Juan Calvino (1509–64) fue un Reformador de segunda generación, edificado sobre el fundamento establecido por Lutero y Zuinglio. Este hecho de ninguna manera significa que era meramente un reproductor y copista. Calvino no solamente hizo una contribución original a la teología, sino también al ámbito de la cultura. De hecho, podría ser llamado el teólogo de la cultura por excelencia.
A la edad de veintidós años Calvino se estableció en París como un prometedor erudito humanista. Había hecho su debut en el mundo de las letras con su comentario sobre Séneca, Tratado sobre la clemencia (1532). Un año después experimentó una súbita conversión. Según el propio testimonio de Calvino ya estaba “obstinadamente demasiado dedicado a las supersticiones del papado como para ser liberado fácilmente de ese abismo de fango tan profundo”. Sin embargo, “Dios, por medio de una conversión repentina, trajo mi mente a un marco de referencia enseñable, la que estaba más endurecida en tales temas de lo que podría haberse esperado de alguien en mi temprano período de vida”. A través de esta experiencia, como Agustín antes que él, Calvino fue transformado en una nueva criatura (II Cor. 5:17).
De un buscador de sí mismo se convirtió en un buscador del honor de Dios y de la edificación de la iglesia. Pronto Calvino se volvió profundamente consciente de un llamado dual,es decir, al ministerio del Evangelio y al papel de reformador. Inmediatamente después de su conversión, nos cuenta él, muchos acudieron para recibir enseñanza y miraron hacia él en busca de guía. Aunque era extremadamente tímido y esquivo por naturaleza, ahora se hallaba repentinamente en el centro de atención. Fue empujado hacia el liderazgo. Esto fue logrado parcialmente por las urgentes presiones de Farel, quien en 1536 retuvo a Calvino en Ginebra para la obra de la Reforma. Posteriormente, los magníficos talentos y la excelente formación de Calvino se impusieron de manera natural de manera que sus colegas le aceptaron como el “primus inter pares” y con gran honor aceptaron su liderazgo. Mientras estaba viviendo en el exilio bajo un nombre ficticio en Basilea, Calvino publicó la primera edición (1536) de la que iba a convertirse en la obra de su vida, y la más grande obra maestra teológica Protestante de todos los tiempos en un solo volumen, La Institución de la Religión Cristiana. En esta su primera gran obra literaria para la Reforma, Calvino defendió a sus compatriotas en Francia de las calumnias de Francisco I. Este astuto monarca, al tratar de conciliar a los príncipes Germanos, buscaba justificar sus persecuciones hacia los protestantes Franceses llamándolos anarquistas. Calvino repudió esto mostrando que los ciudadanos Reformados de Francia estaban dispuestos a sujetarse a la autoridad constituida por Dios, pero que ellos habían abjurado de su alianza con el papado. Sin embargo, Calvino produjo algo más que una apología. Su obra se convirtió en un manifiesto al mundo de la fe Protestante. Por un lado, sirvió como una declaración doctrinal para unir a las iglesias protestantes de Francia duramente oprimidad, y por el otro, al Continente en contra tanto de Roma, como de los Anabaptistas y de los humanistas.
Está abundantemente atestiguado que Calvino rechazó la autoridad del papa y de la jerarquía en asuntos religiosos. Pero es igualmente claro su rechazo de la autonomía de la razón del hombre como el punto de referencia final en el conocimiento. Por tanto es un abuso de lenguaje,o mas bien un error atroz, decir que Calvino permaneció siendo un humanista toda su vida. Claro está que nadie negaría que Calvino se había desarrollado en la atmósfera del saber humanista en París y que había experimentado su fascinante influencia. El humanismo era hijo del Renacimiento. Sustituyó la meta medieval de la visión de Dios por el ideal pagano del alma hermosa en un cuerpo hermoso, con su énfasis en la vida del hombre bajo el sol. Fue más un movimiento estético-filológico que uno filosófico. Sin embargo, el hombre era la medida de todas las cosas. La forma fue glorificada en contraste con la esencia o contenido. El humanismo también carecía de seriedad ética. Esto se hizo evidente en su representante más grande, Erasmo de Rótterdam, que fue irrevocablemente separado de la causa de la Reforma por el tratado de Lutero sobre la esclavitud del alma.
Aunque todos admitirán que Calvino usó las herramientas de su aprendizaje y formación humanista y que apreciaba sus técnicas, fue igual de resuelto en rechazar el espíritu del humanismo como Lutero lo había hecho antes que él. Calvino, dice Warfield, “fue la revolución más grande del pensamiento que el espíritu humano haya forjado desde la introducción del cristianismo”. Los contemporáneos de Calvino le consideraban “El Teólogo” por vía de eminencia, y fue Melanctón, el amigo íntimo de Lutero, quien le dio este título. Aunque Lutero, el héroe de Wittenburg, creó el Protestantismo, fue Calvino, como el genio de Ginebra quien lo salvó. Calvino ha sido reconocido por la inmensa mayoría como el organizador sistemático de la teología Protestante. Sin embargo, no siempre se ha apreciado que era también un estudiante original de la Escritura, quien hizo algunas contribuciones como dogmático. El Dr. B. B. Warfield, quien ha hecho más que ningún otro en los tiempos modernos para entender la teología de Calvino y para darle prominencia, dice:
“Calvino marcó una época en la historia de la doctrina de la Trinidad por su insistencia en la auto-existencia como un atributo propio del Hijo y del Espíritu, lo mismo que del Padre, hizo a un lado los persistentes elementos del subordinacionismo, y aseguró para la Iglesia una conciencia más profunda de la coigualdad de las Personas divinas. Introdujo la presentación de la obra de Cristo bajo la rúbrica del oficio triple como Profeta, Sacerdote y Rey. Creó la disciplina total de la ética cristiana. Pero, por sobre todo, le dio a la Iglesia la doctrina completa de la Obra del Espíritu Santo, concebida profundamente y elaborada con todo detalle, con sus provechosas distinciones de gracia común y gracia eficaz, de los efectos no éticos, estéticos y telemáticos, un don, nos aventuramos a pensar, tan grande, tan cargado de beneficio para la Iglesia como para asignarle con justicia un lugar al lado de Agustín y Anselmo, y Lutero, como el Teólogo del Espíritu Santo, siendo ellos respectivamente el Teólogo de la Gracia, de la Expiación y de la Justificación”.
Aunque este juicio es verdadero, no obstante uno no necesita negar que Calvino derivó la mayor parte de su teología de Lutero a través de Bucero, y que ésta no fue sino una avivada doctrina Agustiniana de la gracia de Dios. Aunque Calvino es crítico de la prolijidad de Agustín, le cita con aprobación más a menudo que todos los otros Padres de la Iglesia juntos. Pero Calvino fue más allá que los otros Reformadores en su adherencia incondicional a la Palabra, en la claridad y lo incisivo de su pensamiento, en sus aplicaciones prácticas para la vida total y el fervor y afecto de sus admoniciones. Ha sido bien llamado el “Teólogo del Corazón”.
Esta gran reverencia de Calvino a la Palabra de Dios como la autoridad final, inspirada e infalible para el pensamiento y la acción, llega a expresarse en sus sermones, comentarios y escritos controversiales.
Puede citarse una ilustración notable de las Instituciones para mostrar que Calvino no enseña la predestinación debido a las demandas de un sistema lógico de pensamiento. Porque Calvino sostiene que es la simple enseñanza de la Escritura. Y todavía no ha aparecido nadie para probar que Calvino estaba equivocado en esto. Calvino le responde a aquellos que sepultarían toda mención de la predestinación diciendo que: “la Escritura es la escuela del Espíritu Santo en la cual ni se ha dejado de poner cosa alguna necesaria y útil de conocer, ni tampoco se enseña más que lo que es preciso saber. Debemos, pues, guardarnos mucho de impedir que los fieles quieran saber todo cuanto en la Palabra de Dios está consignado referente a la predestinación, a fin de que no parezca que queremos defraudarlos o privarles del bien y del beneficio que Dios ha querido comunicarles, o acusar al Espíritu Santo de haber manifestado cosas que hubiera sido preferible mantener secretas. Permitamos, pues, al cristiano que abra sus oídos y su entendimiento a todo razonamiento y a las palabras que Dios ha querido decirle, con tal que el cristiano use tal templanza y sobriedad, que tan pronto como vea que el Señor ha cerrado su boca sagrada, cese él también y no lleve adelante su curiosidad haciendo nuevas preguntas. Tal es el límite de la sobriedad que hemos de guardar: que al aprender, sigamos a Dios, dejándole hablar primero; y si el Señor deja de hablar, tampoco nosotros queramos saber más, ni pasar más adelante” (Instituciones, III, 21, 3).
Esta cita contradice de una vez el argumento de que Calvino era un teólogo especulativo y prueba su profundo interés en escuchar la voz de Dios hablando en las Escrituras.
El mismo pensamiento es poderosamente expresado por Calvino al advertir al que es demasiado curioso, quien no dejaría ninguno de los “secretos Divinos sin escudriñar o sin explorar”. A estos amonesta a no exceder los límites de la Palabra, no vaya a ser que por curiosidad humana vayan a entrar en un laberinto prohibido, del cual es imposible escapar. “Y no nos avergoncemos de ignorar algo, si en ello hay una ignorancia docta” (Ibíd., III, 21, 2).
Sin embargo, los peligros y temores involucrados de la sobre-cautela no deberían hacer que “la Palabra de Dios fuese del todo sepultada y jamás se hablase de ella para no perturbar a los corazones tímidos” pues, “¿bajo qué pretexto, pregunto yo, pueden ocultar su arrogancia cuando indirectamente tachan a Dios de loca inconsideración, como si no hubiera visto antes el peligro, que ellos con su prudencia creen que van a evitar? (Ibíd., III, 21, 4).
Fue en sumisión a la Sagrada Escritura que Calvino enseñó la justa voluntad de Dios como la causa de todas las cosas que llegan a suceder. Y aun cuando a veces nuestras mentes finitas se inquietan por el hecho de la condenación, constituiría extrema presunción por parte de la criatura el inquirir en las causas de la voluntad divina, que es la más alta regla de justicia.
El Dios de Calvino no es un Dios que no se conforme a ley alguna, y no le podemos atribuir capricho pues Él es ley en sí mismo. Y suponer que existe cualquier cosa antecedente a la voluntad divina es claramente impío, pues eso involucra una negación de la perfección e infinidad de Dios (cf. Inst. III, 23, 2).
Debido a que Calvino tenía un sentido tan profundo de Dios en su majestad y se entregó a sí mismo incondicionalmente a vivir ante la presencia de Dios, puede ser verdaderamente llamado un hombre intoxicado de Dios. Con Calvino la doctrina de la predestinación nunca permaneció sola, sino que junto con ella enfatizó la responsabilidad humana en toda su predicación. Creía firmemente que la fe de un hombre se hace evidente en sus obras. Calvino se regocijaba en la bendita seguridad de que Dios le había predestinado personalmente, y este conocimiento le apasionaba para hacer la voluntad de Dios.
—
Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)