Tres razones para esto:
- Su historial
A lo largo de la historia Dios ha demostrado la suficiencia de su poder, pero no resulta fácil creer que Él sea todopoderoso. Moisés mismo era una estrella de primera magnitud en cuanto a la gracia, pero mira como parpadea y flaquea su fe hasta superar las dudas. “Seiscientos mil de a pie es el pueblo en medio del cual yo estoy; ¡y tú dices: Les daré carne, y comerán un mes entero! ¿Se degollarán para ellos ovejas y bueyes que les basten?” (Nm. 11:21-22).
Este creyente perdió de vista por un momento el poder supremo de Dios, y empezó a cuestionar que Él pudiera cumplir con su palabra. Igual podría haber dicho lo que obviamente pensaba: “Señor, ¿no habrás sobrestimado tu poder esta vez? ¡No se puede hacer lo que has prometido!”. Porque así interpreta Dios su razonamiento: “Entonces Jehová respondió a Moisés: ¿Acaso se ha acortado la mano de Jehová?” (v. 23).
Lo mismo se ve en el caso de María en el Nuevo Testamento: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano” (Jn. 11:32). Y su hermana Marta añade: “Señor, hiede ya, porque tiene cuatro días” (v. 39). Ambas eran piadosas, pero tenían serias dudas respecto al alcance del poder de Cristo. Una lo limitaba en cuanto al lugar —“si hubieses estado aquí”—, ¡como si Él no hubiera podido salvar la vida de Lázaro igual estando ausente que presente! La otra lo limitó en cuanto al tiempo —“hiede ya”—, como si Cristo llegara tarde con su remedio y la tumba no fuera a entregar a su cautivo al dar la orden. A pesar de su incredulidad, Dios se mostró fiel.
Ahora bien, creyente, antes de señalar las arrugas de la fe de ellos, busca primero los agujeros que hay en la tuya. No tengas tan alta opinión de ti mismo como para pensar que tu propia fe no necesita un esfuerzo constante para reconocer el poder supremo de Dios. Cuando ves cómo estos héroes de la fe tropiezan en esa clase de tentación, ¿cómo puedes tener ese tipo de confianza?
- 2. Tu dilema presente
Sin la fuerza de Dios no puedes resistir en la hora de la prueba. El desafío supera a la fortaleza humana. Supongamos que toda tu fuerza está ya comprometida en fortalecer tu alma contra la tentación, y que Satanás está constantemente debilitando tu resolución; ¿qué harás entonces? Que no cunda el pánico. Manda a la fe que clame ante la ventana de Dios —como el hombre de la parábola que pidió pan del vecino a medianoche—, y Aquel que guarda su Pacto eternamente te proveerá. Cuando la fe falla, sin embargo, y el alma no tiene a quién enviar en busca de la intervención divina, la batalla casi ha terminado y en el mismo instante Satanás cruzará el umbral.
Cuando estés en medio de la prueba, no te rindas desesperado. ¡La fe es una virtud obcecada! A no ser que tu alma niegue rotundamente el poder de Dios, este mensajero —la fe— recorrerá el camino bien marcado hasta el Trono. La duda hiere, pero no incapacita a la fe. De hecho, a la vez que vacilas acerca de la misericordia de Dios y dudas de si acudirá en tu rescate, la fe se abrirá camino, aunque sea lentamente, hasta su presencia. Y el mensaje que allí entregue será: “Si quieres, puedes hacerme limpio”.
Pero si finalmente decides que Dios no puede perdonar ni salvar, ni puede rescatarte, esto le da el golpe mortal a la fe. Entonces tu alma caerá a los pies de Satanás, demasiado desanimada para mantener la puerta cerrada ante la tentación. Recuerda esto: aquel que abandona su fe en medio de la sequía espiritual se puede comparar con el necio que tira su jarra el primer día que el pozo se seca.
