Los fariseos estaban tan engreídos que el Salvador decidió emplear el tiempo con quienes admitían su necesidad. Si no puedes más que gemir bajo la carga de tu hipocresía y enviar esos gemidos en oración a Dios, tu Sanador pronto vendrá. Desde que ascendió a los cielos, Jesús nunca ha renunciado a su llamamiento, sino que sigue ejerciéndolo, y da el perdón con la fidelidad de siempre.
Cristo aconsejó a la iglesia de Laodicea la manera de librarse de este mal mortal de la hipocresía: “Te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte” (Ap. 3:18). La avisó diciéndole: “Laodicea, te has engañado a ti misma y a los demás con apariencias en vez de realidades, y falsas virtudes en lugar de verdaderas; tu oro es impuro y tus vestidos son harapos. No cubren tu vergüenza, sino que la enseñan. Ven a mí si quieres un tesoro verdadero”. Aunque Cristo mencionó el comprar, en realidad hablaba de un espíritu de comprador, que valora tanto a Cristo y su gracia que, de poderlos comprar, estaría dispuesto a gastarlo todo —hasta la sangre de sus venas— y considerarlo una ganga. El alma sedienta será saciada, pero tenemos que asegurarnos de que nuestra sed es verdadera y profunda.
- Asegúrate de que tienes sed verdadera
Tu sed ha de ser de corazón y no solo de conciencia, pues cada una de ellas se enciende por un calor muy distinto. El fuego infernal, por ejemplo, puede encender la conciencia, dando al pecador sed por la sangre de Cristo para apagar el tormento de la ira de Dios. Pero solo el fuego celestial calienta el corazón haciendo que rompa en suspiros por Cristo y por su Espíritu, con el dulce rocío de la gracia para apagar el fuego de la concupiscencia y el pecado.
b. Asegúrate de que tu sed es profunda
Los médicos describen una sed causada por la sequedad de la garganta y no por el gran calor interno del estómago: dicha sed puede apagarse haciendo gárgaras, con un líquido que se escupe en lugar de tragarse. Esto es lo que ocurre con algunos que oyen predicar el evangelio.
A veces se toca el espíritu de los hombres con una chispa del evangelio que cae sobre sus emociones y les hace profesar una gran ansia repentina de Cristo y de su gracia. Pero dado que se trata solo de diminutas brasas emocionales en lugar de deseos profundos, el calor se desvanece pronto y la sed se va con tan solo probar la dulzura de Cristo. Justo cuando están llegando a la meta, escupen impulsivamente el sermón y nunca más disfrutan de Cristo.
Escudriña bien, entonces, tu propia vil hipocresía y la plenitud de la gracia de Cristo para tratarla. La sed ardiente no se sacia con agua menos que abundante, cueste lo que cueste. Igualmente, no debes contentarte con nada menos que Cristo y su gracia santificadora: ni con la profesión, ni con los dones, ni con el perdón mismo si se puede separar de la gracia. Unas gotas de gracia no bastarán: tienes que anhelar ríos para purgar la hipocresía que te oprime y librarte de ella. Un espíritu así te cobijará bajo la promesa —la seguridad celestial— de que no perderás tu anhelo por Cristo.
Si los deseos de tu corazón son oro y plata y los amasas con fervor, Dios puede dejarte dar voces como al rico de la parábola en el Infierno, en medio de las llamas encendidas por tu ambición, sin traerte ni una gota de agua para refrescar tu lengua. Pero si deseas a Cristo y su dulce gracia, si te es necesario tenerlos, seguramente serán tuyos: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mt. 5:6).
Instrucciones para los sinceros e íntegros
A aquellos cuya investigación diligente les ha revelado la integridad de un corazón puro, les aconsejo que se ciñan bien el cinto de la verdad y anden en la práctica diaria de la rectitud. Por la mañana no puedes considerarte vestido hasta haberte ceñido este cinturón, porque es verdadero el refrán que dice: “Sin ceñir, sin bendecir”.
Las promesas de Dios, como un vaso de ungüento precioso, se juntan para ser derramadas sobre la cabeza del íntegro: “¿No hacen mis palabras bien al que camina rectamente?” (Mi. 2:7). Pero resulta peligroso andar sin una palabra de Dios para dirigimos. Es necio aquel que sigue adelante cuando la Palabra de Dios se interpone en su camino. Si la Palabra no bendice, maldice; si no promete, amenaza. Pero la aprobación de Dios guardará al justo.
El cristiano íntegro es como un viajero que prosigue su camino de sol a sol; si el daño se le acerca, Dios mismo lo guardará. La promesa es para el cristiano, y al reclamarla este podría recuperar su pérdida a costa de Dios, porque el Padre se ha obligado a protegerlo. Con esto en mente, consideremos varias maneras de ejercer la integridad.
- Camina ante la mirada de Dios
Lutero dijo una gran verdad: todos los mandamientos se resumen en el primero. Destacó el hecho de que todo pecado es un desprecio a Dios; de forma que si violamos algún mandamiento, hemos violado el primero. “Pensamos mal de Dios antes de hacer mal contra Dios”. Así el Padre dio una palabra soberana a Abraham para conservar su integridad: “Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto” (Gn. 17:1).
La justicia ante Dios mantuvo bien ceñido a Moisés. No fue sobornado por los tesoros de Egipto, ni achicó su integridad por la ira del gran rey, “porque se sostuvo como viendo al Invisible” (He. 11:27). Veía a Aquel que es mayor que el Faraón, y esta visión le indicó el sendero correcto.
- Sé consciente de la omnisciencia de Dios
Los judíos cubrieron el rostro de Jesús antes de flagelarlo. Así hace el hipócrita: primero argumenta en su corazón que Dios no le ve, o por lo menos no lo mira, y este engaño le da valor para pecar contra el Dios Altísimo. Es como el pájaro necio que esconde la cabeza entre los juncos, convencido de que está a salvo del cazador, como si este no lo viera si él no le puede ver.
Agustín decía al Señor: “Puedo esconderte de mi vista, pero no puedo esconderme de la tuya”. Hombre ignorante, puedes esconder a Dios con tu ignorancia y ateísmo para no verlo, pero nunca te esconderás tan bien que él no te encuentre. “Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (He. 4:13).
Recuerda a Dios en todo lo que haces: en tu despacho o alcoba, en la iglesia o en la calle. Te ve como eres, y conoce tus pensamientos antes que tú mismo. Igual que las escenas del sueño de Nabucodonosor, tus pensamientos pueden desvanecerse como memorias vagas de aquí a 40 o 50 años. Pero Dios los reúne a la luz de su rostro, como los átomos permanecen en los rayos del sol.
b. Sé consciente del cuidado de Dios
Dios fortaleció la fe de Abraham cuando le mandó ser justo: “Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto” (Gn. 17:1). Decía con esto: “Actúa por mí y yo cuidaré de ti”. Una vez que empezamos a dudar de la protección de Dios, nuestra integridad pronto se tambalea. La hipocresía se esconde en la desconfianza. Los incrédulos judíos almacenaban el maná de un día para otro en contra de las instrucciones explícitas de Dios porque no tenían fe para confiar en él para la siguiente comida. Nosotros hacemos lo mismo: primero dudamos de su cuidado, y luego empezamos a confiar en nuestro propio entendimiento.
Es la misma arma que Satanás ha utilizado siempre para robar la integridad de los cristianos. Se burlaba de Job por medio de su esposa: “Maldice a Dios, y muérete” (Job 2:9). Sus palabras estaban llenas de amarga desconfianza: “¿Por qué sigues guardando el castillo de tu integridad para morada de Dios? Llevas sitiado mucho tiempo, con dolor por todas partes. Hasta hoy no has tenido noticias del Cielo de que le importes nada a Dios. ¿Por qué no maldecirlo y morir?”
Jesús mismo se enfrentó a esta táctica de Satanás al ser tentado a hacer pan de las piedras. Entonces vemos por qué es tan importante reforzar la fe en el corazón compasivo de Dios y en sus acciones. Por eso mismo él ha hecho tan abundante provisión para excluir toda duda y temor del corazón de su pueblo. Dios ha puesto sus promesas como puerto seguro, de forma que si hay tormenta o el enemigo nos persigue en la oscuridad de la noche, podemos amarrarnos a ellas y conocer el consuelo de su plena protección.
“Porque los ojos de Jehová contemplan toda la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él” (2 Cr. 16:9). Dios no depende de los demás para vigilar; lo hace él mismo. Nos cuida como una madre a su propio hijo. Entonces, los cristianos sinceros son un pueblo del que Dios se preocupa; su mirada siempre está sobre nosotros.
No hay tentación ni peligro que sorprenda al Padre dormido, sino que, como el vigilante fiel siempre ronda el campamento, así los ojos de Dios lo “contemplan todo”. “He aquí, no se adormecerá ni dormirá el que guarda a Israel” (Sal. 121:4). Uno de estos verbos significa el sueño corto de la siesta, el otro el profundo sueño de la noche: esto es, ni poco ni mucho.
c. El cuidado de Dios se extiende a toda la tierra
Una providencia total rodea al pueblo de Dios: ni un solo individuo íntegro quedará fuera de su cuidado soberano. Él ha numerado a todos y cuida del mismo modo a todos. Mancillamos la bella providencia de Dios al imaginar que esto solo es para sus favoritos, o para los que tienen mayor éxito.
d. El cuidado de Dios destruye poderosamente el peligro de su pueblo
Un centinela despierta a la ciudad para luchar contra la furia del enemigo que ataca; pero los ojos de Dios hacen más que vislumbrar el ataque, también nos salvan del mismo. Los cristianos son los únicos realmente felices, porque somos “pueblo salvo por Jehová” (Dt. 33:29). Dios no solo ve con sus ojos, sino que lucha con ellos. Con una sola mirada suya a los egipcios, el mar los engulló.
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall