En BOLETÍN SEMANAL

Lo primero a destacar es que no hay oposición entre la Ley y el Evangelio. Es un grave error que cometen los que, oponiendo la Ley al Evangelio, no admiten más diferencia entre ellos que la que existe entre los méritos de las obras y la gratuita imputación de la justicia de Cristo con la que somos justificados.

Es verdad que no hay que rechazar esta oposición sin más, pues muchas veces san Pablo entiende bajo el nombre de Ley la regla de vivir rectamente que Dios nos ha dado y mediante la cual exige de nosotros el cumplimiento de nuestros deberes para con Él, sin darnos esperanza alguna de salvación y de vida, si no obedecemos absolutamente en todo, amenazándonos, por el contrario, con la maldición si faltáremos en lo más insignificante. Con ello nos quiere enseñar que nosotros gratuitamente, por la pura bondad de Dios, le agradamos, en cuanto Él nos acepta por justos perdonándonos nuestras faltas y pecados; porque de otra manera la observancia de la Ley, a la cual se ha prometido la recompensa, jamás se daría en hombre alguno. Muy justamente, pues, san Pablo, pone como contrarias entre sí la justicia de la Ley y la del Evangelio.

Pero el Evangelio no ha sucedido a toda la Ley de tal manera que traiga consigo un modo totalmente nuevo de conseguir la justicia; sino más bien para asegurar y ratificar cuanto ella había prometido, y para juntar el cuerpo con las sombras, la figura con lo figurado. Porque cuando Cristo dice que «todos los Profetas y la Ley profetizaron hasta Juan» (Mt. 11:13; Lc. 16:16), no entiende que los padres del Antiguo Testamento han estado bajo la maldición, de la que no pueden escapar los siervos de la Ley, sino que han sido mantenidos en los rudimentos y primeros principios, de tal manera que no han llegado a una instrucción tan alta como es la del Evangelio.

Por esto san Pablo, al llamar al Evangelio «poder de Dios para salvación a todo aquel que cree», añade que tiene el testimonio de la Ley y los Profetas (Rom. 1:16). Y al final de la misma epístola, aunque dice que el predicar a Jesucristo es una manifestación del misterio que había estado oculto desde toda la eternidad, luego para mejor exponer su intención, añade que este misterio ha sido manifestado por los escritos de los profetas. De donde concluimos que, cuando se trata de la totalidad de la Ley, el Evangelio no difiere de ella más que bajo el aspecto de una manifestación mayor y más clara.

Por lo demás, como Jesucristo nos ha abierto en sí mismo una inestimable corriente de gracia, no sin razón se dice que con su venida ha sido erigido en la tierra el Reino celestial de Dios.

El ministerio de Juan Bautista

Entre la Ley y el Evangelio fue puesto Juan, que tuvo un cometido de intermediario entre ambos. Porque, bien que al llamar a Jesucristo «Cordero de Dios» y “sacrificio para expiar los pecados», comprendió la suma del Evangelio, sin embargo, como no explicó la incomparable gloria y virtud que al fin se manifestó en la resurrección, por esto Cristo afirma que no es igual que los apóstoles. Porque esto quieren decir sus palabras: “Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que él» (Mt. 11:11). No se trata aquí de alabanza personal, sino que después de haber preferido a Juan por encima de todos los profetas, ensalza soberanamente el Evangelio, al cual, según su costumbre, llama Reino de los cielos.

En cuanto a lo que san Juan responde a los enviados de los escribas, que él no era más que una voz (Jn. 1:23), como si fuera inferior a los profetas, no lo hace por falsa humildad; más bien quiere mostrar que Dios no le había dado a él un mensaje particular, sino que simplemente desempeñaba el papel de precursor, como lo había antes profetizado Malaquías: «He aquí, yo os envío el profeta Ellas, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible» (Mal. 4:5). De hecho, no hizo otra cosa en el curso de todo su ministerio, que preparar discípulos de Cristo; y prueba por Isaías que Dios le ha encomendado esta misión (Is.40:3). En este sentido también le llamó Cristo «antorcha que ardía y alumbraba» (Jn. 5:35), porque no había llegado aún la plena claridad del día.

Todo esto no impide, sin embargo, que sea contado entre los predicadores del Evangelio, pues de hecho usó el mismo bautismo que luego fue confiado a los apóstoles. Mas lo que él comenzó no se cumplió hasta que Cristo, entrando en la gloria celestial, lo verificó con mayor libertad y progreso por medio de sus apóstoles. 

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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