Cuando luchamos contra Satanás, luchamos a favor de Dios; entonces se entiende que negarnos a luchar contra Satanás es una resistencia pasiva contra Dios. Otras veces luchamos activamente contra Dios. Isaías nos avisa: “¡Ay del que pleitea con su Hacedor!” (Is. 45:9). ¡Es fácil imaginar el final! ¿Qué clase de batalla es cuando los espinos pelean contra el fuego, o la hojarasca contra las llamas? Pero el corazón engañoso nos lleva a veces a esta contienda desigual. Vigila, entonces, que no luches contra Dios en una de las siguientes maneras:
- No luches contra el Espíritu de Dios
Génesis 6:3 habla del Espíritu que contiende con el hombre. Esto no significa que Dios intente vencer ni destruir al hombre. Podría hacer esto con una sola palabra, sin esfuerzo alguno. Pero Él contiende con nosotros por su amor: viendo que nos dirigimos a galope hacia la ruina, envía su Espíritu para frenarnos antes de que nos destruyamos a nosotros mismos. Es la misma clase de lucha que se observa cuando alguien intenta quitarse la vida y otro interviene forcejeando para arrebatarle el arma.
Los deseos humanos son esos terribles instrumentos de muerte con el que los pecadores se hacen daño. El Espíritu Santo lucha para quitárnoslos de la mano y sustituirlos por la gracia y la vida eterna de Cristo. Cuando rechazas esa lucha compasiva, se considera justamente que estás luchando contra Él. Esteban dijo: “¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo” (Hch. 7:51).
2. No luches contra la providencia de Dios
Cuestionar los actos de Dios, sean de juicio o de misericordia, es contender o argumentar contra Él (Job 40:2). Aquel que se atreve a nombrarse a sí mismo víctima y hace reo a Dios, es temerario. Dios es el Juez, y te acusará de desacato al tribunal si llevas tales acusaciones falsas contra Él. ¿Contender con el Todopoderoso? ¿Argumentar contra Dios? Mejor es que digas como Job: “He aquí que yo soy vil, ¿qué te responderé? Mi mano pongo sobre mi boca” (Job 40:4). Clama así: “Perdona lo pasado, ¡y no me oirás más hablar así!”.
Cristiano, sobre todo cuidado con esta lucha. La contención siempre es penosa, sea entre vecinos, amigos o esposos, pero lo es más aún contra Dios. Si Dios no te complace y tu corazón se levanta contra Él, ¿qué esperanza tienes de agradarle? El amor no puede pensar mal de Dios, ni tolera oír hablar mal de Él. Debe ponerse de parte de Dios, como Jonatán habló a favor de David cuando Saúl lo desacreditaba. El amor te permite gemir bajo la aflicción, pero no murmurar. Cuando te quejas, revelas un espíritu rebelde contra Dios, y clavas un puñal en el corazón del Amor.
Quejarte de la providencia de Dios es malo. ¿Pero y las veces que nos oponemos a Él queriendo? Dios, en su misericordia, utiliza todos los medios para atraernos a sí, pero al resistirle con obcecación luchamos contra Él con ambas manos. Nos ofrece su misericordia, pero no le hacemos caso; nos sobreviene la aflicción y nos apartamos. Pero lo primero debería atraernos, y lo segundo empujarnos hacia Él. Si persistimos en nuestra terquedad, lo peor que puede pasar es que se aparte de nosotros. Supongamos que eres incorregible y por fin Dios te dice: “Ya no te molestaré más”. Quiere decir: “Te lo debo hasta llegar al otro mundo, en el cual te pagaré con creces tu pecado”.
3. No luches con tus propias reglas
Luchamos contra Dios cuando menospreciamos sus reglas y las sustituimos por las nuestras. Quizá no luches contra la providencia divina, y sí contra el pecado. Esto parece admirable, pero Dios requiere algo más: debes luchar sola y únicamente según sus reglas. Pablo le dice a Timoteo: “Y también el que lucha como atleta, no es coronado si no lucha legítimamente (2 Tim. 2:5). Coteja tu conducta con los errores de algunos que han librado su propia batalla, no la de Cristo.
Algunos, al luchar contra un pecado, abrazan otro. Nuestros deseos son variados y lucharán por el primer puesto entre sí. Cuando la malicia quiere venganza, la astucia dice: “Esconde tu ira, pero no perdones”. Cuando la pasión manda a buscar prostitutas, la hipocresía cancela la petición, pero por temor al mundo y no a Dios. El hombre que permite que un pecado presida sobre otro, y así gobierna su alma, no puede ser paladín de Dios.
Algunos luchan porque se ven obligados a ello. Sus temores esclavizantes los asustan y los alejan por el momento del deseo. Pero el combate real para tal luchador es entre su conciencia y su voluntad, en lugar de entre su alma y el deseo. En tal caso, la voluntad prevalece por fin, porque un deseo refrenado sin desechar se vuelve tan salvaje como un semental encerrado. Por fin la conciencia no puede sujetar las riendas ni mantenerse en la silla, sino que es derribada. Entonces el deseo correrá adonde pueda obtener una comida completa, y se hartará hasta que la conciencia despierte y acuda a Dios apresuradamente en busca de ayuda.
Otros luchan contra el pecado sin odiarlo. Luchan en broma, no en serio. Hasta que se ahogue el amor al pecado en el corazón, el fuego no se apagará nunca. ¿Cómo se logra esto? Jerónimo dice que un amor apaga otro; esto es, que el amor de Cristo debe ahogar el amor al pecado. Solo entonces se mantendrá firme el decreto del alma contra el pecado.
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall