Por esto lloró nuestro Señor, por esto fue ‘varón de dolores, experimentado en quebranto;’ por esto lloró en la sepultura de Lázaro. Vio esa cosa tan horrible, fea y necia llamada pecado, que había hecho acto de presencia en la vida e introducido la muerte en la vida, que había trastornado la vida y la había vuelto infeliz. Lloró por esto; gimió en espíritu. Y al ver la ciudad de Jerusalén que lo rechazaba y con ello se atraía la destrucción, también lloró. Lloró por todo esto, y el que lo sigue, todo aquel que ha recibido su naturaleza, también llora. En otras palabras, debe llorar por la naturaleza del pecado, porque ha entrado en el mundo y ha conducido a tan terribles resultados. En realidad llora porque entiende algo de lo que significa el pecado para Dios, y el aborrecimiento y odio tan totales que Dios siente por él, esta cosa terrible que clavaría, por así decirlo, en el corazón de Dios, si pudiera, esta rebelión y arrogancia del hombre, el resultado de escuchar a Satanás. Lo entristece y llora por ello. Aquí tenemos, pues, la enseñanza del Nuevo Testamento respecto a este punto. Esto significa llorar en el sentido espiritual en el Nuevo Testamento. Quizá la mejor manera de expresarlo es así. Es la antítesis misma del espíritu, mente y perspectiva del mundo, el cual, como dijo nuestro Señor, ‘ríe ahora.’ Miremos al mundo, incluso en tiempo de guerra. Todavía trata de no considerar la situación verdadera, de no hacer caso de ella para ser feliz. ‘Comamos, bebamos y regocijémonos,’ es su consigna. Ríe y dice, ‘No pienses en estas cosas.’ Llorar es exactamente lo contrario. La actitud del hombre cristiano es esencialmente diferente.
No nos vamos a detener aquí, sin embargo, por qué de lo contrario nuestra descripción del cristiano sería incompleta. Nuestro Señor en estas Bienaventuranzas hace una afirmación completa y debe tomarse como tal. ‘Bienaventurados los que lloran,’ dice, ‘porque ellos recibirán consolación.’ El que llora es verdaderamente feliz, dice Cristo; esta es la paradoja. ¿En qué sentido es feliz? Bien, llega a ser feliz en un sentido personal. El que verdaderamente llora por su estado y condición de pecado es el que se va a arrepentir; en realidad, ya se está arrepintiendo. Y el que se arrepiente de verdad como resultado de la acción del Espíritu Santo en él, va a ser sin duda conducido hasta el Señor Jesucristo. Una vez vista su condición irremediable y pecaminosa, busca un Salvador, y lo encuentra en Cristo. Nadie puede verdaderamente conocerlo como Salvador y Redentor personal a no ser que antes sepa qué es llorar. Sólo el que exclama, ‘¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?’ puede luego añadir, ‘Gracias doy a Dios, por Jesucristo nuestro Señor.’ Esto es algo que sigue como el día sigue a la noche.
Si lloramos de verdad, nos regocijaremos, seremos hechos felices, recibiremos consolación. Porque cuando uno se ve a sí mismo en esa condición de desesperanza absoluta, el Espíritu Santo le revela al Señor Jesucristo como su satisfacción perfecta. Por medio del Espíritu ve que Cristo ha muerto por sus pecados y se ha constituido en abogado suyo en la presencia de Dios. Ve en él la solución perfecta que Dios le ofrece y de inmediato se siente consolado. Esto es lo sorprendente en la vida cristiana. El pesar más hondo conduce al gozo, y sin pesar no hay gozo.
Esto es así no sólo en la conversión; es algo que sigue siendo verdad en el caso del cristiano. Se ve culpable de pecado, y al principio esto lo abate y lo hace llorar. Pero esto a su vez lo hace volver a Cristo; y en cuanto vuelve a Cristo, la paz y felicidad vuelven también y se siente consolado. Estamos frente a algo que se cumple de inmediato. El que llora de verdad es consolado y feliz; y así pasa la vida cristiana, lágrimas y gozo, pesar y felicidad, y la una conduce de inmediato a la otra.
Pero no se ofrece al cristiano sólo este consuelo inmediato. Hay otro consuelo, que podríamos llamar ‘la esperanza bendita,’ que Pablo menciona en Romanos 8 y a la que ya hemos aludido. Dice que en la actualidad incluso los que ‘tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo.’ ‘Porque en esperanza fuimos salvos,’ prosigue, y confiados en que ‘las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse.’ En otras palabras, cuando el cristiano contempla al mundo, o incluso cuando se contempla a sí mismo, se siente infeliz. Se queja en espíritu; conoce algo de la carga del pecado que se ve en el mundo y que los apóstoles y el Señor mismo experimentaron. Pero se consuela de inmediato.
Sabe que la gloria ya llega; sabe que llegará el día en que Cristo regresará, y el pecado quedará excluido de la tierra. Habrá ‘nuevos cielos y nueva tierra’ donde la justicia morará. ¡Oh bendita esperanza! ‘Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.’
Pero ¿qué esperanza tiene el que no cree en estas cosas? ¿Qué esperanza tiene el no cristiano? Miremos el mundo; leamos los periódicos. ¿Con qué pueden contar? Hace cincuenta años contaban con el hecho de que el hombre mejoraba rápidamente. Ahora ya no se puede contar con esto. No se puede contar con la educación; no se puede contar con las Naciones Unidas lo mismo que no se pudo contar con la Liga de Naciones. Todo se ha intentado y todo ha fracasado ¿Qué esperanza le queda al mundo? Ninguna. El mundo de hoy no ofrece consuelo. Pedro para el cristiano que llora por el pecado y por el estado del mundo, hay este consuelo — el consuelo de la bendita esperanza, la gloria que llegará. De modo que incluso aquí, aunque se lamenta, es también feliz debido a la esperanza que posee. Hay esa esperanza final en la eternidad. En ese estado eterno seremos completamente bienaventurados, nada perturbará la vida, nada nos apartará de ella, nada la echará a perder. Ya no existirán el pesar y las lamentaciones; las lágrimas desaparecerán; y viviremos sumergidos en el esplendor eterno, y experimentaremos gozo y felicidad puros e inmarcesibles.
‘Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.’ Cuan cierto es esto. Si no conocemos esto, no somos cristianos. Si somos cristianos, lo conocemos, conocemos este gozo de los pecados perdonados y del estar conscientes de ello; el gozo de la reconciliación; el gozo de saber que Dios nos acepta de nuevo cuando nos hemos apartado de El; el gozo y contemplación de la gloria que nos espera; el gozo que procede de la expectación del estado eterno.
Tratemos, pues de definir al que llora. ¿Qué clase de hombre es? Es un hombre apesadumbrado, pero no malhumorado. Es un hombre triste, pero no infeliz. Es un hombre grave, pero no formal. Es un hombre sobrio, pero no hosco. Es un hombre serio, pero nunca frío ni alejado. Su gravedad va acompañada de cordialidad y atractivo. Este hombre, en otras palabras, siempre está serio; pero no de aparentar esa seriedad. El cristiano verdadero no es nunca un hombre que ha de aparentar tristeza o jovialidad. No, nunca; es un hombre que mira a la vida con seriedad; la ve bajo el punto de vista espiritual, y ve en ella el pecado y sus efectos. Es un hombre serio y sobrio. Su punto de vista es siempre serio, pero debido a estas ideas que tiene y a su comprensión de la verdad, posee también un gozo inenarrable. Es, pues, como el apóstol Pablo, quien ‘gemía dentro de sí mismo,’ y con todo era feliz debido a su experiencia de Cristo y de la gloria venidera. El cristiano no es superficial en modo alguno, sino que es fundamentalmente serio y feliz. El gozo del cristiano es un gozo santo, la felicidad del cristiano es una felicidad seria. ¡Nunca es un semblante superficial de felicidad y gozo! No, nunca; es un gozo solemne, un gozo santo, una felicidad seria; de modo que, si bien es serio y sobrio, nunca es frío ni alejado. En realidad, es como nuestro Señor mismo, quien gemía, lloraba, y sin embargo ‘por el gozo puesto delante de él’ soportó la cruz y se sobrepuso a la vergüenza.
Ese es el hombre que llora; ese es el cristiano. Ese es el tipo de cristiano que se vio en la Iglesia del pasado, cuando la doctrina del pecado se predicaba y subrayaba, y no se apremiaba a los hombres para que decidieran algo de inmediato. Una doctrina profunda acerca del pecado, del gozo, producen como consecuencia ese hombre bienaventurado y feliz que llora y al mismo tiempo es consolado. La forma de experimentar esto, obviamente, es leer las Escrituras, estudiarlas y meditarlas, orar a Dios para que su Espíritu nos revele el pecado que hay en nosotros, y luego que nos revele al Señor Jesucristo en toda su plenitud. ‘Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.’
Extracto del libro: El Sermón del Monte, del Dr. Martin Lloyd-Jones