por B. BRILLENBURG WURTH
En un volumen que trate del significado de Calvino para la iglesia y la sociedad de nuestro tiempo es por completo pertinente que el tema mencionado arriba sea tomado en consideración. Tal vez no haya asunto que tenga un lugar tan central en la teología del presente como el Reino de Dios, ya que ha sido en las últimas décadas un tópico para discusiones casi interminables, sobre todo en el campo de los estudios del Nuevo Testamento. Pero también juega un papel importante de forma creciente en la teología sistemática y en la ética. Puede decirse incluso que ha dado lugar a una reconstrucción interna de la teología. En vista de la dinámica escondida tras el concepto de «Reino de Dios» no tiene por qué sorprendernos. En consecuencia, vale la pena intentar buscar hasta dónde llega este concepto en la teología de Calvino y qué función ha cumplido en ella.
Evidentemente, las relaciones del mundo de Calvino, especialmente en las esferas sociales y políticas, fueron totalmente diferentes del mundo en que ahora vivimos. Esto nos previene para tener cuidado de no sacar consecuencias a la ligera de la línea seguida por Calvino y aplicarlas a nuestros problemas presentes. Pero, al mismo tiempo, hay una cercana relación entre las cuestiones que nos ocupan hoy día con aquellas con que Calvino tuvo que enfrentarse; así que también desde un punto de vista práctico es de valor reflejar la visión de Calvino respecto al significado del reino de Dios para el orden social.
Que Calvino dedicase su pensamiento con tal magnitud a esta cuestión del Reino de Dios como lo primero de todo se evidencia, naturalmente, del hecho de que en un sentido especial fue un teólogo de la Biblia. ¿Cómo hubiera sido posible, pues, que no hubiese tomado en cuenta un concepto tan central como es el Reino de Dios? Es cierto que existen aquellos que han reprobado a los reformadores por fallar en ver que la proclamación del «reino» es central en la revelación bíblica, y han dado crédito a los teólogos del siglo xx por este descubrimiento. Sin embargo, ni una ni otra de estas aserciones está Ubre de exageración. Es cierto, por ejemplo, que la confesión de la justificación por la fe cautivó de tal modo la atención en el tiempo de la Reforma que la predicación de basileia —palabra griega del Nuevo Testamento para designar el «reino» de Dios— a veces fue dejada demasiado al fondo. Pero también en el siglo xvi estaban ellos realmente ocupados con cuestiones concernientes al reino. Lo cierto es que entonces, como ahora, aunque en forma diferente, hubo una amplia divergencia en la iglesia respecto a esta enseñanza. Para una apropiada comprensión del significado del atisbo de Calvino en esta enseñanza es necesario que nos orientemos con respecto a los diferentes conceptos que prevalecían en otra parte de la iglesia.
Al llegar a este punto lo primero que hemos de considerar es el gran poder con el que el gran reformador de Ginebra tropezó a cada instante en su camino: la iglesia de Roma. ¿Cuál era allí el punto de vista sobre el Reino de Dios? No puede decirse que Roma no conociese el reino de Dios. De hecho le era muy bien conocido; pero en la práctica era una misma cosa con la iglesia. Que Dios quiere en Cristo ejercer su dominio de gracia sobre todas las cosas significa allí que todas las cosas en este mundo están sujetas a la iglesia y a su cabeza secular, el papa. Por consecuencia, toda la cultura está sometida a la supremacía de la iglesia. Lo que es comúnmente conocido como Corpus christianum fue reducido a un compañerismo, el cual en todas sus manifestaciones había recibido su impronta de la iglesia y estaba ligada de pies y manos por el poder de la iglesia. Era necesario para Calvino, lo primero de todo, determinar su posición con respecto a la de la iglesia romana. Contra la eclesiastocracia de Roma en el gobierno de la iglesia él mantuvo la idea bíblica de la teocracia del gobierno de Dios.
Con el esquema católico romano de «naturaleza y gracia», en la cual la gracia funcionaba como elevatio naturae, la elevación de la naturaleza a un orden más alto, Calvino rompió radicalmente. La creación es para él un concepto integral. Dios ha creado el mundo como una unidad, y por virtud de esa creación el mundo está ya, de acuerdo con Calvino, adaptado para el Reino de Dios. «La totalidad del mundo —así escribe— ha sido creado por Dios con objeto de que pudiese convertirse en un escenario de su gloria.» En su totalidad también, el mundo se ha apartado de Dios por el pecado. Pero integralmente, como una unidad, en su totalidad, Dios quiere recrearlo en Cristo. Y esto lo hace llevándolo de nuevo bajo su gobierno a través de Cristo, estableciendo Su Reino en la tierra, y una vez que alcance el gobierno de la gracia su propósito y designio sobre el otro reino del pecado y del mal, será reducido a la nada.
Este regnum Christi juega un papel importante en el pensamiento de Calvino. En el pensamiento de Calvino ocupa el lugar de la idea católica romana medieval del Corpus christianum, la cultura gobernada y amoldada por la iglesia. Calvino no quiere nada con tal poder secular y asfixiante. Para él tiene que existir una aguda separación entre el poder secular y el espiritual. El regnum Christi es siempre un reino espiritual. «Mi reino no es de este mundo» (Juan 18:36).
Froehlich, en su libro La idea del Reino de Dios en Calvino, ha trazado un paralelo entre Calvino e Ignacio de Loyola, el gran guerrero del catolicismo romano de su tiempo. Ambos son «hombres de acción». Ambos aportan grandes sacrificios a los ideales de su vida. Con todo, como es sabido, existe una gran diferencia entre ellos, porque los dos tienen una visión diametralmente opuesta del reino de Dios. Mientras Ignacio, en su visión del reino, coloca a la iglesia como institución visible, en el fondo del problema, según Calvino, es la voluntad del Hijo de Dios exaltado a quien todo está sujeto.
¿Pertenece la iglesia al gobierno de la Gracia de Dios en Cristo? ¡Sin ninguna duda! De hecho forma el centro de ello. La iglesia y el reino, el reino y la iglesia están íntimamente relacionados en el pensamiento de Calvino. Pero también están claramente distinguidos, mucho más agudamente que lo que Roma los distingue. Con él, la iglesia no es absolutamente idéntica al reino. Sus fronteras son mucho más reducidas que las del reino. Su radio de acción está mucho más restringido. Todo está sujeto a la voluntad de Dios, nada queda excluido. No hay nada en todo el mundo, y nada en todas las esferas de la vida en este mundo, que no tenga que ver con ese reino.
Por supuesto, esto no es verdad de la iglesia. La iglesia tiene un mandato mucho más limitado. Ella es siempre la iglesia de la Palabra. Ella está en este mundo para administrar adecuadamente la Palabra de Dios y para contribuir a la santificación de la vida toda al servicio de Dios.
Con esto la iglesia recibe una muy importante función en la vida humana, ya que esa Palabra de Dios no es sólo la palabra del evangelio, el evangelio de la justificación por la fe. Es evangelio y también ley. Y bajo el dominio de esa ley de Dios toda la vida humana le pertenece. En ese espíritu la iglesia tiene que proclamar la Palabra y a través de su disciplina cooperar en la aplicación y la ejecución de la misma en situaciones concretas. Esto es lo que Calvino quiere significar con su teocracia. Esto está relacionado con algo ya conocido bajo el plan del Antiguo Testamento: que la Palabra de Dios, el testimonio profético está dirigido no solamente al individuo, sino también a las naciones y gobernantes que tienen que escucharla y hacer caso de ella en toda su vida, en todo lo que hacen y no hacen, y de ahí una directa sumisión de todo lo viviente a la soberanía de Dios.
Pero Calvino no quería tener nada con el ideal de Roma de una iglesia como ciudad terrestre de Dios. Calvino ha sido acusado de haber gobernado ruda y tiránicamente en Ginebra y que con su disciplina eclesiástica colocó toda la vida social de la ciudad bajo su mandato. No es cierto. Calvino reconoció completamente la independencia del gobierno secular. Su teocracia implicaba un carácter espiritual y no secular. Lo que deseó —y eso con gran celo— es que en Ginebra se realizase la visible evidencia del gobierno de Cristo en la vida concreta de la sociedad.
En el catolicismo romano de la Edad Media existió un menosprecio del aspecto escatológico del reino en la predicación de Cristo en los evangelios. Pertenece a Calvino el mérito de que su visión de la fe proyectada hacia el futuro reafirmase enfáticamente el carácter escatológico del reino. Sin embargo, eso no significa que perdiese de vista su significado para el presente. Pero ello condujo a la posición de que el reino no está nunca acabado en las dimensiones presentes terrenales, ni incluso en la iglesia, y que el hombre nunca tiene la última palabra en ese reino. El reino de Dios quedó como una fuerza trascendental que será totalmente realizada sólo aquel día cuando El, que está sentado sobre el trono, dirá: «He aquí, yo hago nuevas todas las cosas» (Rev. 21:5).
