En ARTÍCULOS

La obra del Espíritu Santo en la exaltación de Cristo no es tan fácil de definir. Las Escrituras nunca hablan de ella en relación con Su ascensión, ni con Su posición a la diestra del Padre, ni con la segunda venida del Señor. La luz sobre estos puntos sólo puede obtenerse a partir de las declaraciones esparcidas relativas a la obra del Espíritu Santo sobre la naturaleza humana en general. Según las Escrituras, el Espíritu Santo pertenece a nuestra naturaleza tal como la luz al ojo; no sólo en su condición de pecadores, sino también en su estado sin pecado. De esto se deduce que Adán, antes de que cayera, no carecía de Su obra interna; por lo que, en la Jerusalén celestial, nuestra naturaleza humana lo poseerá en una medida más rica, más completa y más gloriosa. Pues nuestra naturaleza santificada es la morada de Dios a través del Espíritu—Ef. 2:22.

Si, por consiguiente, nuestra dicha en el cielo consiste en el goce de los placeres de Dios, y es el Espíritu Santo quien entra en contacto con nuestro ser más íntimo, se deduce que, en el cielo, Él no puede salir de nosotros. Y por lo tanto, sobre esta base confesamos que no sólo los elegidos sino también el Cristo glorificado, quien sigue siendo un verdadero hombre en el cielo, deberán seguir siendo llenados eternamente del Espíritu Santo. Esto es lo que nuestras iglesias siempre han confesado en la Liturgia: “El mismo Espíritu que mora en Cristo como la Cabeza y en nosotros como Sus miembros.”

El mismo Espíritu Santo que ha realizado Su obra en la concepción de nuestro Señor; quien le asistió en el desarrollo de Su naturaleza humana; quien trajo a la actividad cada don y cada poder en Él; quien Lo consagró en Su oficio como el Mesías; quien Lo capacitó para cada conflicto y tentación; quien Lo facultó para echar fuera demonios; y quien Lo apoyó en Su humillación, pasión y amarga muerte; fue el mismo Espíritu que realizó Su obra en Su resurrección, a fin de que Jesús fuera justificado en el Espíritu (1 Tim. 3:16); y es quien habita ahora en la naturaleza humana glorificada del Redentor en la Jerusalén celestial.

En cuanto a esto, cabe señalar que Jesús dijo de Su cuerpo: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.” El Templo era la morada de Dios en Sión; por lo cual era un símbolo de la morada de Dios que se debía establecer en nuestros corazones. Por lo tanto, esta expresión no se refiere a la morada interior del Hijo en nuestra carne, sino a la del Espíritu Santo en la naturaleza humana de Jesús. Por esta razón, San Pablo escribe a los Corintios: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros?” Si el apóstol llama a nuestros cuerpos templos del Espíritu Santo, ¿por qué se debería tomar en otro sentido, cuando se habla en relación a Jesús?

Si Cristo habitó en nuestra carne, es decir, en nuestra naturaleza humana, en cuerpo y alma, y si el Espíritu Santo mora, por el contrario, en el templo de nuestro cuerpo, vemos que Jesús mismo consideró Su muerte y resurrección como un terrible proceso de sufrimiento a través del cual Él debía entrar en la gloria, pero sin estar por un solo momento separado del Espíritu Santo.


Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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