“… que también nos dio su Espíritu Santo”.- 1 Ts. 4: 8
La Escritura arroja escasa luz sobre la obra del Espíritu Santo. Como prueba, observa cuánto dice el Antiguo Testamento sobre el Mesías y, comparativamente, cuán poco sobre el Espíritu Santo. El pequeño círculo de los santos, María, Simeón, Ana, Juan, quienes, desde el umbral del Nuevo Testamento pudieron explorar, con una sola mirada, el horizonte de la revelación del Antiguo Testamento, cuánto sabían sobre la Persona del Libertador Prometido, ¡y cuán poco sobre el Espíritu Santo! Aun considerando todas las enseñanzas del Nuevo Testamento, ¡cuán escasa es la luz sobre la obra del Espíritu Santo, en comparación con la que existe sobre la obra de Cristo! Y esto resulta muy natural y no podría ser de otra manera, porque Cristo es el Verbo hecho Carne y tiene forma visible, bien definida, en la que reconocemos la nuestra, la del hombre, cuyo perfil sigue la dirección de nuestro propio ser. Cristo puede ser visto y oído; hubo una vez, cuando las manos de los hombres pudieron incluso tocar la Palabra de Vida.
Pero el Espíritu Santo es totalmente diferente. Nada de lo Suyo aparece de forma visible; Él nunca se asoma fuera del vacío intangible. Suspendido, indefinido, incomprensible, permanece como un misterio. ¡Él es como el viento! Oímos su sonido, pero no podemos decir de dónde viene ni a dónde va. El ojo no puede verlo, el oído no puede oírlo, y mucho menos, la mano puede tocarlo. Existen, ciertamente, señales y apariencias simbólicas: una paloma, lenguas de fuego, el sonido de una ráfaga de viento poderosa, una imposición de manos, un hablar en otras lenguas. Pero de todo esto nada queda, nada perdura, ni siquiera el rastro de una huella. Y después de que las señales han desaparecido, su Ser sigue siendo tan extraño, misterioso y distante como siempre. Por lo tanto, casi toda la enseñanza divina relativa al Espíritu Santo es, de igual modo, poco clara; sólo inteligible en la medida en que Él la hace clara frente al ojo del alma favorecida.
Sabemos que lo mismo puede decirse de la obra de Cristo, cuya verdadera importancia es comprendida únicamente por los espiritualmente preparados, los que contemplan las maravillas eternas de la Cruz. Y, sin embargo, cuán maravillosa fascinación existe, incluso, para un pequeño niño, en la historia del pesebre en Belén, la de la Transfiguración, la de Gábata y el Gólgota. Cuán fácilmente podemos interesarlo contándole sobre el Padre celestial, Quien enumera los cabellos de tu cabeza, engalana los lirios del campo y alimenta los gorriones. Pero, ¿resulta entonces posible, llamar su atención hacia la Persona del Espíritu Santo? Lo mismo puede decirse de aquellos no renovados espiritualmente: no se oponen a hablar sobre el Padre celestial; muchos hablan con honda emoción sobre el Pesebre y la Cruz. Pero, ¿hablan alguna vez sobre el Espíritu Santo? No pueden hacerlo, porque este tema no tiene control sobre ellos. El Espíritu de Dios es tan sagradamente sensible, que se retrae naturalmente de la irreverente mirada de quienes lo desconocen. Cristo se ha revelado plenamente a sí mismo. Ese fue el amor y la compasión divina del Hijo. Pero el Espíritu Santo no lo ha hecho. Es Su fidelidad salvadora reunirse con nosotros sólo en el lugar secreto de Su amor.
Esto causa una nueva dificultad. Debido a Su carácter no revelado, la Iglesia ha enseñado y estudiado la obra del Espíritu mucho menos que la de Cristo, y ha alcanzado mucha menor claridad en su discusión teológica. Podríamos decir, debido a que Él ha entregado la Palabra e iluminado a la Iglesia, que habló mucho más acerca del Padre y del Hijo que de Sí mismo; no como si hubiera resultado egoísta hablar más sobre Sí mismo, porque el egoísmo pecaminoso resulta inconcebible en relación a Él, sino que debía revelar al Padre y al Hijo antes de que pudiera guiarnos hacia una comunión más íntima con Él.
Esta es la razón por la que se predica tan poco sobre el tema, por la que los libros de texto sobre Teología Sistemática raramente lo tratan por separado; por la que Pentecostés (la fiesta del Espíritu Santo) atrae y anima a las iglesias mucho menos que la Navidad o la Pascua; por la que lamentablemente muchos ministros, que de otro modo serían fieles, promueven muchas visiones erróneas sobre este tema, un hecho del cual ellos y las iglesias parecen estar inconscientes.
Por lo tanto, merece nuestra atención llevar a cabo una discusión especial sobre el tema. No es necesario decir que requiere gran cautela y trato delicado. Es nuestra oración que la discusión pueda poner de manifiesto el gran nivel de cuidado y cautela que se requiere, y que nuestros lectores cristianos puedan recibir nuestros débiles esfuerzos con ese amor que es paciente.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper