Lo primero que debemos establecer es la distinción entre la unión objetiva y subjetiva con Cristo.
Cuando hablamos de nuestra unión objetiva con Cristo, nos estamos refiriendo a nuestro estar «en Cristo» en la eternidad y «en Cristo» cuando Él consumó la redención en la historia. Somos «de El» y «en El» en el decreto eterno de la salvación y durante la vida y muerte de Cristo.
En la unión subjetiva con Cristo, Él viene a ser «nuestro» y «en nosotros» cuando el Espíritu Santo comienza el proceso de aplicación de la redención a nosotros. También entramos a una relación y compañerismo nuevo y vivo con Cristo, en el cual somos» en Cristo» en una nueva manera.
Mientras que los pecadores elegidos están» en Cristo» objetivamente desde la eternidad; Cristo no está» en ellos» subjetivamente sino hasta el momento de su salvación personal. De este modo, los pecadores elegidos no regenerados, están al mismo tiempo «en Cristo» (objetivamente) y «sin Cristo» (subjetivamente). Los elegidos que aún no han sido salvos, pertenecen al Señor, y están eterna y objetivamente en Él. Pero mientras permanezcan como no salvos, están sin Cristo; experimental y subjetivamente están fuera de Él.
No pretendemos confundir, pero sí debemos ser fieles a las Escrituras. En Efesios 1:4 Pablo declara que estos creyentes estaban» en Cristo» desde el eterno decreto de la elección. Y en Efesios 2: 1-10 el apóstol los describe como muertos espiritualmente, bajo el dominio del pecado y bajo la condenación en un momento de su vida, aunque después fueron transformados en creyentes. Pero en la descripción de su estado perdido, el apóstol dice que estaban «sin Cristo» (vers. 2:12). Así pues, podemos ver en este pasaje que estuvieron «en Cristo» (1:4) y «sin Cristo» al mismo tiempo.
Quizás una ilustración podría ser de ayuda en este punto:
Un hombre rico y sabio hizo un testamento el cual tendría efecto en el momento de su muerte en el futuro. El hizo este testamento teniendo a sus hijos en mente. El incluyó a todos los hijos presentes y cualquier sucesor por venir. Desde que el testamento fue legalizado, los hijos podrían ver las riquezas y propiedades de su padre y decir que estas cosas vendrían a ser suyas por herencia. Su padre les tuvo en mente cuando hizo el testamento.
En la muerte del hombre rico, el testamento instruía que el abogado estableciera un fondo específico para cada hijo. Todo el capital de los hijos debería ser guardado hasta que llegaran a cierta edad y luego todo sería de ellos. Podemos ver que otra vez los hijos podrían decir: «todas estas riquezas son mías», aunque en la actualidad no las poseían ni podrían disfrutar de ellas.
Llegada la edad establecida, todo el capital le fue entregado a cada uno de los hijos para que ellos hicieran con él lo que les placiera. Ahora, los hijos pueden decir que las riquezas son suyas no sólo por herencia, sino también por posesión personal. Hasta ese momento, ellos eran los dueños del dinero, pero al mismo tiempo estaban sin dinero. Esta ilustración es un buen paralelo que nos ayuda a entender cómo opera el concepto de la unión con Cristo.
En la eternidad pasada, el Padre hizo un testamento respecto de todos aquellos que fueron vistos como estando» en Cristo». Ellos eligieron para salvación. Ellos estaban» en Cristo» desde la eternidad pasada y el plan de Dios les incluía, aunque ellos todavía no existían.
En la historia, El Hijo vino como el Mediador de la herencia del pacto del Padre. El consumó la redención para todos aquellos contemplados en el plan de Dios. Estos pecadores elegidos estaban» en Cristo» cuando Él vivió y murió.
Cuando se cumple el tiempo para cada pecador elegido, el Espíritu es enviado por el Padre y el Hijo para otorgarle todas las riquezas de la salvación que Cristo consumó, de acuerdo con la voluntad del Padre.
De esta manera, inicialmente el pecador elegido es visto como estando objetivamente» en Cristo» aunque personal y subjetivamente «sin Cristo». Solo hasta el momento de su salvación el pecador puede decir; «Soy de Cristo y Él es mío».
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Extracto tomado del libro: Unión con Cristo, de Albert N. Martin