3. Su deseo eterno
Siempre ha sido y será la voluntad del Padre que solo confiemos en Él. Dios exige que se le llame Todopoderoso; insiste en que confiemos en Él. Un hijo sabio hace la voluntad de su padre. Se puede llamar al hombre sabio, misericordioso, fuerte; pero solo Dios es omnisciente, omnipotente, omnimisericordioso. Cuando quitamos el prefijo omni, rebajamos a Dios llamándolo por el nombre de una criatura, y Él no nos responderá. Su insistencia sobre el particular se acentúa de varias maneras…
Primero, por su estricto mandamiento de darle la gloria por su poder. Dios ha dejado claro en su trato con los hombres que todo poder es suyo, y que no comparte su gloria con nadie: “[No] temáis […]. A Jehová de los ejércitos, a Él santificad” (Is. 8:12,13). Y no solo en medio de una demostración maravillosa de su poder. En la hora más oscura, en las circunstancias más inadecuadas, la fe debe presentarse ante el Padre con alabanzas por su grandeza.
La severa disciplina que Dios administra cuando dejamos de confiar en Él también demuestra la importancia de reconocer su omnipotencia. Nuestra fe le importa tanto a Dios que a veces disciplina a sus hijos más amados cuando tropiezan en este área. Espera que confiemos en Él aun cuando no damos la talla. No debemos discutir ni razonar: hemos de someternos y aferrarnos a la promesa de su poder derramado por nosotros. Zacarías simplemente preguntó al ángel: “¿En qué conoceré esto? Porque yo soy viejo, y mi mujer es de edad avanzada” (Lc. 1:18). Por atreverse a cuestionar la amplitud del poder de Dios, se quedó mudo al instante. Dios anhela que sus hijos crean su palabra, y no discutan su poder. La marca que distinguía la fe de Abraham era que estaba “plenamente convencido de que [Dios] era también poderoso para hacer todo lo que había prometido” (Ro. 4:21).
Para estimular nuestra confianza, el Señor a menudo interviene de maneras poderosas a favor de su pueblo. A veces permite que surja la oposición, para que en el momento preciso se levante un pilar magnífico en memoria suya. Este pilar se alzará sobre la ruina de aquello que disputó su poder. Así, cuando Él interviene, todos tienen que decir: “¡Aquí obró el Omnipotente!”.
Tal fue el caso de Lázaro. Cristo se mantuvo lejos hasta que este murió, para dar mayor demostración de su poder. Dios a veces empleaba este mismo método en el Antiguo Testamento. Recuerda el éxodo, por ejemplo. Si Dios hubiera sacado a Israel de Egipto mientras José gozaba del favor de la corte, habrían salido fácilmente. Sin embargo, él reservó su liberación para el reino de aquel Faraón soberbio que los oprimía y satisfacía sus deseos con ellos, a fin de que sus hijos supieran sin lugar a dudas Quién los había liberado.
La intervención precisa de Dios es la confirmación para que creas que puedes reclamar su poder supremo para tu defensa y ayuda en toda prueba y tentación. Dios sacó a Israel milagrosamente de Egipto, ¿pero los puso al otro lado del mar Rojo para que buscaran el camino a Canaán por su propia fuerza y habilidad? No, los llevó, “como trae el hombre a su hijo, por todo el camino” (Dt. 1:31).
Dios prepara al alma para salir de entre las garras de Satanás, y luego la saca del Egipto espiritual por su gracia regeneradora. Cuando el creyente emprende la marcha y todos se levantan en su contra, ¿cómo cruzará a salvo todas las fronteras del enemigo? Dios mismo lo rodeará con los brazos de su fuerza eterna. Somos “guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación” (1 P. 1:5). El poder de Dios es aquel hombro sobre el cual Cristo te lleva a ti, su oveja perdida, a casa, con gozo en el camino (cf. Lc. 15:5). Los brazos eternos de su fuerza son alas de águila, sobre las que te lleva de forma segura y amorosa a la gloria (Ex. 19:4).
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall