Heb 11:17-19 Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia; pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir.
Abraham creía que Dios iba a realizar un milagro, resucitando a Isaac, el mismo milagro que Dios el Padre hizo con Jesucristo, su Hijo, como lo demuestra el lenguaje especial de esos versículos de Hebreos. Pero esto no es todo. Porque cuando la prueba había finalizado y Dios había provisto un carnero para el sacrificio en lugar del niño, Abraham se alegró y llamó el nombre del lugar Jehová jireh, que significa «Jehová proveerá» (Gn. 22:14). Antes, esta expresión podría haber significado «Jehová proveerá una resurrección para Isaac». Ahora solamente podía significar que el mismo Dios que había provisto un carnero como sustituto de Isaac un día proveería a su propio Hijo como el perfecto sustituto y sacrificio para nuestra salvación. Así es como Abraham vio la venida de Jesús, incluyendo el significado de su muerte y resurrección, y se gozó en esa venida.
Supongamos que fuera posible preguntarle a Abraham lo siguiente: «Abraham, ¿por qué estás hoy en el cielo? ¿Fue porque dejaste tu hogar en Ur de los caldeos y te fuiste a Canaán? ¿Fue por tu fe o por tu personalidad o por tu obediencia?»
«No», respondería Abraham. «¿Acaso no has leído mi historia? Dios me prometió una gran herencia. Yo creí en sus promesas. Y la promesa más grande fue que de mi descendencia vendría un Salvador que sería de bendición a todas las naciones. Estoy en el cielo porque creí que Dios haría eso.»
«¿Y qué de ti, Jacob? ¿Por qué estás en el cielo? ¿Estás en el cielo por tu fe o porque eres descendiente de Abraham?»
«No», responde Jacob. «Estoy en el cielo porque esperé un Redentor. ¿Recuerdas cómo le hablé a mi hijo Judá en mi lecho de muerte? No conocía su nombre en ese tiempo, pero dije: «No será quitado el cetro de Judá, ni el legislador de entre sus pies, hasta que venga Siloh; y a Él se congregarán los pueblos» (Gn. 49:10). Estoy en el cielo porque esperé su venida.»
«¿Por qué estás en el cielo, David? Debe ser por tu carácter. Tú fuiste ‘un hombre según el corazón de Dios’. «¡Mi carácter!» dice David. «¿Yo? que cometí adulterio con Betsabé y luego traté de ocultarlo haciendo matar a su marido. Estoy en el cielo porque esperé al que había sido prometido como mi Redentor y el Redentor de mi pueblo. Sabía que Dios le había prometido un Reino que no tendría fin.»
«¿Qué de ti, Isaías? ¿Esperabas tú al Redentor?» «Por supuesto que sí», responde Isaías. «Hablé de él como ‘el que llevó nuestras enfermedades y nuestros dolores’, quien ‘fue herido por nuestras rebeliones’ y ‘molido por nuestros pecados’. Yo sabía que Dios le haría cargar con la iniquidad de todos nosotros.»
Llegamos a los tiempos de Cristo y nos encontramos con la misma respuesta, sólo que ahora los que creen no provienen de las esferas altas de la sociedad, del palacio de Herodes ni del círculo de los sacerdotes. Son personas comunes. Son personas como Simeón a quien «le había sido revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor» (Lc. 2:26); o como Ana, una profetisa, quien mientras Simeón estaba bendiciendo a Cristo «daba gracias a Dios, y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén» (Lc. 2:38). Esta siempre ha sido la fe de los hijos de Dios. Al anunciar el nacimiento de Cristo, el ángel dijo: «Y llamarás su nombre JESÚS, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21). En todas las épocas Dios siempre ha tenido quienes esperaban en el Salvador para su salvación. En los tiempos de la antigüedad fueron Abraham, Jacob, David, Isaías, Malaquías, y muchos más, tanto hombres como mujeres. En los tiempos de Jesús fueron Elisabeth, Zacarías, Juan el Bautista, José, María y muchos otros. Todavía hoy son muchos.
Hay sólo un camino para la salvación. «Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo» (1 Ti. 2:5-6).
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Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice