El Paraíso no era un sitio aislado y romántico para practicar la religión como una función del alma, sino que era el principio de la tierra habitada, el principio del mundo cultural.

​Klaas Schilder (1890 – 1952) es el más grande teólogo cultural en los círculos Reformados desde los días de Kuyper.

Es importante para nuestro estudio porque difiere con Kuyper sobre la doctrina de la gracia común y la sustituye, en su lugar, con la doctrina del mandato común. Además, desde Kuyper, Schilder ha sido el más grande apologista entre los calvinistas Holandeses en contra de toda desviación de la teología Reformada. Ha llamado a los hombres a regresar al énfasis de Calvino en la Palabra y su autoridad en todas las áreas de la cultura del hombre. En contra de Hegel, quien identifica a Dios con la historia, Schilder sostiene que el cielo siempre proclama la idea fundamental de que Dios y la criatura se diferencian entre sí. Pero, por otro lado, no es menos vehemente contra Kierkegaard y sus discípulos, Barth, Brunner, Tillich, etc. Pues ellos sostienen una antítesis invencible entre Dios y el hombre, la eternidad y el tiempo. En contra de ellos sostiene el mensaje del cielo de que Dios y el hombre nunca están separados, que la disyunción entre Dios y el hombre siempre es sobre la base de una conjunción más profunda, que esta última determina y hace relativa a la primera. Para Schilder no hay antítesis entre Dios y la naturaleza; sino que la antítesis se halla dentro del universo entre el pecado y la gracia, entre Cristo, el Restaurador del mundo de Dios, y el anticristo, quien se opone a la obra de Dios en la historia. En oposición a Kierkegaard, quien no encuentra relevancia para Cristo en los 1900 años de historia después de Cristo, Schilder sostiene que Cristo permanece en el centro de la historia y significa todo lo que siguió a su exaltación.

Pero naturalmente la encarnación no tiene relevancia sin la obra de Dios en el principio, es decir la Creación, y la obra permanente de Dios en la providencia. En el Cristo del Concilio de Calcedonia, quien estaba unido, pero no mezclado, con la humanidad, se halla concentrada la esencia de una visión cristiana de la historia y del cielo. La historia es el marco para la obra redentora de Dios en Cristo. Por tanto Dios no condena ni a la historia ni a la naturaleza, pero a través de Cristo condena el pecado y restaura la naturaleza y la historia a su propósito original. Este es el secreto de la cultura. Pues Cristo, el ungido, es el segundo Adán, quien es nuestro sustituto para asumir la ira de Dios por nosotros. Él es nuestro Suplente para cumplir el mandato cultural, dado originalmente a nuestro primer padre.

Puesto que el cristiano es uno que participa de la unción de Cristo (Catecismo de Heidelberg, Día del Señor número 12), su interés por la cultura es inevitable. Pues, por su unción, Cristo fue declarado el heredero legítimo del primer Adán y fue comisionado como el oficial de Dios del momento para hacer la obra que nuestro primer padre fracasó en realizar, es decir, glorificar a Dios en su obra estética. Pero Cristo no solamente fue capacitado, pues Él vino para reconciliar todas las cosas con el Padre (Col. 1:20). Como tal Cristo no trae algo completamente nuevo, sino que restaura lo que era desde el principio, y en realidad hace que ocurra lo que Dios designó desde el comienzo. Adán como un alma viviente fue  el padre de la sociedad humana, pero Cristo es el Espíritu que da vida, quien llama a los hombres a su compañerismo y les forma para el cumplimiento de la obligación dada en la creación al primer Adán. Este último debe ser visto principalmente como portador de la imagen y en consecuencia el portador del oficio para con Dios, un hijo- siervo quien como profeta, sacerdote y rey recibió el mandato cultural para cultivar y poblar la tierra asi como para tener dominio sobre ella. Este fue el orden cósmico original, en el que la idea de vocación, el ser comisionado y llamado era determinante para la naturaleza de la cultura.

Pero el hombre se rebeló y negó su relación con el Padre, volviéndose un aliado del enemigo de Dios, el Diablo. Como parte del mundo creado de la naturaleza el hombre tenía tanto conciencia como conocimiento, era tanto letra como lector (intérprete) en el libro de Dios. Fue llamado a cultivar la buena tierra y alcanzar la expresión de lo que estaba implícito, a fructificar lo que estaba latente, y ser así un colaborador con Dios, el creador. Pues aunque Dios proclamó buena a su creación, ésta no era un producto terminado; iba a haber una evolución y un desarrollo incitados por la actividad cultural del hombre. Y solamente así sería introducida la nueva era del Sabbath del reposo eterno de Dios.

El hombre también fue llamado a la auto-cultura, pero no en un sentido personalista de hacer de la personalidad humana un fin en sí mismo. Pues esto es simple idolatría, puesto que la parte central y absolutamente importante de la creación es la glorificación de Dios. Otro resultado del pecado de Adán es el hecho observable de que los hombres no solamente se han enamorado de sí mismos sino que también se enamoran de las herramientas de la cultura. Abstraen el proceso de la meta, aman los medios en lugar del fin. De esta forma todos se convierten en siervos improductivos. El pecado causa separación. Todas las relaciones en la creación han sido rotas: Dios y el hombre, el hombre y la naturaleza, el hombre y sus semejantes, la religión y la cultura. Comenzó la desintegración y la totalidad del bello cosmos ha sido fragmentado; el hombre perdió su espíritu universalista, de manera que ya no ve la unidad y propósito del todo. Sin embargo, el pecado no abolió la ordenanza creativa de Dios, que gobierna al amigo y al enemigo por igual, puesto que es la obligación común de nuestra condición de criaturas en el pacto de obras. La cultura nunca es un asunto de interés individual, sino que busca conducir al hombre como sociedad a la obra de Dios. El Paraíso no era un sitio aislado y romántico para practicar la religión como una función del alma, sino que era el principio de la tierra habitada, el principio del mundo cultural. La cultura ha sido definida por Schilder, y traducida por John Vriend en lo que este último llama una oración monstruosa, como “el esfuerzo sistemático hacia el añadido en la labor productiva que ha de ser producida con éxito por la suma total de seres humanos que han asumido la tarea de descubrir las potencias que yacen dormidas en la creación, a medida que estas potencias llegan a estar al alcance en el curso de la historia, de ser desarrolladas en obediencia a las leyes de sus naturalezas individuales, de ser colocadas a disposición de todos, con el propósito de poner estos tesoros así adquiridos al servicio del hombre como criatura litúrgica y, en consecuencia, colocarlas, junto con el hombre ahora más plenamente equipado, a los pies de Dios, a quien sea toda la alabanza para siempre”.

La existencia de la cultura como tal en un mundo pecaminoso no debe atribuirse a la gracia común. Schilder también cuestiona si podemos hablar de gracia común en la operación común del Espíritu. La restricción del pecado, que Schilder no niega sino que complementa con la idea de la restricción de la gracia, está inherente en el tiempo. Cuando esta restricción cese el tiempo ya no será más. Por otro lado, en el Paraíso Dios refrenó a su espíritu de dar plena bendición, sino no hubiese habido una caída. Así pues, la restricción es característica de nuestra existencia temporal; sin embargo, no comprueba una disposición llena de gracia por parte de Dios hacia el mundo en general. Para hablar de gracia común en un marco apropiado debemos también mencionar su corolario, la maldición común.

En la definición de Kuyper del problema, el mundo aparece principalmente como objeto de la maldición, con el Sabbath como una pausa temporal, una moderación de la maldición. Pero esta aproximación es demasiado negativa para Schilder. Uno no puede basar una cultura que glorifique a Dios sobre lo que el hombre todavía tiene; su puede es un debe. Puede en verdad ser muy interesante comenzar con lo que hemos dejado antes que el pecado entrara en el mundo, pero esto no llega al corazón del asunto. Para la cuestión de lo que nosotros todavía tenemos o no tenemos tampoco afecta nuestra posición en el pacto de obras. En este pacto el hombre es el portador de oficio de Dios con un mandato original de sojuzgar la tierra y señorear sobre ella por causa de Dios.

Schilder llama egocéntrica a la mentalidad que razona a partir de lo que todavía tenemos; es la actitud servil perezosa de haber salido librado bastante bien después de todo. Nos insta a ver todo el asunto de manera teocéntrica y a hablar el idioma del hijo obediente, “Todavía no hemos terminado la gran tarea que nos fue dada por Dios”. Así Cristo, quien es nuestro ejemplo, se mantuvo recordándoles a los fariseos, quienes tenían la mentalidad de “todavía tenemos”, aquello que había sido desde el principio, y coloca aquello como obligatorio. Cristo también pronuncia sus bienaventuranzas a personas que “todavía no” lo habían alcanzado; eran pobres, hambrientos, miserables, afligidos, sin tierras, etc. No son bendecidos porque todavía tengan tantas cosas buenas en común con el mundo incrédulo, sino porque estaban destituidos, dependientes de la gracia.

Schilder razona, por lo tanto, que debemos ver el mundo como un instrumento de la glorificación de Dios. Por tanto la prolongación del tiempo después de la caída no implica gracia, puesto que Dios tenía que prolongar el tiempo para poblar tanto el cielo como el infierno. La mera prolongación no es ni bendición ni maldición, sino el sustrato sobre el cual puede producirse la historia y donde la cultura pueda desarrollarse.

Así también el desarrollo de la naturaleza no es gracia sino que es parte del proceso natural; es el resultado de un poder inherente en el hombre dado por Dios con la creación. Es el turbulento e impetuoso impulso dentro del hombre quien también se está transformando, para forzar a la tierra que también se está transformando a producir sus frutos para él. El instinto para la cultura se encuentra implantado, pero mientras que en el Paraíso era una actividad que glorificaba a Dios, después de la caída se ha vuelto egoísta y auto-glorificadora, en el espíritu de Pallieter, una novela en la que el personaje principal encarna la glorificación pagana del cuerpo y su lujuria por la vida corriendo desnudo bajo las lluvias de primavera y besando el suelo. Debemos ver este asunto claramente, dice Schilder, que la naturaleza en el tiempo implica movimiento y desarrollo. El concebir y el producir son parte del proceso de la historia, y la cultura es la presuposición de todas las obras de Dios. Por lo tanto es un serio error designar la pura prolongación, el mero hecho de la actividad cultural, como gracia.

No hay gracia, que se entienda claramente, en el comer y beber como tales, o en la crianza de los niños per se, ni tampoco hay una maldición en estas cosas en sí mismas. Pero comer, beber y engendrar con fe como obras del advenimiento del Sabbath eterno de Dios es evidencia de gracia. Esto es común para aquellos que participan de la obra redentora de Cristo, la cual tiene un efecto sobre sus logros culturales. Pero no hay gracia universal sobre todos los hombres, afirma Shilder en contra de Kuyper. De igual manera, la maldición está sobre toda cultura impía, el comer y el beber, el alumbramiento del vientre de la madre sin fe. Pues después de la caída la antítesis era inevitable, no en la naturaleza, sino en el uso de la naturaleza, es decir, en la cultura.

Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)

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