«Sed llenos del Espíritu» significa que ‘los ojos de vuestro entendimiento sean iluminados’ respecto de la verdad. Aquí hay una solución a todos nuestros problemas, personales, individuales, de relación en el matrimonio, en el trabajo, en el negocio, en la profesión, problemas con el Estado, con las diferentes clases y grupos, razas y todo lo demás.
… Si los ojos de nuestro entendimiento han sido realmente iluminados, la primera cosa que aprendemos es la verdad en cuanto a nosotros mismos. Eso significa comprender que todos nosotros estamos sin esperanza, todos estamos perdidos, todos condenados, todos nosotros somos pecadores, cada uno de nosotros. «No hay justo, ni aun uno». Cuando una persona comprende que eso es cierto, inmediatamente deja de jactarse de sí misma. Esa persona no se jacta acerca de su moralidad, su bondad, sus buenas obras, sus buenas acciones, su conocimiento, sus estudios, ni ninguna otra cosa. Si nosotros tan solo supiéramos la verdad acerca de nosotros mismos, estos problemas de relación pronto serian solucionados. Pero sólo el evangelio puede hacer esto; ningún otro método. El evangelio nos reduce al mismo nivel, a cada uno de nosotros. No hay diferencia. «Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios». ‘Judíos y gentiles’ todos son uno; no hay una raza elevada, no hay gente superior de ninguna manera, todos somos iguales.
Pablo lo expresa de manera espléndida al escribir a los corintios (1Cor. 4:7): «Porque ¿Quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» A pesar de esta afirmación, cuánto rechazo tiene la gente para entenderlo.
He aquí una persona jactándose de su gran cerebro, de su gran mente, de su gran habilidad, y despreciando a otros. Un momento, dice Pablo, ¿de qué te enorgulleces tanto? ¿Acaso tú has hecho tu propio cerebro, lo has generado, tú le has dado la existencia? «¿Qué tienes que no hayas recibido? ¿Qué es lo que te hace diferente a otros?» ¿Has creado tú esa diferencia? Por supuesto que no; todo lo que tienes lo has recibido; es un don de Dios. Si tienes una mente brillante, está bien, pero no te jactes de ella, más bien agradécele a Dios esto. Eso te mantendrá humilde. Algunos son orgullosos de su buen aspecto; pero, ¿acaso lo han producido ellos mismos? Algunos son orgullosos de su habilidad en música, arte, o elocuencia, pero, ¿de dónde lo obtuvieron? En el momento en que te das cuenta de que todos éstos son dones, dejarás de jactarte, dejarás de tener un orgullo necio.
Sólo el Espíritu puede llevar a una persona a ese punto. El mundo hace exactamente lo opuesto; el mundo clasifica en diferentes grados a los hombres. El mundo tiene sus honores, sus rutilantes premios, y el mundo considera todas estas cosas; ellas significan todo. La gente se enorgullece de ello, se infla de orgullo y de su propio éxito. «Vosotros no podéis ser así», afirma Pablo, «eso es ser lleno de vino en lo cual hay disolución. Sed llenos del Espíritu, y si sois llenos del Espíritu comprenderéis que cuanto tenéis os ha sido dado por Dios, y que no tienes nada de que jactarte.
Dice el apóstol a la gente en Corinto, «Estáis inflados de conocimiento, pero, ¿Qué es lo que realmente sabéis? no sois sino recién nacidos en Cristo. Yo no pude alimentarlos con carne, sino sólo con leche, porque aún sois bebés, y aun así están engreídos de conocimiento». La forma de resolver estas dificultades relaciónales es conociendo la verdad acerca de nosotros mismos. Cuando comenzamos a conocer esta verdad, vemos que no somos sino bebés y que estamos comenzando. Aquel que piensa tener la cabeza llena de conocimiento, al encarar esta verdad tal como se encuentra a la luz del Espíritu, siente que no sabe nada, que no es sino un principiante, un niño y que todavía está lleno de fracasos y faltas.
Por eso el apóstol puede seguir, y dice: «¿Quién eres tú para juzgar a otro?» En efecto, nuestro Señor ya había dicho todo esto en las siguientes palabras: «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Con la medida con que medís os será medido». Comprended, dice nuestro Señor, que estáis bajo otra autoridad. Mirad hacia Dios y entonces comprenderéis que no sois nada. Por supuesto, el problema es que tendemos a pensar en centímetros en vez de en kilómetros y nuestro pequeño montículo de unos trescientos metros nos parece una gran montaña simplemente porque mucha gente está a nivel del mar. Pero ponlo a la luz del Everest, ponlo a la luz del cielo, y entonces dejarás de jactarte respecto de tu pequeña colina. Esa es la forma de obrar del Espíritu. Él abre nuestro entendimiento.
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Extracto del libro: “Vida nueva en el Espíritu”, de Martin Lloyd-Jones