A fin de que el examen presente se desarrolle ordenadamente de acuerdo con la distinción que antes establecimos en el alma del hombre, de entendimiento y voluntad, es necesario que primeramente examinemos las fuerzas del entendimiento.
Decir que el entendimiento está tan ciego, que carece en absoluto de inteligencia respecto a todas las cosas del mundo, repugnaría, no sólo a la Palabra de Dios, sino también a la experiencia de cada día. Vemos que en la naturaleza humana existe un cierto deseo de investigar la verdad, hacia la cual no sentiría tanta inclinación si antes no tuviese gusto por ella. Es, pues, ya un cierto destello de luz en el espíritu del hombre este natural amor a la verdad; cuyo menosprecio en los animales brutos prueba que son estúpidos y carecen de entendimiento y de razón. Aunque este deseo, aun antes de comenzar a obrar, ya decae, pues luego decae en la vanidad. Porque el entendimiento humano, a causa de su rudeza, es incapaz de ir derecho en busca de la verdad, y anda vagando de un error a otro, como quien va a tientas en la oscuridad y a cada paso tropieza, hasta que desaparece aquella; así, él, al investigar la verdad deja ver cuánta es su ineptitud para lograrlo.
Tiene además otro defecto bien notable, y consiste en que muchas veces no sabe determinar a qué deba aplicarse. Y así con desenfrenada curiosidad se pone a buscar las cosas superfluas y sin valor alguno; y en cambio, las importantes no las ve, o pasa por ellas despreciándolas. En verdad, raramente sucede que se aplique a conciencia. Y, aunque todos los escritores paganos se quejan de este defecto, casi todos han caído en él. Por eso Salomón en su Eclesiastés, después de citar las cosas en que se ejercitan los hombres creyéndose muy sabios, concluye finalmente que todos ellos son frívolos y vanos.
La inteligencia de las cosas terrenas y de las cosas del cielo
Sin embargo, cuando el entendimiento del hombre se esfuerza en conseguir algo, su esfuerzo no es tan en vano que no logre nada, especialmente cuando se trata de cosas inferiores. Igualmente, no es tan necio que no sepa gustar algo de las cosas celestiales, aunque es muy negligente en investigarlas. Pero no tiene la misma facilidad para las unas que para las otras. Porque, cuando se quiere elevar sobre las cosas de este mundo, entonces sobre todo aparece su flaqueza. Por ello, a fin de comprender mejor hasta dónde puede llegar en cada cosa, será necesario hacer una distinción, a saber: que la inteligencia de las cosas terrenas es distinta de la inteligencia de las cosas celestiales.
Llamo cosas terrenas a las que no se refieren a Dios, ni a su reino, ni a la verdadera justicia y bienaventuranza de la vida eterna, sino que están ligadas a la vida presente y en cierto modo quedan dentro de sus límites. Por cosas celestiales entiendo el puro conocimiento de Dios, la regla de la verdadera justicia y los misterios del reino celestial.
Bajo la primera clase se comprenden el gobierno del Estado, la dirección de la propia familia, las artes mecánicas y liberales. A la segunda hay que referir el conocimiento de Dios y de su divina voluntad, y la regla de conformar nuestra vida con ella.
a.El orden social.
En cuanto a la primera especie hay que confesar que como el hombre es por su misma naturaleza sociable, siente una inclinación natural a establecer y conservar en la compañía de sus semejantes. Por esto vemos que existen ideas generales de honestidad y de orden en el entendimiento de todos los hombres. Y de aquí que no hay ninguno que no comprenda que las agrupaciones de hombres han de regirse por leyes, y no tenga algún principio de las mismas en su entendimiento. De aquí procede el perpetuo consentimiento, tanto de los pueblos como de los individuos, en aceptar las leyes, porque naturalmente existe en cada uno cierta semilla de ellas, sin necesidad de maestro que se las enseñe.
A esto no se oponen las disensiones y revueltas que luego nacen, por querer unos que se arrinconen todas las leyes, y no se las tenga en cuenta, y que cada uno no tenga más ley que su antojo y sus desordenados apetitos, como los ladrones y salteadores; o que otros – como comúnmente sucede – piensen que es injusto lo que sus adversarios han ordenado como bueno y justo, y, al contrario, apoyen lo que ellos han condenado. Porque los primeros, no aborrecen las leyes por ignorar que son buenas y santas, sino que, llevados de sus desordenados apetitos, luchan contra la evidencia de la razón; y lo que aprueban en su entendimiento, eso mismo lo reprueban en su corazón, en el cual reina la maldad.
En cuanto a los segundos, su oposición no se enfrenta en absoluto al concepto de equidad y de justicia de que antes hablábamos. Porque consistiendo su oposición simplemente en determinar qué leyes serán mejores, ello es señal de que aceptan algún modo de justicia. En lo cual aparece también la flaqueza del entendimiento humano, que incluso cuando cree ir bien, cojea y va dando traspiés. Sin embargo, permanece cierto que en todos los hombres hay cierto germen de orden político; lo cual es un gran argumento de que no existe nadie que no esté dotado de la luz de la razón en cuanto al gobierno de esta vida.
b. Las artes mecánicas y liberales
En cuanto a las artes, así mecánicas como liberales, puesto que en nosotros hay cierta aptitud para aprenderlas, se ve también por ellas que el entendimiento humano posee alguna virtud. Y aunque no todos sean capaces de aprenderlas, sin embargo, es prueba suficiente de que el entendimiento humano no está privado de tal virtud, el ver que apenas existe hombre alguno que carezca de cierta facilidad en alguna de las artes. Además no sólo tiene virtud y facilidad para aprenderlas, sino que vemos a diario que cada cual inventa algo nuevo, o perfecciona lo que los otros le enseñaron. En lo cual, aunque Platón se engañó pensando que esta comprensión no era más que acordarse de lo que el alma sabía ya antes de entrar en el cuerpo, sin embargo la razón nos fuerza a confesar que hay como cierto principio de estas cosas esculpido en el entendimiento humano.
Estos ejemplos claramente demuestran que existe cierto conocimiento general del entendimiento y de la razón, naturalmente impreso en todos los hombres; conocimiento tan universal, que cada uno en particular debe reconocerlo como una gracia peculiar de Dios. A este reconocimiento nos incita suficientemente el mismo autor de la naturaleza creando seres locos y necios, en los cuales representa, como en un espejo, cuál sería la excelencia del alma del hombre, si no estuviera iluminada por Su luz; la cual, si bien es natural a todos, sin embargo no deja de ser un don gratuito de su liberalidad para con cada uno en particular.
Además, la invención misma de las artes, el modo y el orden de enseñarlas, el profundizar y entenderlas de verdad – lo cual consiguen muy pocos – no son prueba suficiente para conocer el grado de ingenio que naturalmente poseen los hombres; sin embargo, como quiera que son comunes a buenos y a malos, con todo derecho hay que contarlos entre los dones naturales.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino