​"No codiciarás la casa de tu prójimo; no codiciarás la esposa de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo." (Ex. 20:17).

El décimo mandamiento es quizá el más revelador y el más devastador de todos los mandamientos, ya que trata explícitamente la naturaleza interna que tiene la ley. La codicia es una actitud de la naturaleza interna que puede, o no, expresarse en el deseo de adquirir algo. Además, puede estar dirigida a cualquier objeto. El texto dice: «No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciaras la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo» (Ex. 20:17).

Es asombroso lo moderno que es este mandamiento, y cómo golpea las raíces de nuestra cultura occidental materialista. Un elemento ofensivo de nuestro materialismo es la insensibilidad a las necesidades de los demás, la que muchas veces, a su vez, genera una insensibilidad hacia los pobres de nuestras ciudades y los marginados del resto del mundo. Pero aun más ofensivo que esto resulta nuestra insatisfacción irracional con toda nuestra abundancia de riquezas y oportunidades. Es cierto, no todo el Occidente es rico y tampoco hay nada intrínsecamente malo en querer mejorar nuestra suerte en una medida razonable, especialmente cuando ocupamos un lugar bajo en la escala socioeconómica. Esto en sí no constituye la codicia. Lo que está mal es desear algo por el mero hecho de que otra persona lo disfruta. Está mal desear constantemente poseer más cuando no tenemos ninguna necesidad. Está mal no ser felices con nuestros escasos recursos … 

Pero también podemos apreciar nuestra codicia de otra manera. Muchos, particularmente las personas cristianas, están realmente felices con lo que Dios les ha dado. No son exageradamente materialistas. Pero son codiciosos con respecto a sus hijos. Quieren lo mejor para ellos, y en muchos casos pueden sentirse heridos cuando sus hijos escuchan el llamamiento divino para renunciar a la vida de abundancia material y dedicarse al servicio misionero o a algún otro servicio cristiano.

No debemos concluir este estudio de la ley de Dios como está expresada en los Diez Mandamientos sin aplicarla a nosotros mismos. Hemos considerado diez áreas en las que Dios requiere de los hombres y las mujeres determinados patrones de conducta. Al considerarlos nos hemos visto juzgados. No hemos adorado a Dios como es debido. Hemos adorado ídolos. No hemos honrado a Dios en toda su plenitud. No nos hemos regocijado ni le hemos servido en el día del Señor. Somos deudores con respecto a nuestros padres terrenales. Hemos matado, por medio del odio y la mirada, si no literalmente. Hemos cometido adulterio con el pensamiento y quizá también con nuestros hechos. No hemos dicho siempre la verdad. Hemos deseado obtener las pertenencias de nuestro prójimo.

Dios nos ve en nuestro pecado. «Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (He. 4:13). ¿Cuál es la reacción de Dios? Ciertamente, no es la de excusarnos, y pasar por alto nuestro pecado. Por el contrario, nos dice que de ningún modo puede librarnos de la culpa. Nos enseña que «la paga del pecado es muerte» (Ro. 6:23). El juicio será ejecutado pronto.

¿Qué podemos hacer? Por nuestros propios medios no hay nada que podamos hacer. Pero la gloria del evangelio es que no estamos solos. Por el contrario, Dios ha intervenido para realizar lo que nosotros no podíamos hacer. Hemos sido juzgados por la ley y hemos sido hallados faltos. Pero Dios ha enviado a Jesús, quien ha sido juzgado por la ley y ha sido hallado perfecto. Él ha muerto ocupando nuestro lugar para llevar el justo juicio que nos correspondía de manera que podamos presentarnos limpios ante Dios para ser vestidos con su justicia. La Biblia va más allá de la «paga del pecado», e insiste en que «la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro» (Ro. 6:23). Si la ley lleva a cabo en nosotros su tarea propia no nos hará justos por nuestros propios medios. Nos hará justos por medio de Cristo, y esto ocurre cuando nos volvemos de nuestras obras corruptas al Salvador quien es nuestra única esperanza.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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