Lo segundo que debemos notar es que los mandamientos y prohibiciones que Dios promulga contienen en sí mismos mucho más de lo que suenan las palabras. Lo cual, sin embargo, hay que tomarlo de tal manera que no lo retorzamos a nuestro capricho, como y cuando quisiéremos, y dándole el sentido que se nos antojare. Porque hay algunos que con su excesiva licencia hacen que la autoridad de la Ley sea menospreciada, como si fuera incierta; o que se pierda la esperanza de poderla entender. Es, pues, necesario, en cuanto sea posible, hallar un camino, que nos lleve a la voluntad de Dios. Quiero decir que es necesario considerar hasta dónde deba extenderse la exposición más allá de lo que suenan las palabras, para que se vea que la exposición presentada no es una añadidura o una corrección tomada de los comentarios de los hombres e incorporada a la Ley de Dios, sino que es el puro sentido natural del Legislador fielmente expuesto.
Ciertamente es cosa notoria que en casi todos los mandamientos se toma muchas veces la parte por el todo; de tal manera, que el que se empeña en restringir el sentido estrictamente a lo que suenan las palabras, con toda razón merece que se rían de él. Así pues, es evidente que la exposición de la Ley, por más sobria que sea, va más allá de las meras palabras; pero hasta dónde, no se puede saber si no se propone alguna norma y se señala un limite. Ahora bien, yo creo que una norma excelente será que la exposición se haga conforme a la razón y la causa por la cual el mandamiento ha sido instituido; por lo cual es conveniente que en la exposición de cada uno de los mandamientos se considere la causa por la que Dios lo ha dado.
Un ejemplo: todo mandamiento es afirmativo o negativo; manda o prohíbe. Llegaremos a la verdadera inteligencia de lo uno y de lo otro si consideramos la razón o el fin que persigue. Como el fin del quinto precepto es que debemos honrar a aquellos que Dios quiere que sean honrados, este mandamiento se resume en que es agradable a Dios que honremos a aquellos a quienes Él ha concedido alguna prominencia: y que aborrece a aquellos que los menosprecian y se muestran contumaces con ellos. El fin y la razón del primer mandamiento es que solo Dios sea adorado; la suma, pues, de este mandamiento será que a Dios le agrada la verdadera piedad; es decir, el culto que se da a su majestad; y, al contrario, que aborrece la impiedad. E igualmente, en el resto de los mandamientos hay que considerar aquello de que se trata. Luego hay que buscar el fin, hasta encontrar qué es lo que el Legislador afirma propiamente en aquel mandamiento que le agrada o disgusta. Después hay que formular un argumento contrario, de esta manera: Si esto agrada a Dios, lo contrario le desagradará; si esto disgusta a Dios, lo contrario le gustará. Si manda esto, prohíbe lo contrario; si prohibe tal cosa, manda la opuesta.
La Ley es positiva
Lo que al presente es oscuro por tocado de paso, quedará mucho más aclarado con la experiencia en la exposición de los mandamientos que luego hacemos. Por esto baste haberlo tocado; y pasemos a exponer el último punto que dijimos, pues de otra manera no podría ser entendido, o parecería irrazonable..
Lo que hemos dicho, que siempre que se manda el bien, queda prohibido el mal que le es contrarío, no necesita ser probado, pues no hay quien no lo conceda. Asimismo, el común sentir de los hombres admitirá de buen grado que cuando se prohíbe el mal, se manda el bien que le es contrario, pues es cosa corriente decir que cuando los vicios son condenados, son alabadas las virtudes contrarias.
Respecto a lo que alegan, que los cristianos viven. bajo la ley de la gracia, esto no quiere decir que deban caminar a rienda suelta sin ley alguna; sino que han sido injertados en Cristo, por cuya gracia están libres de la maldición de la Ley, y por cuyo espíritu tienen la Ley escrita en sus corazones. El Apóstol llamó «ley» a esta gracia, pero no en sentido estricto, sino aludiendo a la Ley de Dios, a la cual en aquella disputa él la oponía; pero estos doctores sin fundamento alguno ven un gran misterio en ese nombre de «ley».
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino