ‘Todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse.’ Creo que esta es una de las formas mejores de ser pacificador, que uno aprenda a no hablar. Cuando te dicen algo, por ejemplo, y uno tiene la tentación de contestar, no lo hagas. No sólo esto; no repitas lo que otros dicen si sabes que vas a causar daño. No se es amigo de verdad cuando se le dice al amigo algo desagradable que alguien dijo de él. Esto no ayuda; es amistad falsa. Además, aparte de todo lo demás, las cosas desagradables no merecen repetirse. Debemos controlar la lengua. El pacificador no va diciendo cosas. A menudo tiene ganas de decirlas, pero en bien de la paz no lo hace. El hombre natural es distinto. A menudo se oye decir a los cristianos, ‘Debo decir lo que pienso.’ ¿Qué pasaría si todo el mundo fuera así? No; no hay que excusarse ni hablar como el hombre natural.
Como cristianos debemos ser hombres nuevos, hechos a imagen y semejanza del Señor Jesucristo, ‘prontos para oír, tardos para hablar, tardos para airarse.’ …

Otra cosa que diría es que hay que examinar todas las situaciones a la luz del evangelio. Cuando uno está frente a una situación que puede crear problemas, no sólo no hay que hablar sino que hay que pensar. Hay que examinar la situación en el contexto del evangelio y preguntarse, ‘¿Cuáles son las implicaciones de esto? No sólo me afecta a mí. ¿En qué afecta a la Causa? ¿A la Iglesia?  ¿A toda la gente que depende de ello? ¿A los de afuera?’ En cuanto uno comienza a pensar así empieza a contribuir a la paz. Pero si uno piensa en función de intereses personales habrá guerra.

El principio siguiente que les pediría que aplicaran es éste. Deben mostrarse positivos y hacer todo lo posible para encontrar métodos y maneras de promover la paz.

Recuerden aquel dicho, ‘Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer.’ Ahí está su enemigo, que ha dicho cosas terribles acerca de ustedes. Bien, no le han contestado, han dominado la lengua. No sólo esto, sino que han dicho, ‘Me doy cuenta de que es el diablo que actúa en él y por tanto no le voy a contestar. Debo tener compasión y pedirle a Dios que lo libere, que le haga ver que es víctima de Satanás.’

Bien; este es el segundo paso. Pero hay que ir más allá. Tiene hambre, no le han salido bien las cosas. Ahora comiencen a buscar maneras de ayudarlo. Quiere decir que a veces  tendrán que humillarse y acercarse a la  otra persona. Hay que tomar la iniciativa de hablarle, de quizá pedirle perdón, de tratarlo con cordialidad, haciendo todo lo posible para crear paz.

Y lo último que hay que hacer en el terreno práctico es que, como pacificadores, debemos tratar de difundir la paz dondequiera que nos hallemos. Lo conseguimos siendo desprendidos, amables, asequibles, no insistiendo en la dignidad personal. Si no pensamos para nada en nosotros, la gente sentirá. ‘Me puedo acercar a esa persona, sé que me tratará con simpatía y comprensión, sé que comunicará ideas basadas en el Nuevo Testamento.’ Seamos así para que los demás se nos acerquen, para que incluso los de espíritu amargado se sientan en cierto modo condenados cuando nos miren, y quizá se sientan impulsados a hablarnos acerca de sí mismos y de sus problemas. El cristiano ha de ser así.

Permítanme resumir todo lo dicho de esta manera: la bendición que se pronuncia sobre estas personas es que ‘ellos serán llamados hijos de Dios.’ Llamados quiere decir ‘poseídos.’ ‘Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán «poseídos» como hijos de Dios.’ ¿Quién va a poseerlos? Dios va a poseerlos como a hijos suyos. Quiere decir que el pacificador es hijo de Dios y que es como su Padre. Una de las definiciones más hermosas del ser y de la naturaleza de Dios en la Biblia se contiene en las palabras, ‘El Dios de Paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo’ (Heb. 13:20). Y Pablo, en la Carta a los Romanos, habla dos veces del ‘Dios de paz’ y ora para que sus lectores reciban la paz de Dios Padre. ¿Qué significado tiene el adviento? ¿Por qué vino el Hijo de Dios a este mundo? Porque Dios, aunque es santo y justo y absoluto en todos sus atributos, es un Dios de paz. Por esto envió a su Hijo. ¿De dónde procedió la guerra? Del hombre, del pecado, de Satanás. Así entró la discordia en este mundo.

Pero este Dios de paz, lo digo con reverencia, no se ha aferrado a su dignidad; ha venido, ha hecho algo. Dios ha producido paz. Se ha humillado a sí mismo en su Hijo para conseguirla. Por esto los pacificadores son ‘hijos de Dios.’ Lo que hacen es repetir lo que Dios ha hecho. Si Dios hubiera insistido en sus derechos y dignidad, en su Persona, todos nosotros, y todo el género humano hubiera quedado condenado al infierno y a la perdición absoluta. Por ser Dios un ‘Dios de paz’ envió a su Hijo, y con ello nos ofreció el camino de salvación. Ser pacificador es ser como Dios y como el Hijo de Dios. Se le llama, lo recordarán, ‘Príncipe de paz,’ y saben lo que hizo como tal.

Aunque no consideró como usurpación el ser igual a Dios, se humilló a sí mismo. No tenía necesidad de venir. Vino porque quiso, porque es el Príncipe de paz.

Pero aparte de esto, ¿cómo hizo la paz? Pablo, escribiendo a los Colosenses, dice ‘haciendo la paz mediante la sangre de su cruz.’ Se dio a nosotros para que pudiéramos tener paz con Dios, paz dentro de nosotros, y los unos con los otros. Tomemos esa gloriosa afirmación del segundo capítulo de Efesios, ‘Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz.’ Ahí está todo, y por esto lo he reservado para el final, para que podamos recordar, aunque olvidemos todo lo demás, que ser pacificador es ser así. No se aferró a sus  derechos; no se aferró a la prerrogativa de la divinidad y de la eternidad. Se humilló a sí mismo; vino como hombre, se humilló hasta la muerte de cruz. ¿Por qué? No pensó para nada en sí mismo. ‘Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús.’ ‘No mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.’ Esta es la enseñanza del Nuevo Testamento. Acaben con el yo, y luego comiencen a seguir a Jesucristo. Dense cuenta de lo que hizo por ustedes a fin de que puedan disfrutar de la paz de Dios, y comenzarán a desear que también los demás la posean. Así pues, olvidándose de sí, y humillándose, sigan las pisadas de Aquel que ‘no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con  maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente.’

Esto es todo. Que Dios nos dé gracia para ver esta verdad gloriosa y para ser reflejos, imitaciones del Príncipe de Paz, y verdaderos hijos del ‘Dios de paz.’

Extracto del libro: El sermón dle monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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