No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad (Mateo 7:21-23).
Lo que se está describiendo es la hipocresía inconsciente, ¿Se puede hacer algo respecto a la misma? ¿Acaso no es, por definición, algo que el hombre no puede dominar? Si se trata de una condición en la que el hombre se engaña a sí mismo, ¿cómo puede cuidarse de ella? La respuesta es que, por el contrario, se puede hacer mucho. Lo primero y más importante es examinar las causas del autoengaño. La forma de descubrirlo en nosotros mismos es ésta. Si podemos llegar a una lista de elementos de autoengaño y luego examinarnos a nosotros a la luz de las mismas, estaremos en condiciones de resolverlas. El Nuevo Testamento está lleno de instrucciones al respecto. Por esto siempre nos exhorta a que probemos a los espíritus, más aún a que sometamos a prueba todas las cosas. Es un gran libro de advertencias. Esto no resulta popular. La gente dice que eso es ser negativo; pero el Nuevo Testamento siempre enfatiza el aspecto negativo de la verdad, tanto como el positivo.
¿Cuáles son las causas comunes de autoengaño?
En primer lugar, hay una doctrina falsa en cuanto a la seguridad. Es la tendencia a basar nuestra seguridad sólo en ciertas afirmaciones que nosotros mismos hacemos. Hay quienes dicen, “la Biblia dice: ‘el que cree en Él no se pierde’ sino que recibirá ‘vida eterna’; ‘cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo’; ‘el que cree en su corazón y confiesa con la boca será salvo”. Interpretan afirmaciones así en el sentido de que, con tal de que uno reconozca y diga ciertas cosas acerca del Señor Jesucristo, automáticamente se salva. El error radica en esto: el hombre que es verdaderamente salvo y que tiene una seguridad genuina de la salvación, hace y debe hacer, estas afirmaciones, pero el simple afirmar esto no garantiza ni asegura por necesidad que uno sea salvo. Las mismas personas de las que nuestro Señor se ocupa dicen: ‘Señor, Señor’, y parece que le dan a esta afirmación el sentido justo; pero, como hemos visto, Santiago nos recuerda en su Carta que “también los demonios creen, y tiemblan”.
Si leemos los evangelios, descubrimos que los espíritus malos, los demonios, reconocen al Señor. Se refieren a Él como al “Santo de Dios”. Saben quien es; hacen afirmaciones correctas respecto a Él. Pero son demonios y están perdidos. En consecuencia, debemos tener cuidado con esta tentación muy sutil, y recordar la forma en la que la gente se persuade erróneamente a sí misma. Dicen: “creo; he dicho con la boca que creo que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios y que murió por mis pecados; por consiguiente…”, pero la argumentación es incompleta. El creyente, el cristiano, sí que dice estas cosas, pero no se limita a decirlas. Esto es lo que a veces se describe como ‘fideísmo’, lo cual significa que el hombre pone su confianza última en su propia fe y no en el Señor Jesucristo. Confía en su propia creencia y en afirmarla.
El objetivo de este párrafo es sin duda ponernos sobre aviso contra el terrible peligro de basar nuestra seguridad de la salvación en la repetición de ciertas afirmaciones y fórmulas. Se puede pensar en otras ilustraciones que conllevan este peligro de ser cristiano meramente formal. ¿Cuál es en realidad la diferencia entre lo que acabamos de descubrir, y basar nuestra seguridad de salvación en el hecho de que somos miembros de una iglesia, o que pertenecemos a cierto país, o que fuimos bautizados de niños? No hay diferencia. Es posible que alguien diga siempre lo que debe y sin embargo viva una vida tan mala, que es completamente evidente que no es cristiano. “No erréis” dice Pablo escribiendo a los corintios; “Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros… heredarán el reino de Dios”. Es, por consiguiente, muy posible que alguien diga lo que debe decir y sin embargo viva sin Dios. Que nadie se engañe a sí mismo. En cuanto hacemos descansar nuestra fe solamente en la repetición de una fórmula, sin estar seguros de que hemos sido regenerados y que tenemos prueba de la vida de Dios en nosotros, nos exponemos a este terrible peligro del autoengaño. Y hay muchos que afirman y defienden de esta manera la doctrina de la seguridad. Dicen: no hay que escuchar a la conciencia. Si has dicho que crees, eso basta. Pero no basta, porque “muchos me dirán… Señor, Señor”. Pero Él responderá: “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad”. Una doctrina superficial de la seguridad, o una doctrina falsa de la seguridad, es una de las causas más comunes del autoengaño.