Hubo, no obstante, en la época de la Reforma otro poder con el cual los reformadores, y también Calvino, tuvieron que enfrentarse de puño en rostro; el de los anabaptistas. También en este conflicto el problema central era el significado del reino de Dios. En el anabaptismo había algo del viejo tipo de secta medieval que concentraba la totalidad del evangelio en la predicación del reino. Y esto se hacía en un espíritu de anticipación revolucionaria. Ellos no podían esperar creyendo pacientemente en la revelación del reino, sino que deseaban ponerlo de manifiesto allí y entonces. Por tanto, los creyentes eran emplazados a trabajar con todo su ardor para el establecimiento de una nueva Jerusalén aquí en la tierra. Esto, no obstante, no podía ocurrir, a menos de tener lugar, no sólo una revolución espiritual, sino también social y política. Para llevarlo a cabo, el orden presente tenía que ser subvertido, para que de las ruinas del viejo orden social pudiese levantarse un nuevo orden, el del reino de los cielos. Se decía de los reformadores que no se atrevían a seguir adelante con esto, que se detenían a medio camino; pero que ellos, los radicales, tenían el coraje de sacar las consecuencias de la Reforma de la iglesia y también cambiarlo todo en las relaciones humanas en el espíritu del Reino de Dios.
A la vista de este peligroso designio sectario, Calvino encontró necesario desarrollar su visión del Reino de Dios. Publicó una monografía Contra los anabaptistas, que es de tremendo valor para entender a Calvino de un modo general y para discernir su punto de vista sobre el Reino de Dios. Con los anabaptistas, Calvino compartió la convicción de que el Reino de Dios incluía la exigencia de la concreta santificación de la vida. Si el Reino de Dios tiene que venir, es preciso que se haga Su voluntad. El pensamiento de la voluntad de Dios está, para Calvino, inseparablemente conectado con el pensamiento del gobierno de Dios, y esa voluntad de Dios es nuestra santificación. Para Calvino la expectación de la venida del reino no podía estar combinada con una pasiva entrega a lo pecaminoso de este mundo. En consecuencia, en lo que respecto a una decidida lucha por la santidad, Calvino no fue inferior a los anabaptistas. Contendió con una sagrada pasión por la santidad moral y espiritual. Pero la gran distinción entre las dos tendencias, la de Calvino y la de los anabaptistas, era que con él el evangelio de Jesucristo, el evangelio del reino, nunca llegó a ser una nova lex, una nueva ley. Indudablemente, la ley de Dios mantenía un lugar de honor en su ética. Pero él nunca interpretó la ley con espíritu legalista, como hicieron los anabaptistas. Para tal interpretación la justificación del pecador tenía, para Calvino, no menos que para Lutero, un lugar demasiado central.
Es por esta razón que Calvino mantuvo la solidaridad del cristiano con el mundo de su entorno mucho más intensamente. Para el anabaptismo, el entusiasmo por el reino por venir, por el nuevo mundo de Dios, conducía a un completo rechazo y apartamiento de las responsabilidades ciudadanas de este presente mundo pecador. Esto jamás entró en la mente de Calvino. La negativa del servicio militar para el gobierno fue algo completamente ajena a él. El vivió también profundamente el espíritu de la milicia de Cristo y supo muy bien que la milicia de Cristo hace a un hombre tenazmente intolerante de lo que es anticristiano en los dominios del mundo. Pero no estuvo menos convencido de que en una verdadera vida cristiana la milicia de Cristo tiene que revelar su influencia en medio de la realidad de este mundo pecador y que esto incluye ciertamente el servicio cristiano en el gobierno, en tanto que no esté en conflicto con la voluntad de Dios. Hasta el fin la criatura santificada por Dios, al igual que todo el mundo, depende de la gracia justificante de Dios en Cristo. En consecuencia, es imposible para él vivir en este mundo en el espíritu de «no me toques, porque soy más santo que tú».
Finalmente, hay una tercera visión del Reino de Dios, la de Lutero y sus seguidores, con quienes Calvino entró en conflicto. Tanto Lutero como la iglesia luterana dedicaron mucha atención a la enseñanza concerniente al Reino de Dios. En la enseñanza de Lutero hubo «los dos reinos» o, como también les llamó él, «los dos gobiernos». Uno es «el reino de Cristo» y el otro «el reino del mundo». En ambos mundos Dios es el que gobierna; pero en uno El actúa en diferente forma y con diferente espíritu que en el otro. Dios utiliza ambos dominios para gobernar el mundo; pero hace uso de los más diversos medios. Lutero, por decirlo así, todavía se aferra al medieval corpus christianum, es decir, «Occidente Cristiano». El se preocupa realmente por el reinado espiritual de Cristo. Pero para la realización de tal reino es indispensable el gobierno secular. Esto lo considera indispensable.
El gobierno secular, lo mismo que el gobierno eclesiástico, deben su autoridad al soberano decreto de Dios. Sin embargo, aunque Dios está presente en lo secular, la forma de Su presencia está oculta. Esto está ligado con el hecho de que el gobierno secular no puede ser concebido sin el poder de la espada, mientras que en la iglesia Cristo gobierna exclusivamente con el arma de la Palabra del Evangelio. En consecuencia, ambos reinos tienen sus propias leyes y su propia justicia; en la iglesia era la iustitia Christi, la justicia de la fe; en el Estado, la iustitia civilis.
Esta es la causa de la tensión, que en la mente de Lutero, y especialmente en la de sus seguidores, continuó existiendo entre los dos reinos. El luteranismo no ha sido nunca capaz de trascender absolutamente este dualismo. Siempre existió esa falla entre dos opiniones. El dualismo existió especialmente entre «razón» y «revelación». En la iglesia era sólo la Palabra la revelación; pero el gobierno secular depende de la razón. Podemos comprender y apreciar las intenciones de Lutero. Temió que con el anabaptismo el gobierno secular fuera invalidado y el punto de vista del Reino de Dios no permitiera lugar alguno al gobierno secular. En consecuencia, la preocupación especial de Lutero fue vindicar un lugar especial para el gobierno secular. Pero es de lamentar que desuniese demasiado el lazo existente entre los dos reinos, que, aun siendo distintos el uno del otro, ambos sólo pueden ser comprendidos en su propio significado, si son vistos como relacionados para el reino que ha de venir, el de Jesucristo.
También en esta dirección la solución que encontró Calvino es mucho más satisfactoria. Calvino vio claramente, como hemos apreciado antes, el significado del anabaptismo con su anticipación del Reino de Dios, por cuya razón la realidad terrestre pierde completamente su derecho de existencia. Y él, no menos que Lutero, temió que el perfeccionismo anabaptista se desarrollase en una actitud orgullosamente revolucionaria respecto al orden existente. Pero Calvino no aceptó el dualismo de los dos reinos a que llegó Lutero, y especialmente el luteranismo. Es cierto que no es posible transformar por nosotros mismos el mundo y sus leyes en Reino de Dios, de un modo total, pero esto no nos absuelve de la divina llamada para hacer todo lo posible en tal sentido, de forma que el Reino de Dios pueda también ejercitar su penetrante influencia en la esfera de este mundo. Y aun cuando él era opuesto a cualquier espíritu revolucionario, tampoco sucumbió a un pasivo quietismo con pasiva resignación al espíritu secular del mundo. Desde su propio comienzo la visión calvinista del Reino de Dios lleva un carácter extremadamente dinámico. Calvino no estuvo nunca satisfecho con ser un reformador de la iglesia; siempre estuvo incansablemente ocupado en hacer reformas y en regular las influencias de la iglesia para que se dejaran sentir en los asuntos de la sociedad secular.
En relación con la confesión de Calvino del gobierno de Cristo, el pensamiento de la militia Christi ocupó un lugar importante. En este mundo está siempre latente un agudo conflicto, el fondo del cual está formado por el estado de guerra existente entre Cristo y Satanás, y en tal estado de guerra, cualquiera que confiese a Cristo está implicado. No hay nadie que no sea llamado a su militia Christi. Con el propio Calvino esto condujo a una religiosidad que fue síntesis de una profunda conciencia de permanecer en la gracia de Dios y la voluntad de hierro de vencer al mundo. De esta forma, para él, la vida de un cristiano sub specie aeternitatis se hace un medio para la realización del Reino de Dios.
En esto la absoluta obediencia es esencial. Esta es la verdadera sumisión a Dios, que estemos dispuestos a hacer lo que El requiere antes de que Su voluntad nos sea conocida. No es sin fundamento que, en relación con Calvino, los hombres hablen de un Ethos der Bewaehrung una der Heiligung (Etica de la confirmación y santificación). Al luchar al servicio del reino, la fe del creyente es confirmada y el mundo santificado, al menos en principio.
Extracto del libro: Calvino profeta contemporáneo.