La segunda causa de esta situación se sigue inevitablemente de la primera. Es la negativa a examinarse a sí mismo. El auto examen no resulta popular hoy día, sobre todo, por extraño que parezca, entre los cristianos evangélicos. De hecho, se da el caso que los cristianos evangélicos no sólo se oponen al auto examen, sino que a veces incluso lo consideran casi pecaminoso. Arguyen diciendo que el cristiano debe mirar sólo al Señor Jesucristo, que no debe mirarse a sí mismo, e interpretan esto en el sentido de que nunca deben examinarse a sí mismos. Consideran el examinarse a sí mismos como mirarse a sí mismos. Dicen que, si uno se mira a sí mismo, no encontrará sino tinieblas y oscuridad; por tanto no hay que mirarse a uno mismo, sino al Señor Jesucristo. Por ello apartan la mirada de sí mismos y se niegan a examinarse. Pero esto no es bíblico. La Biblia nos exhorta constantemente a que nos examinemos a nosotros mismos, “examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe” o si estáis “reprobados”. Y lo hace así por la razón de que existe un terrible peligro de caer en el antinomianismo; es decir, en el sostener que, con tal de que alguien crea en el Señor Jesucristo, no importa lo que se haga; que si alguien es salvo, no importa la clase de vida que lleve. El antinomianismo sostiene que en el momento en que uno comienza a concentrarse en la conducta, vuelve a situarse bajo la ley. Si uno cree en el Señor Jesucristo, dice, todo va bien. Pero esto, claro está, es precisamente aquello contra lo cual nuestro Señor nos llama la atención en este párrafo; el peligro fatal de confiar sólo en lo que decimos y olvidar que lo esencial acerca del cristianismo es la vida que se vive, a saber, “la vida de Dios en el alma del hombre”, que el cristianismo es “partícipe de la naturaleza divina” y que esto necesariamente ha de manifestarse en su vida.
O examinemos la primera Carta de Juan, que fue escrita para salir al paso de este peligro preciso. Tiene en mente aquellos que estaban dispuestos a decir ciertas cosas, pero cuyas vidas eran una contradicción de lo que profesaban. Juan presenta sus famosas pruebas de vida espiritual. Dice: “El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso y la verdad no está en él”. “Si decimos que tenemos comunión con El, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad”.
Había personas que hacían precisamente esto; decían, “soy cristiano, tengo comunión con Dios, creo en el Señor Jesucristo”; pero vivían en el pecado. Esto es una mentira, dice Juan; es transgredir la ley, es desobedecer a Dios y su santo mandamiento. Por mucho que alguien diga que cree en el Señor Jesucristo, si su forma de vivir es consistentemente pecaminosa, no es cristiano. Y es evidente que la forma de descubrir esto es examinarnos a nosotros mismos. Debemos mirarnos a nosotros mismos y examinarnos a la luz de los mandamientos, a la luz de la enseñanza bíblica, a la luz de este Sermón del Monte y debemos hacerlo con sinceridad. Y, además, cuando llegamos a este asunto de las obras que realizamos, ya sea profetizar o echar fuera demonios o hacer ‘milagros’, debemos examinar nuestros motivos. Debemos preguntarnos honestamente, “¿Por qué estoy haciendo esto, qué es lo que realmente me impulsa a ello?”; porque el hombre que no se da cuenta de que quizá hace cosas buenas por motivos completamente equivocados, es un simple novicio en estos asuntos. Es posible que alguien predique el evangelio de Cristo de una forma ortodoxa, que mencione el nombre de Cristo, que posea la doctrina justa y sea celoso en la predicación de la Palabra y, sin embargo, en realidad, lo haya estado haciendo todo el tiempo por su propio interés y por su propia gloria y autosatisfacción. La única manera de salvaguardarnos contra esto es examinarnos a nosotros mismos. Es doloroso y desagradable; pero hay que hacerlo. Es la única fórmula de seguridad. El hombre tiene que enfrentarse consigo mismo con sinceridad para preguntarse: “¿Por qué lo hago? ¿Qué estoy realmente buscando?” Si no lo hace, se expone al terrible peligro del autoengaño.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones